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– ¿Lo he hecho bien?

Su hermano estaba sentado ante la chimenea vacía, con un vaso de whisky en la mano.

– A mí me ha parecido estupendo -dijo.

– Ha sido usted excelente -dijo Devlin-. Este aparato es diferente al que arrojó usted al agua. La capacidad para establecer contacto directo vocal se reduce únicamente a unos cuarenta kilómetros de distancia. Esa es la razón por la que les di a ellos la lectura de frecuencia. La he ajustado y ahora todo lo que tiene que hacer es apretar el botón de puesta en marcha y ya está en contacto. Eso quiere decir que podrá hablar usted con el piloto cuando éste se encuentre cerca.

– Maravilloso. ¿Alguna otra cosa?

– En algún momento después de las siete se pondrán en contacto con usted desde la base francesa para confirmar la hora de salida, de modo que permanezca a la escucha. Después, tendrá que colocar las lámparas de bicicleta en el prado, tal como le he explicado.

– Así lo haré, puede estar tranquilo. -Se volvió a mirar a Shaw-. ¿No te parece maravilloso, querido?

– Fantástico, muchacha -dijo él con los ojos ya un tanto vidriosos y sirviéndose otro whisky.

Para entonces, Devlin ya había tenido bastante, así que se levantó.

– Yo tengo que marcharme ahora. Les veré mañana por la noche.

Shaw murmuró algo y Lavinia acompañó a Devlin de regreso a la cocina, donde él se puso el impermeable y el sombrero.

– ¿Él se encontrará bien? – preguntó Devlin mientras ella le acompañaba hasta la puerta de entrada a la casa.

– ¿Quién, Max? Oh, sí. No tiene que preocuparse por eso, mayor.

– Muy bien, hasta mañana entonces.

Empezó a llover mientras bajaba por el camino. No vio la menor señal de la camioneta. Permaneció allí de pie, con las manos metidas en los bolsillos. Transcurrieron treinta minutos antes de que apareciera.

– ¿Ha ido todo bien? -preguntó Ryan.

– Hemos pasado un rato maravilloso -le interrumpió Mary-. Rye es un lugar estupendo.

– Bien, me alegro por vosotros -dijo Devlin de mal humor-. Esos dos ni siquiera me han ofrecido algo que comer.

Asa estaba terminando de comer en la cantina cuando Schellenberg apareció de improviso, presuroso.

– Un ligero cambio de planes -dijo-. He recibido un mensaje diciendo que elReichsführer quiere verme. Lo interesante es que debo llevarle también a usted.

– ¿Para qué diablos?

– Parece ser que se le ha concedido la Cruz de Hierro de primera clase, y alReichsführer le gusta ponérsela él mismo a los oficiales de las SS.

– Me pregunto qué diría mi padre si lo supiera -dijo Asa-. Al fin y al cabo, yo fui a West Point, por el amor de Dios.

– La otra complicación es que elReichsführer está en Wewelsburg. Habrá oído hablar de ese sitio, ¿verdad?

– Es la idea del paraíso que tiene todo miembro de las SS. ¿Qué significa eso para nuestro programa de tiempo?

– No hay ningún problema. Wewelsburg dispone de un campo de aviación de la Luftwaffe a sólo quince kilómetros de distancia. Volaremos hasta allí en el Stork y después continuaremos hasta Chernay. – Schellenberg le echó un vistazo a su reloj-. La cita es a las siete y le gusta la más estricta puntualidad.

A las seis y media ya había oscurecido del todo sobre el Támesis cuando Ryan dirigió la lancha motora hacia la franja de guijarros.

– Quédate aquí sentada, esperando. No tardaremos mucho tiempo -le dijo a Mary.

Devlin tomó la bolsa de herramientas y la linterna.

– Está bien, pongámonos en marcha -dijo desembarcando por la borda.

El agua del túnel era más profunda de lo que había sido la vez anterior, y en un punto les llegó a la altura del pecho, pero siguieron vadeando y llegaron a la reja en muy pocos minutos.

– ¿Estás seguro de lo que vas a hacer? -preguntó Ryan.

– Michael, me dijiste que en tu opinión esto saldría con facilidad. ¿No te parece que yo quedaría como un estúpido si llegara mañana por la noche a sacar a Steiner y me encontrara con que esa condenada reja no quiere salir?

– Está bien, vamos a verlo -dijo Ryan.

– Y nada de ruidos. No quiero que alguien que pueda estar arrodillado ahí arriba, en la capilla, empiece a preguntarse qué está sucediendo aquí abajo.

Y eso fue precisamente lo que dificultó la operación más de lo que había previsto en un principio. La lenta y cuidadosa presión y forcejeo ejercidos entre los ladrillos de la obra de mampostería se tomó su tiempo. A veces, varios ladrillos caían al mismo tiempo, pero otras resultaba más difícil desprenderlos para liberar la reja. Tardaron media hora en terminar el trabajo en uno de los lados.

Después de quince minutos más de trabajo en el otro lado, Ryan admitió:

– Tenías razón, esta condenada reja está bien fija.

Tiró de la reja, con un movimiento enojado, y ésta se le vino encima. Devlin lo sujetó por un brazo y tiró de él hacia atrás, apartándolo de en medio, al mismo tiempo que, con la otra mano, contenía la caída de la reja, haciéndola descender con suavidad.

Tomó la linterna e iluminó el interior de la cripta. Luego se la tendió a Ryan.

– Sostenla mientra yo echo un vistazo dentro.

– Lleva cuidado de dónde pones los pies ahora.

Devlin penetró por el hueco y vadeó hacia el interior. Allí, el agua le llegaba ahora hasta los sobacos y cubría las tapas de piedra de las tumbas. Avanzó con cuidado hasta los escalones y empezó a subirlos. Una rata se escabulló a su lado y se sumergió en el agua. Se detuvo en el escalón superior. Luego, con mucha suavidad, giró la manija.

Escuchó el más leve de los crujidos y la puerta se abrió un poco. Pudo ver el altar, con la Virgen al otro lado, flotando en la luz de las velas. Asomó más la cabeza y miró con precaución. La capilla estaba desierta. En ese momento, se abrió la puerta exterior y entró una monja. Muy despacio, Devlin cerró la puerta y volvió a bajar los escalones.

– Perfecto -le dijo a Ryan al salir por el hueco-. Y ahora salgamos de aquí.

En la base de la Luftwaffe, Schellenberg dio órdenes para que repostaran el Stork, pusieran a su disposición el Mercedes y el chófer del comandante de la base, y emprendió el camino hacia Wewelsburg, acompañado por Asa. Empezó a nevar y, al aproximarse, pudieron contemplar Wewelsburg con toda claridad, con luces en las ventanas y sobre la puerta principal, con un total desprecio en cuanto a las normas de iluminación nocturna contra los ataques aéreos.

Asa levantó la mirada, admirando el castillo y sus torres bajo la nieve que había empezado a caer.

– ¡Dios mío! -exclamó con respeto-. Esto es increíble.

– Lo sé. -Schellenberg se inclinó hacia delante y cerró la división de cristal que los separaba del conductor de la Luftwaffe, para que éste no pudiera escuchar lo que dijeran-. Parece el escenario de una película. En la actualidad, es un retiro personal para elReichsführer, un centro de investigación racial y una especie de hogar de descanso para la élite de las SS.

– Pero ¿qué hacen aquí?

– ElReichsführer está obsesionado con el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda. Así que hace sentar alrededor de una mesa redonda a los doce lugartenientes en los que tiene depositada una mayor confianza. Son como sus caballeros, ¿comprende?

– Y supongo que usted no es uno de ellos, ¿verdad?

– Definitivamente, no. No, hay que ser un verdadero lunático para admitir el participar en esa clase de juegos. Tienen un salón monumental, con una esvástica en el techo, y un pozo en el que serán incinerados los restos de estos seres especiales. Hay doce pedestales y urnas a la espera de las cenizas.

– ¡Tiene que estar bromeando! -exclamó Asa.

– No, lo que le digo es cierto. Se lo mostraré si se nos presenta una oportunidad. -Schellenberg se echó a reír y sacudió la cabeza-. Y son personas como éstas las que manejan el destino de millones de seres.