– Son las nueve. Ha sido una hora muy larga, Michael, viejo amigo. Ahora, tenemos que marcharnos.
Se estrecharon las manos. Al volverse hacia Mary se dio cuenta de que ella estaba llorando. Devlin dejó la bolsa en la camioneta y abrió los brazos. Ella se abalanzó hacia ellos y él la abrazó.
– Te espera una vida maravillosa y eres una muchacha igualmente maravillosa.
– Nunca le olvidaré -dijo ella, sin dejar de llorar-. Rezaré todas las noches por usted.
Él se sintió demasiado emocionado como para decir nada. Se acomodó al lado de Steiner, en la camioneta, y puso el vehículo en marcha.
– Es una joven muy agradable -comentó el alemán.
– Sí -asintió Devlin-. No debería haberlos implicado ni a ellos ni al viejo sacerdote, pero no podía hacer otra cosa.
– Es la propia naturaleza del juego en que estamos metidos, señor Devlin -dijo Munro desde el asiento de atrás-. Dígame algo, aunque sólo sea por saciar mi curiosidad. Vargas.
– Oh, desde el principio me olí que se trataba de una rata -dijo Devlin-. Siempre me dio la impresión de que ustedes nos estaban invitando a venir. Me di cuenta de que la única forma de engañarles consistía en engañar también a Vargas. Y por eso él sigue recibiendo mensajes desde Berlín.
– ¿Y sus propios contactos? No se trata de nadie que haya estado activo recientemente, ¿me equivoco?, Más o menos.
– Es usted un bastardo muy astuto, eso debo admitírselo. Pero no se preocupe, como dice un viejo refrán, del plato a la boca se pierde la sopa.
– ¿Y qué quiere decir con eso ahora? – -Niebla, señor Devlin, niebla -dijo Dougal Munro.
13
El gran negocio que Jack Carver esperaba realizar en la habitación del fondo de la sala de baile Astoria no había resultado bien, y si había algo capaz de ponerlo de mal humor, era perder dinero.
A las ocho y media de la noche interrumpió enojado las negociaciones, encendió un puro y bajó al salón de baile. Se apoyó sobre la barandilla del paraíso, contemplando a los clientes que bailaban. Eric, que estaba allí bailando con una joven, lo vio en seguida.
– Lo siento, dulzura, en otra ocasión será -dijo, y subió en seguida a reunirse con su hermano-. Has terminado muy pronto, Jack.
– Sí, bueno, me he aburrido de eso, ¿qué pasa?
Eric, que conocía bien las señales de enfado de su hermano, no insistió en el tema. En lugar de eso, dijo:
– Estaba pensando, Jack, ¿estás seguro de que no quieres llevarte a algunos de los muchachos cuando hagamos esa visita que tenemos prevista?
– ¿Qué estás tratando de decirme ahora? – espetó Jack dando rienda suelta a la furia que sentía-, ¿que no puedo ocuparme de ese pequeño bribón sin ayuda? ¿Que necesito ir acompañado?
– No quería decir eso, Jack, sólo estaba pensando…
– Tú piensas demasiado, muchacho -le cortó su hermano-. Vamos, te lo demostraré. Iremos a ver a ese pequeño bastardo irlandés ahora mismo.
Poco después, el Humber, conducido por el propio Eric, giró en Cable Wharf, apenas diez minutos después de que se hubiese marchado la camioneta.
– Ésa es la casa, la que está en el extremo más alejado -dijo Eric.
– Muy bien, dejaremos el coche aquí y caminaremos. No quiero alertarlos. -Carver sacó la Browning del bolsillo y le quitó el seguro-. ¿Llevas la tuya?
– Claro que sí, Jack -contestó Eric sacando un revólver Webley del 38.
– Buen chico. Vayamos entonces a darle su merecido.
Mary estaba sentada ante la mesa, leyendo, y Ryan estaba agitando el fuego de la chimenea cuando la puerta de la cocina se abrió de sopetón y los Carver entraron en la estancia. Mary lanzó un grito y Ryan se giró, con el atizador en la mano.
– No, no lo hagas -dijo Carver extendiendo un brazo, con la Browning rígida en la mano-. Si haces un solo movimiento en falso te vuelo la cabeza. Ocúpate de la pajarita, Eric.
– Será un placer, Jack. -Eric se guardó el revólver en el bolsillo, se colocó por detrás de Mary y le puso las manos sobre los hombros-. Y ahora,sé buena chica.
La besó en la nuca y ella se revolvió, sintiendo náuseas.
– ¡ Basta!
Ryan dio un paso hacia él.
– ¡Déjala!
Carver le golpeó suavemente con el cañón de la Browning.
– Soy yo quien da las órdenes aquí, de modo que cierra el pico. ¿Dónde está él?
– ¿Dónde está, quién? -replicó Ryan.
– El otro cabrón. El que fue a bailar al Astoria en compañía de la palomita. El astuto y pequeño bastardo que le voló media oreja a mi hermano.
– Han llegado demasiado tarde, porque ya se han marchado -contestó Mary con tono desafiante.
– ¿De veras? -replicó Carver. Luego, dirigiéndose a Eric, añadió-: Déjala. Comprueba las habitaciones de arriba, y asegúrate de llevar el arma en la mano.
Eric salió y Carver hizo gestos hacia una silla.
– Siéntate -le ordenó a Ryan. El irlandés hizo lo que se le ordenaba, y Carver encendió un cigarrillo-. Ella no sólo se refirió a él, sino a «ellos».
– ¿Y qué? -replicó Ryan.
– ¿Cómo que y qué? ¿Quién era ese compinche tuyo y con quién anda mezclado? Quiero saberlo y tú me lo vas a decir.
– No le digas nada, tío Michael -gritó Mary.
– No seré yo, muchacha.
Carver le golpeó en la cara con la Browning, y Ryan cayó hacia atrás, contra la silla. Mary lanzó un grito.
– Deberías haberte quedado en los pantanos, que es el lugar al que perteneces, tú y tu compañero -dijo Carver.
Eric regresó en ese momento.
– Eh, ¿qué me he perdido?
– Sólo estaba enseñándole buenos modales. ¿Has encontrado algo?
– Absolutamente nada. Sólo un uniforme de mayor en uno de los dormitorios.
– ¿De veras? -Carver se volvió a mirar a Ryan, a quien le brotaba la sangre del rostro-. Está bien, no dispongo de toda la noche.
– Jódete.
– Un tipo duro, ¿eh? Vigila a la chica, Eric.
Eric se situó por detrás de ella y la levantó de la silla, sujetándola con un brazo alrededor de la cintura.
– Te gusta esto, ¿eh? A todas les gusta.
Ella gimió, tratando de desprenderse de él. Carver tomó el atizador de la chimenea y lo colocó en el fuego.
– Muy bien, hombre duro, pronto vamos a ver lo que te gusta esto. O me dices lo que quiero saber o le acercaré esto a la cara de tu sobrina, una vez que esté bien calentito. No es que su aspecto sea muy agraciado, pero esto habrá terminado con ella para siempre.
Mary forcejeó, tratando de moverse, pero Eric la retuvo, riendo.
– ¡Bastardo! -exclamó Ryan.
– Eso ya me lo han dicho antes -replicó Carver-, pero no es cierto. Podrías preguntárselo a mi vieja.
Sacó el atizador del fuego. Estaba al rojo. Lo aplicó a la parte superior de la mesa y la madera seca se incendió. Luego se volvió hacia Mary y la muchacha lanzó un grito de horror.
Y fue aquel grito lo que obligó a Ryan a gritar a su vez.
– Está bien…, te lo diré,
– De acuerdo -dijo Carver volviéndose a mirarlo-. Su nombre.
– Devlin… Liam Devlin.
– Del IRA, ¿verdad?
– En cierto modo, sí.
– ¿Quién estaba con él? -Al ver que Ryan vacilaba, Carver se volvió hacia la muchacha y tocó el jersey de lana de ésta con el atizador; arrancó humo-, No estoy bromeando, amigo.
– Estaba haciendo un trabajo para los alemanes. Sacando a un prisionero que tenían en Londres.
– ¿Y dónde está ahora?
– Se dirige a un lugar cerca de Romney. Va a ser recogido por un avión.
– ¿Con esta niebla? Tendrá una condenada suerte si lo consigue. ¿Cómo se llama ese lugar al que se dirigen?
Ryan volvió a vacilar, y Carver acercó el atizador al cabello de Mary. El olor a quemado fue terrible y la muchacha volvió a gritar. Ryan se desmoronó por completo. Era un buen hombre, pero le resultó imposible aceptar lo que estaba sucediendo.