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– Ah, bueno, pero un hombre tiene derecho a divertirse un poco. -Extrajo un cigarrillo de una pitillera de plata y me ofreció uno-. En cualquier caso, ¿a qué debo el placer de su visita?

– ¿Le dice algo el nombre de Dougal Munro? -pregunté.

Sus ojos se abrieron, con una expresión de asombro.

– ¿Con qué demonios se ha encontrado usted ahora? Hacía muchos años que no escuchaba pronunciar el nombre de ese viejo bastardo.

– ¿Y el de Schellenberg?

– ¿Walter Schellenberg? Ése sí que habría sido un personaje para usted. Llegó a general a la edad de treinta años. Pero ¿qué significa esto? ¿Schellenberg…, Munro?

– ¿Y Kurt Steiner? -seguí preguntando-. Un hombre que, según todo el mundo, incluido usted mismo, murió tratando de desembarazarse de Churchill en la terraza de Meltham House.

Devlin se tomó un buen trago de whisky y sonrió amistosamente.

– Siempre he sido un terrible embustero. Y ahora, dígame, ¿a qué viene todo esto?

Así que le hablé de Ruth Cohén, de la carpeta secreta y su contenido, y de todo lo que había ocurrido después, mientras él me escuchaba con suma atención. Una vez que hube terminado, dijo:

– Muy conveniente la muerte de esa joven. En eso tiene usted razón.

– Lo que no deja que la situación tenga buenas perspectivas para mí.

Se produjo entonces una explosión, no lejos de donde nos encontrábamos, y cuando él se levantó y abrió la puerta que daba al patio trasero, se escuchó el traqueteo de armas de fuego cortas.

– Parece que va a ser una noche movidita -comenté.

– Oh, sí, lo será. En estos momentos es mucho mejor no andar suelto por las calles.

Cerró la puerta y se volvió a mirarme.

– Los datos contenidos en esa carpeta, ¿son ciertos?

– Es una buena historia.

– A grandes rasgos.

– ¿Significa eso que le gustaría conocer el resto?

– Necesito conocerlo.

– ¿Por qué no? -replicó con una sonrisa, se sentó ante la mesa y extendió la mano hacia la botella de Bushmills-. Claro. Además, eso me impedirá hacer travesuras durante un rato. Y ahora, ¿por dónde quiere que empiece?

Berlín – Lisboa – Londres 1943

2

El piso del brigadier Dougal Munro sólo estaba a diez minutos andando del cuartel general del SOE en Londres, en la calle Baker. Como jefe de la sección D, tenía que estar localizable las veinticuatro horas del día y, además, el teléfono normal tenía una línea de seguridad directa a su despacho. Fue ese teléfono particular el que contestó aquella tarde de últimos de noviembre, mientras estaba sentado frente a la chimenea, trabajando en unos expedientes.

– Aquí Cárter, brigadier. Acabo de regresar de Norfolk.

– Bien -le dijo Munro-. Venga a verme de camino para casa y cuénteme lo ocurrido.

Colgó el teléfono y se levantó para prepararse un whisky de malta. Era un hombre bajo y fuerte, de aspecto poderoso, con el cabello blanco y gafas con montura de acero. No era estrictamente mi profesional, y su rango de brigadier lo ostentaba por simples motivos de autoridad en ciertos lugares y a la edad de sesenta y cinco años, una edad a la que la mayoría de los hombres tenían que enfrentarse a la jubilación, incluso en Oxford. Lo cierto era que la guerra le había salvado. Aún estaba pensando en ello cuando sonó el timbre de la puerta. Acudió a abrir y dejó entrar al capitán Jack Cárter.

– Parece estar helado, Jack. Puede servirse una copa.

Jack Cárter apoyó el bastón contra una silla y se quitó el abrigo. Vestía el uniforme de capitán de los Green Howards, con la cinta de la Cruz Militar entre los distintivos. Su pierna postiza era un legado de Dunquerque, y cojeó ostentosamente al acercarse al armario donde estaban las botellas, sirviéndose un whisky.

– Bien, ¿cuál es la situación en Studley Constable? -preguntó Munro.

– Las cosas han vuelto a la normalidad, señor. Todos los paracaidistas alemanes han sido enterrados en una fosa común, en el cementerio de la iglesia.

– No habrán puesto ninguna identificación, ¿verdad?

– No por el momento, pero los habitantes de ese pueblo resultan un tanto extraños. En realidad, parecen tener una opinión muy elevada de Steiner.

– Sí, bueno, uno de sus sargentos resultó muerto al tratar de salvar la vida de dos niños del pueblo que se cayeron en la corriente del molino. De hecho, fue esa acción lo que echó a perder su camuflaje y provocó el fracaso de toda la operación.

– Además -añadió Cárter-, dejó que los habitantes del pueblo se marcharan antes de que empezara lo peor del combate.

– Exactamente. ¿Ha conseguido el expediente sobre él?

Cárter tomó su cartera de mano y extrajo un par de hojas grapadas. Munro las examinó.

– Oberstleutnant Kurt Steiner, de veintisiete años de edad. Ha hecho una carrera notable. Creta, norte de África, Stalingrado. Posee la Cruz de Caballero con Hojas de Roble.

– Siempre me ha intrigado su madre, señor. Una persona muy conocida en la sociedad de Boston. Lo que allá se conoce como una «brahmin de Boston».

– Todo eso está muy bien, Jack, pero no olvide que su padre fue un general alemán, y condenadamente bueno. Y ahora, ¿qué pasa con Steiner? ¿Cómo está?

– No parece haber razones para dudar de una recuperación completa. Justo en las afueras de Norwich hay un hospital de la RAF para las tripulaciones de bombarderos con problemas de quemaduras. Antes era un asilo. Tenemos a Steiner allí, con una guardia de seguridad. La cobertura es que se trata de un piloto de la Luftwaffe que ha sido derribado. Ha resultado muy conveniente que los paracaidistas alemanes y las tripulaciones de la Luftwaffe tengan más o menos el mismo uniforme.

– ¿Y sus heridas?

– Tuvo mucha suerte, señor. Una bala le alcanzó en el hombro derecho, por detrás. La segunda estaba destinada directamente al corazón, pero se desvió al chocar con el esternón. El cirujano no cree que tarde mucho en recuperarse, sobre todo porque su estado físico es excelente.

Munro se levantó y se preparó otra pequeña copa de whisky.

– Repasemos lo que sabemos, Jack. Todo ese condenado asunto, el complot para raptar a Churchill, la planificación. ¿Todo eso se hizo sin el conocimiento del almirante Canaris?

– En efecto, señor. Al parecer, todo fue obra de Himmler. Presionó a Max Radl, en el cuartel general del Abwehr, para que lo planificara a espaldas del almirante. Eso es, al menos, lo que nos han asegurado nuestras fuentes en Berlín.

– Y, sin embargo, ¿él lo sabe todo ahora? -preguntó Munro-, Me refiero al almirante.

– Parece que así es, señor, y no se ha sentido precisamente complacido aunque, desde luego, ya no puede hacer nada al respecto. No puede echar a correr para contárselo al Führer.

– Y tampoco puede hacerlo Himmler -dijo Munro-, y mucho menos cuando ese proyecto se montó sin el conocimiento del Führer.

– Claro que Himmler le entregó a Max Radl una carta de autorización firmada por el propio Hitler -dijo Cárter.

– Que se proponía hacerle firmar a Hitler, Jack. Apostaría a que esa carta fue lo primero que acabó en el fuego. No, Himmler no querrá dar a conocer lo ocurrido.

– Y nosotros no es que queramos ver publicada la noticia en la primera página delDaily Express, ¿verdad, señor? Imagínese, paracaidistas alemanes tratando de apoderarse del primer ministro, muertos en combate con rangers estadounidenses en un pueblo inglés.

– Sí, no creo que esa noticia ayudara precisamente al esfuerzo de guerra. -Munro volvió a mirar el expediente-. Ese tipo del IRA, Devlin, parece todo un personaje. ¿Y dice que, según su información, resultó herido?