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– .Entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Advertir a Rommel y a Canaris?

– En primer lugar, no sé dónde se encuentran, y aquí nos enfrentamos con una cuestión de credibilidad, Asa. ¿Por qué iban ellos a creerme? Sería mi palabra contra la delReichsführer de las SS.

– Vamos, general. Según Liam Devlin es usted un tipo muy astuto. Seguro que se le ocurrirá algo.

– Pondré en ello todo mi corazón -le prometió Schellenberg-. Pero, por el momento, concentrémonos en regresar a la base aérea y al Stork. Partiremos inmediatamente. Cuanto antes lleguemos a Chernay, mejor nos sentiremos.

12

Habitualmente, el policía militar de servicio le llevaba a Steiner una taza de té a las once de cada mañana. Llegó con cinco minutos de retraso, y encontró al alemán leyendo ante la ventana.

– Aquí tiene, coronel.

– Gracias, cabo.

– Supongo que preferiría café, ¿verdad, señor? -preguntó el cabo, a quien Steiner le caía bastante bien.

– Bueno, yo me eduqué aprendiendo a tomar té, cabo -le contestó Steiner-. Fui a la escuela aquí mismo, en Londres, en St. Paul.

– ¿De veras, señor?

Se volvió hacia la puerta y Steiner preguntó:

– ¿Ha regresado ya el teniente Benson?

– Tiene permiso hasta medianoche, señor, pero si le conozco bien diría que aparecerá esta misma tarde. Ya sabe cómo son estos oficiales jóvenes. Muy cumplidores. Andan a la búsqueda de ese segundo galón sobre sus hombreras.

Salió y el cerrojo se corrió con un sonido metálico. Steiner regresó a su asiento, junto a la ventana, a la espera del mediodía, como había hecho la mañana anterior, tomando té y tratando de esperar con paciencia.

Volvía a llover y sobre la ciudad se extendía un manto de niebla, tan densa que apenas si podía distinguir ya la otra orilla del río. Un mercante muy grande bajaba de los muelles de Londres, seguido por una hilera de gabarras. Los contempló durante un rato, preguntándose a dónde se dirigiría. Fue entonces cuando vio a la muchacha, justo como se la había descrito Devlin, con una boina negra y un impermeable destartalado.

Mary caminó cojeando sobre la calzada, con el cuello del impermeable subido y las manos bien metidas en los bolsillos. Se detuvo ante la entrada que conducía a la pequeña playa y se apoyó contra la pared, contemplando los barcos que avanzaban sobre el río. No miró hacia el priorato en ningún momento. Devlin había sido muy explícito en cuanto a eso. Se limitó a quedarse allí, observando el río durante diez minutos. Luego se dio media vuelta y se alejó.

Steiner percibió una gran excitación y tuvo que sujetarse a los barrotes de la ventana para no perder el equilibrio. En ese momento se abrió la puerta tras él y reapareció el cabo.

– Si ha terminado ya, mi coronel, le retiraré la bandeja.

– Sí, ya he terminado, gracias. -El policía militar tomó la bandeja y se volvió hacia la puerta-. Ah, no sé quién estará de servicio esta tarde, pero quisiera bajar a confesarme -dijo Steiner.

– Muy bien, señor. Tomaré nota de ello. A las ocho, como la otra vez.

Salió y cerró la puerta. Steiner se quedó escuchando el sonido producido por sus botas al alejarse por el pasillo. Luego se volvió hacia la ventana y se sujetó de nuevo a los barrotes.

– Y ahora recemos, señor Devlin -dijo en voz baja-. Ahora, recemos.

Cuando Devlin entró en St. Patrick llevaba la trinchera militar y el uniforme. No estaba muy seguro de saber por qué había acudido. Supuso que volvía a tratarse de una cuestión de conciencia, o quizá sólo pretendía atar los últimos cabos. Lo cierto era que no podía marcharse sin intercambiar unas palabras con el anciano sacerdote. Lo había utilizado, era muy consciente de ello, y eso no le sentaba nada bien. Pero lo peor sería el hecho de que volverían a encontrarse por última vez en la capilla de St. Mary, aquella misma noche. Eso era algo que no había forma de evitar, como tampoco podría evitar la pena que causaría.

La iglesia estaba en silencio, y sólo vio al padre Martin en el altar, arreglando unas flores. El anciano se volvió al escuchar sus pasos y una expresión de genuino placer apareció en su rostro.

– Hola, padre.

Devlin se las arregló para esbozar una sonrisa.

– Sólo he pasado para decirle que debo seguir mi camino. Esta mañana he recibido mis órdenes.

– Eso ha sido algo inesperado, ¿verdad?

– Sí, bueno, vuelven a ingresarme -mintió Devlin casi hablando entre dientes-. Tengo que presentarme en un hospital militar en Portsmouth.

– Vaya, en fin, como suele decirse, estamos en guerra.

– Sí, la guerra -asintió Devlin-. La condenada guerra, padre. Está durando demasiado tiempo y todos nosotros nos vemos obligados a hacer cosas que • normalmente no haríamos. A todos los soldados nos ocurre lo mismo, independientemente del lado en que se esté. Cosas que nos avergüenzan.

– Parece usted muy preocupado, hijo mío -dijo el anciano con suavidad-, ¿Puedo ayudarle de alguna forma?

– No, padre, no esta vez. Hay ciertas cosas que uno tiene que vivir por sí mismo. -Devlin extendió una mano y el anciano sacerdote se la estrechó-. Ha sido un verdadero placer para mí, padre.

– Y también para mí -dijo el padre Martin.

Devlin se dio media vuelta y se alejó, cerrando con un portazo. El anciano se quedó allí por un momento, con una expresión desconcertada. Después, se volvió y continuó arreglando sus flores.

A las cuatro de la tarde, cuando Schellenberg salió en busca de Asa, en Chernay había un pequeño atisbo de neblina. Encontró al piloto en el hangar, junto al Lysander, en compañía del sargento de vuelo Leber.

– ¿Cómo está? -preguntó Schellenberg.

– Perfecto, general -le dijo Leber-. No podría estar en mejores condiciones. -Sonrió y añadió-: Naturalmente, elHauptsturmführer acaba de comprobarlo todo por quinta vez, pero eso es comprensible.

El Lysander mostraba las insignias de la RAF, colocadas sobre tiras de lona, tal como había solicitado Asa, y la esvástica del timón de cola había sido tapada con una lona negra.

– Naturalmente, no hay ninguna garantía de que no se desprendan durante el vuelo -dijo Asa-. Tendremos que mantener los dedos cruzados para que eso no suceda.

– ¿Y el tiempo? -preguntó Schellenberg.

– Incierto -contestó Leber-. La visibilidad podría ser restringida. Hay un par de frentes conflictivos que están penetrando. He comprobado la situación con nuestra base en Cherburgo, y la verdad es que se trata de una de esas ocasiones en que no se sabe muy bien qué puede pasar.

– Pero ¿el avión está preparado?

– Oh, sí -contestó Asa-. Una de las cosas buenas que tiene esta belleza es que está dotada de un depósito de emergencia. Supongo que la RAF lo hizo así en previsión de la clase de misiones a las que estaba destinado. Eso me permite una autonomía de vuelo de hora y media, y gracias a los servicios de inteligencia de la Luftwaffe en Cherburgo, puedo sintonizar mi radio con la frecuencia de la RAF una vez que me haya aproximado a la costa inglesa.

– Bien. Salgamos a dar un paseo. Tengo ganas de tomar el aire.

Caía una fina llovizna. Caminaron por el campo y Schellenberg se dedicó a fumar un cigarrillo, guardando silencio durante un rato. Llegaron al final y se apoyaron sobre una verja, mirando hacia el mar.

– ¿Se siente bien respecto a lo que va a hacer? -preguntó Schellenberg al cabo de un rato.

– ¿Se refiere al viaje? -replicó Asa encogiéndose de hombros-. El vuelo en sí no me preocupa. Lo problemático es la situación que pueda encontrar al otro lado.