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Desde la ventana de su celda, Steiner podía ver a través del río. Atisbo por una rendija de la cortina corrida y la volvió a cerrar en seguida.

– Un gran barco avanzando río abajo. Resulta extraño lo activas que pueden ser las cosas ahí fuera, incluso de noche.

El padre Martin, sentado junto a la pequeña mesa, asintió.

– Como dice la canción, el viejo padre Támesis sigue bajando lleno de agua.

– A veces, durante el día, me siento junto a la ventana y me quedo contemplándolo incluso hasta un par de horas.

– Le comprendo, hijo. Debe de ser difícil para usted. -El sacerdote emitió un suspiro y se puso en pie-. Tengo que marcharme. Tengo una misa a medianoche.

– Santo cielo, padre, ¿es que no para nunca?

– Estamos en guerra, hijo -dijo el padre Martin llamando a la puerta.

El policía militar de servicio la abrió desde el otro lado y el viejo sacerdote avanzó por el pasillo hasta la puerta exterior. El teniente Benson estaba sentado ante la mesa de su habitación. Levantó la mirada hacia él.

– ¿Todo está bien, padre?

– Tan bien como pueda estarlo -contestó el padre Martin saliendo por la otra puerta.

Al bajar la escalera, hacia el vestíbulo, la hermana María Palmer salió de su despacho.

– ¿Todavía por aquí, padre? ¿Es que nunca se va a casa?

– Hay demasiadas cosas que hacer, hermana.

– Parece estar cansado.

– Está siendo una guerra muy larga -dijo él con una sonrisa-. Buenas noches, hermana, y que Dios la bendiga.

El portero de noche salió de su cubículo, le ayudó a ponerse la gabardina y le entregó su paraguas. Luego, corrió el cerrojo de la puerta, abriéndola. El anciano se detuvo, mirando la lluvia que caía en el exterior. Luego, abrió el paraguas y se alejó, caminando con paso cansado.

Munro aún estaba en su despacho, de pie ante una mesa de mapas, con varios del canal de la Mancha y las rutas de aproximación de Normandía, cuando Cárter entró cojeando.

– ¿Es la invasión, señor?

– Sí, Jack. Normandía. Ya han tomado su decisión. Confiemos en que el Führer siga creyendo que será por el paso de Calais.

– Tengo entendido que su astrólogo personal le convenció de ello -dijo Cárter.

– Los antiguos egipcios -dijo Munro echándose a reír-, sólo nombraban generales a los que habían nacido bajo el signo de Leo.

– Eso es algo que no sabía, señor.

– Bueno, siempre se aprende algo nuevo cada día. Esta noche no me iré a casa, Jack. Eisenhower quiere un informe amplio sobre la fortaleza de las unidades de la Resistencia francesa en toda esta zona, y lo quiere por la mañana. Tendremos que pasarnos unas cuantas horas trabajando aquí.

– Muy bien, señor.

– ¿Había alguna otra cosa?

– Vargas me ha llamado.

– ¿Qué quería?

– Ha recibido otro mensaje de su primo en Berlín. Le pide que envíe toda la información posible sobre el priorato de St. Mary.

– Está bien, Jack, cocine algo adecuado durante el próximo par de días, ateniéndose todo lo que pueda a la verdad, y pásele la información a Vargas. En estos momentos tenemos cosas más importantes de que ocuparnos.

– Estupendo, señor. Organizaré unos bocadillos y algo de té para pasar la noche.

– Sí, hágalo así, Jack. Va a ser una noche muy larga.

Cárter salió y Munro volvió a enfrascar toda su atención en los mapas.

10

A la mañana siguiente, el padre Martin se arrodilló ante la barandilla que delimitaba el altar, y rezó, con los ojos cerrados. Estaba cansado, ése era el problema. Se sentía tan cansado y durante tanto tiempo que no hacía más que rezarle al Dios a quien tanto había amado durante toda su vida, para que le concediera la fortaleza y la capacidad para permanecer de pie.

– Bendeciré al Dios que me aconseja, que dirige mi corazón, incluso de noche. Tengo al Señor siempre presente…

Había pronunciado las palabras en voz alta y de pronto balbuceó, incapaz de pensar en las que seguían. Una voz fuerte dijo entonces a su espalda:

– Y, como está a mi derecha, me mantendré firme.

El padre Martin medio se giró y encontró a Devlin allí de pie, vestido de uniforme, con la trinchera militar doblada sobre un brazo.

– ¿Mayor?

El anciano trató de levantarse y Devlin le ayudó colocándole una mano bajo el codo.

– Oh, padre… El uniforme sólo es para mientras dure la guerra. Conlon…, Harry Conlon.

– Y yo soy Frank Martin, el párroco. ¿Puedo hacer algo por usted?

– Nada especial. He sido dado de baja en el ejército. Fui herido en Sicilia -le dijo Devlin-. Estoy pasando unos pocos días con unos amigos, no lejos de aquí. Vi esta iglesia y pensé entrar a echar un vistazo.

– Bien, entonces permítame ofrecerle una taza de té -dijo el anciano.

Devlin se sentó en la pequeña y atestada sacristía, mientras el padre Martin hervía el agua en una pequeña cocina eléctrica y preparaba el té.

– ¿Así que ha estado metido en eso desde el principio?

– Sí -asintió Devlin-. Fui movilizado en noviembre del treinta y nueve.

– Ya veo que le han concedido una Cruz Militar.

– Eso fue por el desembarco en Sicilia -le dijo Devlin.

– ¿Muy malo?

El padre Martin sirvió el té y ofreció una lata abierta de leche condensada.

– Bastante malo. -El anciano tomó un sorbo de té y Devlin encendió un cigarrillo-. Pero también debió de serlo para ustedes. Me refiero alblitz. Aquí están bastante cerca de los muelles de Londres.

– Sí, fue duro -asintió Martin-. Y no parece que las cosas mejoren. En estos últimos tiempos, yo sólo dependo de mí mismo.

De repente, pareció un hombre muy frágil y Devlin sintió escrúpulos de conciencia, a pesar de lo cual sabía que debía llevar aquello hasta el fin.

– Pasé por el pub focal, creo que se llama «El Gabarrero». Quería comprar unos cigarrillos. Estuve hablando con una mujer que le mencionó a usted con mucha simpatía.

– Ah, ésa debe de ser Maggie Brown.

– Medijo que era usted el padre confesor de un hospicio que hay cerca de aquí. ¿El priorato de St. Mary?

– Sí, en efecto.

– Eso tiene que suponer para usted una gran cantidad de trabajo extra, padre.

– Así es, pero hay que hacerlo. Todos tenemos que contribuir en lo que podamos. -El anciano miró su reloj-. De hecho, tengo que salir para allí dentro de pocos minutos. Debo hacer mi ronda.

– ¿Tiene a muchos pacientes allí?

– Eso varía. Quince, a veces veinte. Muchos de ellos están en fase terminal. Algunos son problemas especiales, Soldados que han tenido colapsos nerviosos, a veces algunos pilotos, ya sabe cómo son esas cosas.

– Desde luego que lo sé -asintió Devlin-. Me sentí un tanto interesado cuando, hace un rato, al pasar, vi entrar a una pareja de policías militares. Me pareció extraño. Quiero decir, no es habitual ver a la policía militar entrando en un hospicio.

– Ah, bueno, pero hay una razón que lo explica. Ocasionalmente tienen a algún extraño prisionero de guerra alemán en el piso de arriba. No conozco las circunstancias, pero suele tratarse de casos especiales.

– Oh, ahora comprendo la presencia de la policía militar. Debe de haber alguno ahora, ¿verdad?

– Sí, un coronel de la Luftwaffe. Un hombre bastante agradable. Incluso he logrado convencerle para que asista a misa por primera vez en muchos años.

– Interesante.

– Bueno, tengo que marcharme.

El anciano se levantó para ponerse la gabardina y Devlin le ayudó a hacerlo. Al salir a la iglesia, le dijo: