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– ¿Té? -preguntó ella-, ¿O prefiere algo más fuerte?

– No, té me parece perfecto.

Dejó la caja sobre la mesa, con cuidado, junto con la bolsa en la que guardaba las lámparas de bicicleta, mientras ella hervía el agua y preparaba el té con rapidez, tan excitada y nerviosa que vertió el agua antes de que ésta hubiera hervido adecuadamente.

– Oh, lo he estropeado.

– No, no importa. Está caliente, ¿verdad? -dijo Devlin.

Se sirvió un poco de leche y ella se sentó en el otro lado de la mesa, con los brazos cruzados por debajo de los pechos y los ojos muy brillantes, sin dejar de mirarle.

– No puede imaginarse lo extraordinariamente emocionante que es todo esto. No me sentía tan excitada desde hacía muchos años.

Aquella mujer era como el personaje de una mala obra de teatro, como la hija del duque que entra por las puertas de cristal que dan al jardín, vestida con los pantalones de montar y hablando atropelladamente con todos los presentes.

– ¿Ha estado en Alemania recientemente? -preguntó ella.

– Oh, sí -le contestó Devlin-. Apenas el otro día estaba en Berlín.

– Qué maravilloso poder formar parte de todo eso. La gente aquí es muy complaciente. No comprenden lo que el Führer está haciendo por Alemania.

– Podría decirse que por toda Europa -replicó Devlin.

– Exactamente. Fortaleza, en sentido de propósito bien definido, disciplina. Mientras que aquí… -Emitió una risita despreciativa-. Ese estúpido borracho de Churchill no tiene ni la menor idea de lo que está haciendo. No hace más que cometer errores, uno tras otro.

– Ah, sí, pero eso es lo que se esperaba de él, ¿no le parece? -dijo Devlin con sequedad-. ¿Cree usted que podríamos echar un vistazo por los alrededores? Me gustaría ver el viejo cobertizo que utilizó usted para su Tiger Moth y contemplar el prado sur.

– Desde luego. -Se puso en pie con tanta rapidez que tiró la silla. La levantó y añadió-: Me pondré un abrigo.

El prado era más grande de lo que él había esperado y se extendía hasta una hilera de árboles que se divisaban en la distancia.

– ¿Qué longitud tiene? -preguntó Devlin-, ¿Doscientos cincuenta o trescientos metros?

– Oh, no -contestó ella-. Alcanza más bien los trescientos cincuenta. La hierba es muy corta porque se lo alquilamos a un granjero local, que lo utiliza para sus ovejas, pero ahora se las ha llevado al mercado.

– Por k› visto, usted solía utilizarlo en los viejos tiempos para despegar y aterrizar, ¿verdad?

– Así es. Eso fue cuando tenía mi pequeño Tiger Moth. Era muy divertido.

– ¿Y utilizaba el cobertizo que se ve allí como hangar?

– Así es. Se lo enseñaré.

El lugar era bastante grande pero, como tantas otras cosas que había observado, las enormes puertas macizas habían conocido mejores tiempos; la putrefacción era evidente, y faltaban algunas planchas. Devlin la ayudó a abrir ligeramente una de ellas para poder echar un vistazo. En un rincón vio un tractor oxidado, y un montón de heno mohoso al fondo. Por lo demás, el cobertizo estaba vacío y las gotas de lluvia se introducían por entre los agujeros del techo.

– ¿Quiere guardar un avión aquí? -le preguntó ella.

– Sólo durante un corto espacio de tiempo, para que no esté a la vista. Será un Lysander. No es demasiado grande. Podrá guardarse aquí y no causará problemas.

– ¿Cuándo, exactamente?

– Mañana por la noche.

– Dios mío, lleva usted las cosas muy de prisa.

– Sí…, bueno, el tiempo es importante.

Salieron y cerraron la puerta. En alguna parte, en la distancia, alguien disparó una escopeta.

– Es mi hermano -dijo ella-. Salgamos a su encuentro, ¿le parece? -Echaron a caminar por el prado y ella dijo-: Teníamos un amigo alemán que solía venir por aquí en los viejos tiempos. Se llamaba Werner Keitel. Volábamos por toda la zona, despegando desde aquí. ¿Sabe usted lo que ha sido de él?

– Resultó muerto en la Batalla de Inglaterra.

Ella sólo se detuvo un instante. Luego continuó.

– Sí, ya me imaginaba que le habría sucedido algo parecido.

– Lo siento -dijo Devlin.

– De eso hace ya mucho tiempo, mayor -dijo ella encogiéndose de hombros.

Luego, echó a caminar con mayor rapidez.

Siguieron un dique que avanzaba por entre pequeños juncos; fueNell la que apareció primero, chapoteando en el agua, brincando alrededor de ellos antes de alejarse de nuevo. Se escuchó otro disparo y poco después Shaw surgió por entre los juncos, en la distancia, y avanzó hacia donde ellos se encontraban.

– Mira esto, muchacha -exclamó sosteniendo en alto un par de conejos.

– Mira quién está aquí -dijo ella.

Se detuvo y luego volvió a acercarse.

– Conlon, mi querido amigo. Qué agradable verle. Discúlpeme si no le estrecho la mano. Las tengo ensangrentadas. -Actuaba como si le diera a Devlin la bienvenida a pasar un agradable fin de semana-. Será mejor regresar a casa y prepararle una copa.

Iniciaron el camino de regreso a lo largo del dique. Devlin contempló la extensión de juncos, interrumpidos por pequeñas lagunas.

– Es una zona muy desolada -comentó.

– Esto está muerto, amigo. Todo lo que hay en este condenado lugar está muerto. Aquí no hay más que lluvia, humedad y los fantasmas del pasado. Desde luego, las cosas fueron bien diferentes en tiempos de mi abuelo. En aquel entonces había veinticinco sirvientes, sólo en la casa. Y sólo Dios sabe los que habría en toda la propiedad. -Mientras seguían caminando, no dejó de hablar un solo instante-. Ahora, en cambio, la gente ya no quiere trabajar, ése es el problema. Todo esto está lleno de condenados bolcheviques. Eso es lo que más admiro del Führer, que ha introducido algo de orden en la vida de la gente.

– ¿Quiere decir que les obliga a hacer lo que se les dice? -preguntó Devlin. U -Exactamente, amigo mío, exactamente -asintió Shaw con entusiasmo.

Devlin instaló la radio en un pequeño estudio situado por detrás de la vieja biblioteca. Shaw había ido a tomar un baño y fue Lavinia quien le ayudó a instalar las antenas por las paredes de la habitación. Luego se quedó observándole atentamente, mientras el irlandés le explicaba cómo funcionaba el aparato.

– ¿Es muy diferente al que tuvieron antes? -preguntó él.

– Un poco más sofisticado, eso es todo.

– Y, en cuanto al código Morse, ¿lo recuerda todavía?

– Santo Dios, mayor Conlon, eso es algo que no se olvida nunca. Yo era una guía femenina cuando lo aprendí por primera vez.

– Muy bien -asintió Devlin-. Veamos entonces qué es capaz de hacer.

En la sala de radio de la Prinz Albrechtstrasse, Schellenberg estudió el primer mensaje de Devlin y luego se volvió a mirar a Use y Asa Vaughan.

– Increíble. Tiene la intención de sacar a Steiner mañana por la noche. Quiere que esté usted en Shaw Place a tiempo para despegar no más tarde de la medianoche.

– Entonces, será mejor que empecemos a movernos -le dijo Asa.

– Sí, claro. Bueno, el Lysander fue enviado ayer a Chernay -dijo Schellenberg-. Ahora ya sólo es cuestión de que nos desplacemos hasta allí. -Se volvió y le ordenó al operador de radio-: Envíe a Halcón el siguiente mensaje: «Cumpliremos sus requisitos. El momento de la partida se le confirmará mañana por la noche».

Empezó a retirarse cuando el operador dijo:

– Tenemos respuesta, general.

– ¿Qué dice? -preguntó Schellenberg volviéndose.

– Dice: «Es un placer hacer negocios con usted» -contestó el operador.

Schellenberg sonrió y salió de la sala de radio, seguido por Asa e Use Huber.

En el estudio, sentada ante el aparato de radio, Lavinia se volvió hacia él.