Выбрать главу

– Eso ya lo veo. La cuestión es: ¿qué andaba haciendo aquí ese tal Conlon?

– Era un hombre de aspecto agradable, señor, con el cabello gris y gafas. Parecía como si lo hubiera pasado mal. Ah, y tenía una Cruz Militar, señor.

– Bueno, pero eso podría significar cualquier cosa -dijo Benson de mal humor-. Ahora voy a ver a la hermana.

Ella estaba en su despacho cuando él llamó y entró. La hermana María Palmer levantó la mirada y le sonrió.

– ¿Ya ha vuelto? ¿Ha pasado bien su permiso?

– Sí, no ha estado mal. ¿Está el padre Martin por aquí?

– Acaba de entrar en la capilla para escuchar las confesiones. ¿Puedo ayudarle en algo?

– Mientras yo estuve fuera vino por aquí un tal mayor Conlon.

– Ah, sí, el capellán del ejército. Un hombre muy agradable. Estaba de baja por herida de guerra. Tengo entendido que fue herido en Sicilia el año pasado.

– Sí, pero ¿qué estaba haciendo aquí?

– Nada. Apareció por aquí y sustituyó al padre Martin durante una noche. El padre Martin no se ha sentido muy bien últimamente.

– ¿Y ha vuelto?

– No, por lo que me ha dicho el padre Martin, le han vuelto a llamar para que acuda a un hospital militar en Portsmouth. -Le miró con cierta expresión de extrañeza-. ¿Sucede algo?

– Oh, no, sólo que, cuando aparece un invitado inesperado con un pase del departamento de Guerra, a uno le gusta saber de quién se trata.

– Se preocupa usted demasiado -dijo la hermana.

– Probablemente. Buenas noches, hermana.

Pero la duda no acababa de abandonar sus pensamientos y en cuanto regresó a su despacho, en el piso de arriba, llamó por teléfono a Dougal Munro.

Jack Cárter se había marchado a pasar el día en York. Su tren no llegaría a Londres hasta las diez, de modo que Munro estaba trabajando a solas en su despacho cuando recibió la llamada. Escuchó pacientemente lo que Benson tuvo que decirle.

– Ha hecho usted muy bien al llamarme -dijo-. No me gusta la idea de que oficiales con pases del departamento de Guerra metan las narices en nuestros asuntos. Pero eso es lo que pasa cuando se utiliza un lugar como el priorato, Benson. Esos religiosos no se comportan como las demás personas.

– Tengo anotados aquí, en la hoja de admisión, los detalles descriptivos de Conlon. ¿Quiere saberlos, señor?

– Mire, yo terminaré aquí dentro de poco y luego me marcharé a casa -le dijo Munro-. En cuanto pueda pasaré a verle. Dentro de una hora y media más o menos.

– Le espero entonces, señor.

Benson colgó el teléfono y el cabo Smith, que estaba de pie ante la puerta, le dijo:

– El coronel Steiner pidió bajar a la capilla para confesarse, señor.

– ¿Y qué demonios tiene que confesar si se pasa todo el tiempo encerrado aquí? -replicó Benson.

– A las ocho de la noche, señor, como la otra vez. ¿Quiere que le acompañe con el cabo Ross?

– No -dijo Benson-, le acompañaremos los dos. Estoy esperando al brigadier Munro, pero no llegará hasta después de las ocho y media. Y ahora, tomemos una taza de té.

En Chernay, los elementos estaban decididamente en contra de ellos, con la lluvia y la niebla procedentes del mar y echándoseles encima. Schellenberg y Asa Vaughan estaban en la sala de radio, esperando, mientras el sargento de vuelo Leber comprobaba la situación con Cherburgo. Regresó junto a ellos al cabo de un momento.

– El avión del Führer aterrizó sin novedad, general. Justo a las seis, poco antes de que empezara a llover.

– ¿Y bien? ¿Cuál es el veredicto? -quiso saber Asa.

– En partes del canal encontrará vientos que soplan hasta con fuerza ocho.

– Demonios, me las puedo arreglar con el viento -exclamó Asa-. ¿Qué más dicen?

– Hay niebla en todo el sur de Inglaterra, desde Londres hasta la costa del canal. Y otra cosa, dicen que las cosas serán peor aquí durante la noche. -Le miró con expresión preocupada-. Si quiere que le sea franco, señor, me huele mal.

– No se preocupe, sargento. Encontraré un camino.

Asa y Schellenberg salieron al viento y a la lluvia, y se dirigieron presurosos a la cabaña que estaban utilizando. Schellenberg se sentó en una de las camas y sirvió una copa deSchnapps en una taza esmaltada.

– ¿Quiere tomar algo?

– Será mejor que no lo haga -dijo Asa encendiendo un cigarrillo.

Se produjo un silencio. Al cabo de un rato, Schellenberg dijo:

– Mire, si no cree que las condiciones sean adecuadas, si no quiere ir…

– No sea estúpido -le interrumpió Asa-, Pues claro que voy a ir. Devlin depende de mí. No puedo dejarle en la estacada. Lo del viento no me preocupa. Volé para los finlandeses durante uno de sus inviernos, ¿recuerda?, y allí soplan las ventiscas todos los días. Pero en cuanto a la niebla… Mire, despegar no representa ningún problema, pero aterrizar ya es otra cosa. Eso es lo que me preocupa, que no pueda encontrar dónde aterrizar una vez llegue allí. ¿ -En ese caso tendrá que regresar.

– Estupendo, sólo que, como nos ha informado Leber, las cosas no van a estar mucho mejor por aquí.

– Entonces, ¿qué quiere hacer?

– Marcharme en el último momento posible. Devlin quería que estuviese allí, preparado, para despegar a medianoche. Bien, hagámoslo lo más justo que podamos. No despegaré de aquí hasta las diez. Eso le dará al tiempo una oportunidad de cambiar.

– ¿Y si no cambia?

– Iré de todos modos.

– De acuerdo -asintió Schellenberg levantándose-, Enviaré ahora mismo una señal a Shaw Place en tal sentido.

Lavinia Shaw, sentada ante la radio instalada en el estudio, con los auriculares puestos, captó el mensaje. Les envió una rápida respuesta: «Mensaje recibido y comprendido». Se quitó los auriculares y se volvió. Su hermano estaba sentado ante el fuego de la chimenea, conNell tumbada a sus pies. Se dedicaba a limpiar la escopeta, con un vaso de escocés al lado.

– No despegarán hasta las diez, querido, debido a este condenado tiempo.

Se dirigió hacia las puertas de cristal, retiró las cortinas y abrió las ventanas, contemplando la niebla. Shaw se levantó y se situó a su lado.

– Pues yo hubiera dicho que una niebla densa como ésta era lo mejor para esta clase de aterrizaje secreto.

– No seas estúpido, Max. Esto es lo peor que podría sucederle a cualquier piloto. ¿No te acuerdas de aquella vez que no pude aterrizar en Helmsley, allá por el año treinta y seis? ¿No te acuerdas de que estuve dando vueltas y vueltas hasta que se me agotó el combustible y me estrellé contra aquel muro? Casi me mato.

– Lo siento, muchacha, ya se me había olvidado. -La lluvia empezó a salpicar la terraza, delante de ellos, visible a la luz procedente de la ventana-. Ahí lo tienes -dijo Shaw-. Eso debería ayudar a disipar la niebla. Y ahora cierra esa ventana y tomemos otra copa.

– ¿Lo tienes todo? -preguntó Michael Ryan cuando la lancha motora se acercó a la pequeña franja de guijarros.

Devlin llevaba puesto un mono y botas altas. Se palpó los bolsillos, revisándolo todo.

– Creo que todo está en perfecto orden.

– Desearía que me permitieras acompañarte -dijo Ryan.

– Esto es asunto mío, Michael, y, si surge el menor atisbo de problema, tú y Mary salid de aquí pitando. En cierto modo, esta condenada niebla es una bendición. -Se volvió y sonrió a Mary desde la oscuridad-. En eso tenías mucha razón.

Ella se irguió y le besó en la mejilla.

– Que Dios le bendiga, señor Devlin. Rezaré por usted.

– En ese caso, todo saldrá bien.

Y tras decir esto descendió de la embarcación por la borda.

El agua no era muy profunda, lo que ya era algo, y empezó a vadear, con la luz de la linterna iluminando el túnel hasta que llegó al hueco abierto en el muro. Comprobó la hora en su reloj. Eran las ocho y dos minutos. Entró en la cripta, vadeando, y al llegar a los escalones los subió hacia la puerta.