– Como ya he dicho, a un lugar cerca de Romney.
– No se lo digas, tío Michael -gritó Mary.
– A un pueblo llamado Charbury. La casa se llama Shaw Place.
– Maravilloso -dijo Carver dejando el atizador en la chimenea-. No ha sido tan malo, ¿verdad?
– Se volvió a mirar a Eric-. ¿Te apetece un pequeño paseo por el campo?
– No me importaría, Jack. -Eric volvió a besar a la muchacha en la nuca-. Siempre y cuando pueda pasar diez minutos arriba con esta pequeña dama, antes de marcharnos.
Ella gritó de horror y repulsión, se apartó a un lado y le arañó la cara. Eric la soltó, lanzando un aullido de dolor. Luego se volvió y la abofeteó. Ella retrocedió al tiempo que él avanzaba lentamente. Mary logró abrir la puerta de la cocina, pero él la sujetó mientras ella le lanzaba patadas. Mary retrocedió por la terraza, contra la barandilla. Se escuchó un feo sonido, como un crujido seco, y la barandilla cedió. Mary desapareció en la oscuridad.
Ryan lanzó un grito y se movió hacia adelante. Carver le sujetó por el cuello, con el cañón de la Browning contra su oreja.
– Ve a ver qué ha sido de ella -le gritó a Eric.
Ryan dejó de forcejear y esperó en silencio. Eric reapareció al cabo de un poco, con el rostro pálido.
– Ha gruñido, Jack. Se ha caído sobre un embarcadero que hay ahí abajo. Tiene que haberse roto el cuello o algo.
Ryan lanzó una patada hacia atrás, contra la espinilla de Carver, apartándolo. Se agachó y tomó el atizador, que estaba en el fuego de la chimenea, se volvió levantándolo por encima de la cabeza y Carver le disparó al corazón.
Se produjo un tenso silencio. Eric se limpió la sangre que le había salpicado la cara.
– ¿Y ahora qué, Jack? -preguntó.
– Nos largamos de aquí, eso es lo que haremos.
Abrió el paso y Eric le siguió, cerrando la puerta de la cocina. Giraron en la esquina y subieron al Humber. Carver encendió un cigarrillo.
– ¿Dónde está el libro de mapas de carreteras del Automóvil Club? -Eric lo encontró en la guantera y Carver pasó unas hojas-. Aquí están las marismas de Romney, y aquí Charbury. ¿No lo recuerdas? Antes de la guerra te llevaba a ti y a mamá hasta Rye para pasar un día junto al mar.
– A mamá le gustaba Rye -asintió Eric.
– Entonces, pongámonos en marcha.
– ¿A Charbury? -preguntó Eric.
– ¿Por qué no? No tenemos nada mejor que hacer y en todo esto hay un aspecto en el que, por lo visto, no se te ha ocurrido pensar, muchacho. Si nos apoderamos de Devlin y de ese alemán, nos habremos convertido en condenados héroes. -Arrojó el cigarrillo por la ventanilla y lo sustituyó por un puro-. Vamos, Eric, muévete ya -dijo, reclinándose en el asiento.
En Chernay, la visibilidad era sólo de cien metros. Schellenberg y Asa estaban en la sala de radio, a la espera, mientras Leber se encargaba de comprobar el estado del tiempo. El estadounidense llevaba un casco de cuero en la cabeza, chaqueta de vuelo forrada de piel y botas. Fumaba un cigarrillo con nerviosismo.
– ¿Y bien? -preguntó.
– Han captado los informes meteorológicos de la RAF para el sur de Inglaterra. Es una de esas situaciones características, capitán: niebla espesa, pero el viento, que sopla con fuerza, abre un hueco en ella de vez en cuando.
– Muy bien -dijo Asa-, dejémonos ya de hacer el tonto.
Salió, seguido por Schellenberg, dirigiéndose hacia el avión.
– Asa, ¿qué puedo decirle? -preguntó Schellenberg.
Asa se echó a reír al tiempo que se colocaba los guantes.
– General, he volado con mal tiempo desde que me estrellé en un aterrizaje forzoso durante una ventisca en Finlandia. Cuídese.
Subió de un salto a la carlinga y tiró hacia atrás de la cúpula. Schellenberg se apartó un poco. El Lysander empezó a moverse. Al llegar al extremo del campo, giró situándose de cola al viento. Asa le dio potencia y luego lo soltó precipitándose hacia la muralla de niebla, oscuridad y lluvia. Tiró de la palanca hacia atrás y empezó a ascender, girando hacia el mar.
El general Schellenberg contempló su despegue, con respeto.
– Dios santo -murmuró para sí-, ¿Dónde encontramos a esta clase de hombres?
Se dio media vuelta e inició el camino de regreso hacia la sala de radio.
En el estudio de Shaw Place, Lavinia regresó desde la radio y se quitó los auriculares. Encontró a Shaw en la cocina; estaba preparando unos huevos con jamón.
– Tengo un poco de hambre, muchacha.
Su hermano tenía el habitual vaso de whisky cerca de la mano y ella, por una vez, se sintió impaciente.
– Santo Dios, Max, ese avión ya viene hacia aquí y a ti sólo se te ocurre pensar en tu hambriento estómago. Voy a ir al prado sur.
Ella se puso la chaqueta de piel y uno de los viejos sombreros de tweed de su hermano. Encontró la bolsa con las lámparas de bicicleta y se marchó, seguida porNell. Había instalación eléctrica en el cobertizo, así que encendió las luces al llegar allí. Era evidente que, teniendo en cuenta el tiempo que hacía, no importaría quebrantar las normas sobre el encendido de luces por la noche, sobre todo porque no había ninguna otra casa en tres kilómetros a la redonda. Dejó las lámparas de bicicleta junto a la puerta y permaneció fuera, comprobando la dirección en que soplaba el viento. La niebla era bastante espesa y no mostraba ninguna señal de querer levantarse. De repente, fue como si se hubiera apartado una cortina y pudo ver una luz tenue procedente de la casa, a trescientos metros de distancia.
– Qué maravilloso,Nell -dijo inclinándose para acariciar a la perra entre las orejas, al tiempo que la niebla volvía a espesarse y el viento amainaba.
Lo peor de todo, como no tardó en descubrir Devlin, fue salir de Londres, avanzando a marcha lenta en una hilera de tráfico que se movía a treinta o cuarenta kilómetros por hora.
– Esto es una verdadera pena -le comentó a Steiner.
– Supongo que llegaremos tarde a la cita, ¿verdad? -preguntó el coronel.
– Estaba previsto despegar a medianoche. Todavía no vamos tan mal.
– Será mejor que no se haga ilusiones con este tráfico, señor Devlin -dijo Munro desde atrás.
Devlin ignoró el comentario y continuó la lenta marcha. Una vez que hubieron conseguido cruzar Greenwich, el tráfico disminuyó mucho y pudo acelerar la marcha. Encendió un cigarrillo con una sola mano.
– Ahora ya vamos bien.
– Pues yo no cantaría victoria tan pronto -dijo Munro.
– Es usted un gran hombre para las frases hechas, brigadier -replicó Devlin-. ¿Qué le parece otro refrán? Quien ríe el último, ríe mejor.
Y, tras decir esto, aumentó la velocidad.
Los hermanos Carver, en el Humber, se encontraron exactamente con el mismo problema para salir de Londres y, además, Eric se equivocó al salir del centro de Greenwich y giró en dirección errónea. Antes de que se dieran cuenta habían recorrido cinco kilómetros en dirección contraria. Fue Jack el que lo advirtió, sacando el libro de mapas y comprobando la carretera que seguían.
– Es condenadamente sencillo. De Greenwich a Maidstone, y de Maidstone a Ashford. Desde allí tomas la carretera a Rye y a mitad de camino giramos hacia Charbury.
– Pero en estos tiempos apenas si queda en pie una señal de tráfico, lo sabes muy bien, Jack -dijo Eric.
– Sí, claro, estamos en guerra, ¿verdad? Así que continuemos nuestro camino.
Jack Carver volvió a reclinarse en el asiento, buscando una buena posición, y cerró los ojos, disponiéndose a descabezar un sueñecito.
Tanto en la Luftwaffe como en la RAF había una escuela de pensamiento según la cual se recomendaba aproximarse a una costa enemiga por debajo del alcance de las pantallas de radar, siempre y cuando se tratara de misiones importantes. Asa recordó haberlo intentado así con su viejo escuadrón, durante la guerra ruso-finesa, apareciendo desde el mar, a baja altura, para pillar a los rojos por sorpresa. Todo eso estaba muy bien para las maniobras de manual, pero nadie había contado con la presencia de la marina rusa. Eso les había costado cinco aviones.