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– He estado pensando, padre Martin, que aquí estoy yo, sin nada que hacer, y usted con tantas cosas de las que ocuparse. Quizá podría echarle una mano. Escuchar algunas confesiones por usted, al menos.

– Eso es extraordinariamente amable por su parte -dijo el padre Martin.

Raras veces se había sentido Liam Devlin más rastrero en toda su vida, pero a pesar de todo siguió desplegando su juego.

– Y me encantaría ver algo del trabajo que realiza usted en el priorato.

– Nada más sencillo. Acompáñeme -dijo el anciano bajando él primero los escalones.

La capilla del priorato estaba todo lo fría que uno podía imaginar. Avanzaron hacia el altar y Devlin comentó:

– Parece muy húmeda. ¿Es que hay algún problema?

– Sí, la cripta lleva varios años inundada, a veces de forma grave, pero no se dispone de dinero para arreglarla.

Devlin vio entre las sombras de un rincón alejadola recia puerta de roble cubierta con bandas de hierro.

– ¿Es por ahí por donde se baja a la cripta?

– Sí, pero ya nadie baja.

– En cierta ocasión vi una iglesia francesa que tenía el mismo problema. ¿Podría echar un vistazo?

– Si quiere…

La puerta tenía el cerrojo echado. Lo corrió y se aventuró a bajar la mitad de los escalones. Al encender el mechero vio el agua oscura alrededor de las tumbas y lamiendo la reja. Retrocedió y cerró la puerta.

– Dios mío, es cierto, no puede hacerse gran cosa -dijo.

– Sí. Bueno, asegúrese de volver a correr el cerrojo: -dijo el anciano-. No queremos que nadie baje por ahí. Podría hacerse daño.

Devlin corrió el cerrojo con energía y el fuerte sonido arrancó ecos que se extendieron por toda la capilla; luego, lo hizo retroceder de nuevo, sin hacer ruido. La puerta, situada en un rincón, estaba envuelta en sombras; sería extraordinario que alguien se diera cuenta de que estaba abierta. Regresó junto al padre Martin y avanzaron por el ala, hacia la puerta exterior. Al abrirla, la hermana María Palmer salía de su despacho.

– Ah, está aquí -dijo el padre Martin-. Miré en su despacho cuando llegamos, pero no la encontré. Le estaba mostrando la capilla al padre Conlon… -Se echó a reír y corrigió-: Empezaré de nuevo. Le estaba mostrando la capilla al mayor Conlon. Va a acompañarme en mis rondas.

– Lo de padre me parece perfectamente bien -dijo Devlin estrechando la mano de la hermana-. Es un placer, hermana.

– El mayor Conlon fue herido en Sicilia.

– Entiendo. ¿Le han dado un puesto en Londres? -preguntó ella.

– No…, todavía estoy de baja por una herida de guerra. Estoy pasando unos días en el vecindario. Sólo estoy de paso y conocí al padre Martin en su iglesia.

– Ha sido lo bastante amable como para ofrecerme su ayuda en la iglesia, para escuchar confesiones -dijo Martin.

– Eso está bien. Usted necesita un descanso. Haremos las rondas juntos. -Empezaron a subir la escalera y ella añadió-: Y, a propósito, el teniente Benson se ha marchado con un permiso de tres días y ha dejado al mando a ese joven sargento, ¿cómo se llama? Morgan, ¿verdad?

– ¿El muchacho galés? -dijo Martin-. Anoche pasé a ver a Steiner. ¿Lo ha visto usted?

– No, después de que usted se marchara tuvimos un ingreso de urgencias, y no tuve tiempo. Pero le veré ahora. Confío en que la penicilina esté eliminando finalmente los últimos vestigios de esa infección en el pecho.

Empezó a subir la escalera delante de ellos, con energía, balanceando las faldas, seguida por Devlin y Martin.

Fueron avanzando poco a poco de una habitación a otra, quedándose un rato en alguna de ellas para hablar con los pacientes. Había transcurrido media hora antes de que llegaran al piso superior. El policía militar de servicio ante la mesa y la puerta exterior se puso en pie de un salto y saludó automáticamente al ver el uniforme de Devlin. Otro policía militar abrió la puerta y cruzaron el umbral.

El joven sargento, sentado en la habitación de Benson, se puso en pie y salió. -Hermana…, padre Martin. -Buenos días, sargento Morgan -le saludó la hermana María Palmer-. Quisiéramos ver al coronel Steiner.

Morgan miró el uniforme de Devlin y vio su alzacuello.

– Comprendo -dijo, un tanto indeciso. -El mayor Conlon nos acompaña en las visitas -le informó ella.

Devlin extrajo su cartera y sacó el falso pase del departamento de Guerra que le había proporcionado la gente de Schellenberg, el que le garantizaba un acceso ilimitado a toda clase de dependencias militares y hospitalarias. Se lo tendió al sargento.

– Confío en que esto le parezca suficiente, sargento.

Morgan lo examinó.

– Sólo anotaré los detalles para la hoja de admisión, señor -dijo. Una vez lo hubo hecho, le devolvió el pase-. Si quieren seguirme…

Abrió el camino hasta el final del pasillo, asintió con un gesto y el policía militar de servicio abrió con llave la puerta. La hermana María Palmer entró en la habitación, seguida por el padre Martin y el propio Devlin. La puerta se cerró tras ellos,

Steiner, que estaba sentado junto a la ventana, se levantó.

– ¿Cómo está hoy, coronel? -preguntó la hermana María Palmer.

– Muy bien, hermana.,

– Siento mucho no haber podido pasar a verle anoche. Tuve una emergencia, pero el padre Martin me dice que sí pasó por aquí.

– Como es habitual en él -asintió Steiner.

– Y, a propósito -dijo el anciano-, le presento al mayor Conlon que, como verá, es un capellán del ejército. Está de baja. Al igual que usted, ha sido herido recientemente.

Devlin sonrió amistosamente y extendió la mano.

– Es un placer, coronel.

Kurt Steiner, haciendo uno de los esfuerzos más supremos de toda su vida, se las arregló para mantener un rostro inexpresivo.

– Mayor Conlon. -Devlin le estrechó la mano con fuerza y Steiner preguntó-: ¿Estuvo en algún sitio interesante? Quiero decir, donde lo hirieron, claro.

– En Sicilia -contestó Devlin.

– Una dura campaña.

– Ah, bueno, en realidad no me enteré mucho. Recibí lo mío ya en el primer día. -Se dirigió a la ventana y miró hacia la carretera que corría junto a la orilla del Támesis-. Disfruta de una buena vista desde aquí. Puede ver directamente hacia esos escalones y esa pequeña playa, y contemplar el paso de los barcos. Al menos tiene algo que mirar.

– Me ayuda a pasar el tiempo;

– Bueno -dijo la hermana María Palmer llamando a la puerta-, ahora tenemos que marcharnos.

El padre Martin puso una mano sobre el hombro de Steiner.

– No olvide que esta noche estaré en la capilla a las ocho para escuchar confesiones. Todos los pecadores son bienvenidos.

; -Vamos, padre -intervino Devlin-, ¿no me dijo que yo me encargaría de aliviar algunas de sus cargas? Seré yo quien esta noche se siente en el confesionario. -Se volvió a mirar a Steiner-. Pero, desde luego, sigue usted siendo bienvenido, coronel.

– ¿Está seguro de que no le importará? -preguntó el padre Martin.

– A mí me parece una idea excelente -intervino la hermana María Palmer al tiempo que se abría la puerta.

Avanzaron por el pasillo y Morgan les abrió la puerta exterior.

– Sólo una cosa -dijo el padre Martin-. Yo suelo empezar a las siete. Los policías militares bajan a Steiner a las ocho porque a esa hora ya se han marchado todos los demás. Lo prefieren de ese modo.

– ¿Así que es el último al que ve?

– En efecto.

– Bueno, no es ningún problema -le aseguró Devlin.

Llegaron al vestíbulo y el portero les entregó sus gabardinas.

– Entonces, le veremos esta noche, mayor -dijo la hermana María Palmer.

– Así lo espero -asintió Devlin, bajando los escalones en compañía del anciano sacerdote.

– Que Dios nos ayude. Has hecho como Daniel metiéndose en la cueva del león -dijo Ryan-, Tienes el descaro del viejo Nick.