– Bueno, el caso es que ha funcionado -admitió Devlin-. Pero no quisiera tener que permanecer mucho más tiempo rondando por aquí. Eso sería como invitar a que se produzcan problemas.
– Pero ¿volverás esta noche?
– Tengo que hacerlo. Es mi única oportunidad de hablar adecuadamente con Steiner.
Mary, que estaba sentada ante un extremo de la mesa, encogida, dijo:
– Pero, señor Devlin, sentarse allí, en el confesionario, y escuchar las confesiones de la gente y de algunas de las monjas…, eso es un pecado mortal.
– No tengo ninguna otra alternativa, Mary. Es algo que hay que hacer. No me gusta nada engañar a ese pobre y bondadoso anciano, pero no puedo hacer otra cosa.
– De todos modos, sigo pensando que eso es hacer algo terrible.
La muchacha abandonó la habitación, regresó al cabo de un momento llevando un impermeable y salió al exterior.
– A veces, tiene temperamento -comentó Ryan.
– Eso no importa. Ahora tenemos cosas que discutir, como por ejemplo mi entrevista con Carver en el muelle Black Lion. ¿Podríamos llegar allí en tu bote?
– Conozco bien esa zona. Tardaremos unos treinta minutos. Dijiste que a las diez, ¿verdad?
– Me gustaría estar antes si fuera posible, aunque sólo sea para echarle un vistazo a la situación.
– Bien, en tal caso saldremos a las nueve. Seguramente habrás vuelto antes del priorato.
– Creo que sí -dijo Devlin encendiendo un cigarrillo-. No puedo ir a Shaw Place en tu taxi, Michael. Un taxi de Londres parecería totalmente fuera de lugar en las marismas Romney. Y en cuanto a esa camioneta Ford que tienes, ¿se encuentra en buen estado?
– Sí. Como ya te dije, la utilizo de vez en cuando.: -Una cosa muy importante -dijo Devlin-. Una vez que saque a Steiner, nos moveremos, y lo haremos con rapidez. Dos horas para llegar a Shaw Place, donde ya estará esperándonos el avión, y habremos partido antes de que las autoridades se hayan dado cuenta de nada. Esa noche necesitaré la camioneta y sólo para un viaje de ida. Sería una buena idea quetú acudieras a recogerla.
– La acepté hace un par de años en pago de una deuda de un comerciante de Brixton -dijo Ryan con una sonrisa-. La documentación del coche tiene los datos tan sucios que casi no se distinguen, y lo mismo sucede con la matrícula. No hay forma de que nadie le siga la pista hasta mí, y está en buen estado. Ya sabes lo que soy capaz de hacer con los motores. Son mi afición.
– Ah, bueno, entonces te daré algo extra por eso -dijo Devlin levantándose-. Y ahora iré a hacer las paces con tu sobrina.
Ella estaba sentada bajo el toldo de la lancha motora, enfrascada de nuevo en la lectura.
– ¿De qué se trata esta vez? – preguntó él.
– El tribunal de medianoche -contestó ella de malagana.
– ¿En inglés o en irlandés?
– No tengo la versión irlandesa.
– Eso es una pena. En otros tiempos yo era capaz de recitarla toda en irlandés. Mi tío me regaló una Biblia por eso. El era sacerdote.
– Me pregunto qué habría dicho de haber sabido lo que va a hacer usted esta noche -dijo ella.
– Oh, sé muy bien lo que habría dicho -replicó Devlin-. Me habría perdonado.
Y tras decir esto, volvió a subir los escalones hacia la casa.
Devlin estaba sentado en el confesionario, vestido de uniforme, con una estola violeta alrededor del cuello. Escuchó con paciencia a las cuatro monjas y los dos pacientes que confesaron sus pecados. Lo que escuchó no fue nada tan terrible. Fueron, principalmente, pecados de omisión, o cuestiones tan nimias que apenas si valía la pena pensar en ellas, aunque parecían importantes para las personas anónimas que le hablaron desde el otro lado de la rejilla. Hizo honestamente todo lo que pudo por decir lo correcto, pero tuvo que hacer un verdadero esfuerzo. Su último cliente se marchó. Permaneció allí sentado, en silencio, y entonces se abrió la puerta de la capilla y escuchó el resonar de las botas del ejército sobre el suelo de piedra.
La puerta del confesionario se abrió y cerró. Desde la oscuridad, Steiner dijo:
– Bendígame, padre, porque he pecado.
– No tanto como yo, coronel -replicó Devlin encendiendo la luz y mirándolo a través de la rejilla.
– Señor Devlin -dijo Steiner-. ¿Qué han hecho con usted?
– Han introducido unos pocos cambios, sólo para alejar a los sabuesos -contestó Devlin pasándose las manos por el cabello gris-. ¿Cómo lo ha pasado usted?
– Eso no importa. Los británicos esperaban que usted apareciera. Vino a verme un tal brigadier Munro, jefe dé operaciones especiales. Me dijo que se había asegurado de que mi presencia en Londres fuera conocida en Berlín, pasando la información a través de un hombre que trabaja en la embajada española y que se llama Vargas.
– Lo sabía -dijo Devlin-. Ese bastardo.
– Me dijeron dos cosas. Que el general Walter Schellenberg estaba encargado de organizar mi huida y que esperaban que él le utilizara a usted. Le están esperando, confiando en echarle el guante.
– Sí, pero he dejado que la inteligencia británica maneje el asunto como ellos querían. Vargas sigue recibiendo mensajes pidiendo más información. Pensarán que yo continúo en Berlín.
– ¡Buen Dios! -exclamó Steiner.
– ¿Cuántos policías militares le han escoltado hasta aquí abajo?
– Dos. Habitualmente, Benson es uno de ellos, pero ahora está de permiso.
– Correcto. Voy a sacarle de aquí dentro de los próximos dos o tres días. Saldremos por la cripta. Está todo bastante bien organizado. Habrá una lancha motora esperándonos en el río. Después, haremos un viaje de un par de horas hasta un lugar donde seremos recogidos por un avión que nos llevará a Francia.
– Comprendo. Todo organizado hasta el último detalle, como la operación Águila, pero recuerde cómo terminó eso.
– Ah, sí, pero esta vez soy yo quien está al mando -dijo Devlin con una sonrisa-. La noche en que nos larguemos, bajará usted a confesarse, como ha hecho esta noche. A la hora habitual.
– ¿Cómo lo sabré?
– Desde su ventana se observa una buena vista, incluyendo los escalones que conducen a la pequeña playa del Támesis, ¿lo recuerda?
– Ah, sí.
– El día que decidamos marcharnos habrá una muchacha joven de pie junto al muro, en el más alto de esos escalones. Llevará una boina negra y un viejo impermeable. Estará allí exactamente al mediodía, así que a esa hora vigile cada día el lugar. Además, esa muchacha cojea de modo muy pronunciado, coronel. No podrá equivocarse.
– De modo que, si la veo, ¿quiere decir que huiremos esa misma noche? -preguntó Steiner con vacilación-. ¿Y los policías militares?
– No son más que un detalle a tener en cuenta -contestó Devlin-, Confíe en mí. Y ahora rece tres avemarías y dos padrenuestros y ya puede marcharse.
Apagó la luz. La puerta se abrió, se escuchó un murmullo de voces y el sonido de las botas que se alejaban; se abrió la puerta de la capilla y luego volvió a cerrarse.
Devlin salió del confesionario y avanzó hasta el altar.
– Que Dios me perdone -murmuró.
Comprobó que el cerrojo de la puerta que daba a la cripta seguía abierto y luego entró en la sacristía, se puso la trinchera militar y se marchó.
Ryan permaneció en la puerta, mientras Devlin se cambiaba con rapidez, quitándose el uniforme y poniéndose unos pantalones oscuros y un suéter. Se levantó la pernera derecha del pantalón y se ató la tobillera, cubriéndola en parte con el calcetín. Introdujo la Smith Wesson del 38 y se bajó la pernera del pantalón.
– Por si acaso -dijo.
Tomó la vieja chaqueta de cuero que Ryan le había prestado y se la puso. Luego abrió la maleta, tomó un paquete de billetes de cinco libras y se lo metió en el bolsillo interior.
Bajaron la escalera y encontraron a Mary sentada ante la mesa de la cocina, leyendo.