Así pues, siguió un curso hacia Dungeness, lo que le permitió avanzar en línea recta a lo largo del canal. Tuvo que afrontar fuertes vientos cruzados, y eso le retrasó un poco, pero fue un vuelo bastante monótono y todo lo que tuvo que hacer fue comprobar el curso para no sufrir graves desplazamientos. Se mantuvo a ocho mil pies de altura durante la mayor parte del trayecto, bastante por encima de los bancos de niebla, permaneciendo alerta por si detectaba la presencia de otros aviones.
Cuando se produjo lo que temía pilló por sorpresa hasta a un piloto experimentado como él. El Spitfire que surgió de la niebla giró y se situó a estribor, adaptándose a su velocidad. Desde allí, la visibilidad era buena gracias a la luna creciente y Asa pudo ver con claridad al piloto del Spitfire, sentado en la carlinga, con el casco y los anteojos puestos. El estadounidense levantó una mano y le saludó.
Una voz alegre sonó como un crujido en su radio.
– Hola, Lysander, ¿en qué andas metido?
– Lo siento -contestó Asa-. Escuadrón de servicios especiales operando desde Tempsford.
– Eres yanqui, ¿verdad?
– Sí, pero en la RAF -le dijo Asa.
– Lo vi en la película, amigo. Terrible. Lleva cuidado.
El Spitfíre giró hacia el este, cobró velocidad y desapareció en la distancia.
– Eso es lo que sucede por vivir correctamente, amigo, que se confía en todo el mundo -comentó Asa en voz baja.
Picó hacia la niebla hasta que el altímetro le indicó que se hallaba a mil pies de altura. Luego giró hacia Dungeness y las marismas de Romney.
Shaw ya había comido e ingerido una cantidad considerable de whisky. Estaba derrumbado sobre la silla, junto al fuego encendido en la chimenea del salón, con la escopeta en el suelo, cuando Lavinia entró.
– Oh, Max -exclamó-. ¿Qué voy a hacer contigo?
Él se agitó un poco al notar la mano de ella sobre su hombro. Levantó la mirada hacia su hermana.
– Hola, muchacha. ¿Va todo bien?
Ella se dirigió hacia las puertas de cristal y abrió las ventanas. La niebla seguía siendo muy espesa. Cerró las cortinas y regresó junto a su hermano.
– Voy a ir al cobertizo, Max. Ahora ya debe de estar cerca. Me refiero al avión.
– Muy bien, muchacha.
Shaw se cruzó de brazos y giró la cabeza, volviendo a cerrar los ojos, y ella abandonó todo intento por mantenerle despierto. Se dirigió al estudio y bajó apresuradamente las antenas de la radio, colocándolo todo en la caja. Al abrir la puerta delantera de la casa, Nell se escabulló, junto a ella, y ambos se dirigieron hacia el prado sur.
Permaneció junto al cobertizo, aguardando y escuchando. No se oía nada; la niebla parecía envolverlo todo. Entró y encendió la luz. Junto a la puerta había un banco de trabajo. Colocó la radio sobre él y volvió a extender las antenas, fijándolas a la pared y sujetándolas en viejos clavos oxidados. Se colocó los auriculares, encendió la frecuencia de voz tal como Devlin le había enseñado y escuchó inmediatamente la voz de Asa Vaughan.
– Halcón, ¿me recibe? Repito, ¿me recibe?
Eran las once cuarenta y cinco y el Lysander sólo estaba a unos ocho kilómetros de distancia. Lavinia se quedó de pie a la entrada del cobertizo, mirando hacia arriba, sosteniendo los auriculares con una mano contra la oreja izquierda. No se escuchó ningún otro sonido procedente del avión.
– Le recibo, Lysander. Le recibo.
– ¿Cuáles son las condiciones en su nido? – pregunto la voz de Asa acompañada por crujidos de estática.
– Niebla espesa. Visibilidad, cincuenta metros. Ráfagas ocasionales de viento. Calculo una fuerza de cuatro a cinco. Sólo aclara la situación de forma intermitente.
– ¿Ha colocado sus marcadores? -preguntó él.
Ella lo había olvidado por completo.
– Oh, Dios mío, no. Déme unos minutos.
Se quitó los auriculares, tomó la bolsa con las lámparas de bicicleta y echó a correr hacia el prado. Situó tres de las lámparas en forma de L invertida, con el cruce en el extremo por donde soplaba el viento. Encendió las lámparas de modo que los rayos se dirigieran hacia el cielo. Luego echó a correr hacia un punto situado a unos doscientos metros a lo largo del prado, seguida de cerca porNell, y allí colocó otras tres lámparas.
Estaba jadeando con fuerza cuando regresó al cobertizo y tomó los auriculares y el micrófono.
– Aquí Halcón. Marcadores colocados.
Se quedó junto a la puerta del cobertizo, mirando hacia arriba. Pudo escuchar con claridad el sonido del motor del Lysander. Pareció pasar a pocos cientos de metros de distancia, para luego alejarse.
– Aquí Halcón – llamó-. Le escucho. Ha pasado directamente por encima.
– No puedo ver nada -replicó Asa-. Esto no está bien.
En ese momento, sir Maxwell Shaw apareció, surgiendo de la oscuridad. No llevaba puesto ni impermeable, ni sombrero, y estaba bastante borracho, ya que habló atropellada y entrecortadamente.
– Ah, estás ahí, muchacha, ¿va todo bien?
– No, las cosas no van bien.
– Seguiré volando en círculos -dijo Asa-. Por si acaso cambian las condiciones.
– Correcto. Permaneceré a la escucha.
Justo en las afueras de Ashford se produjo un accidente de circulación entre un gran camión de transporte y un vehículo privado. El camión desparramó su carga de patatas por la carretera. Devlin, agarrándose con impaciencia al volante, permaneció allí, haciendo cola durante quince angustiosos minutos, hasta que, finalmente, salió de la cola e hizo girar la camioneta.
– Ya es medianoche -le dijo a Steiner-. No podemos permitirnos permanecer más tiempo aquí parados. Encontraremos otro camino.
– Oh, parece que tenemos problemas, ¿no es así, señor Devlin? -preguntó Munro.
– No, viejo bribón, pero usted sí que los tendrá como no cierre el pico -le dijo Devlin, que giró en la siguiente carretera a la izquierda.
Ése fue, aproximadamente, el mismo momento en que Asa Vaughan hizo descender el Lysander, en su cuarto intento de aterrizaje. El tren de aterrizaje no era retráctil y llevaba luces de señalización fijas por encima de las ruedas. Las encendió, pero lo único que le mostraron fue la niebla.
– Halcón, es imposible. De este modo no voy a ninguna parte.
Por muy extraño que pudiera parecer, fue a Maxwell Shaw a quien se le ocurrió la solución.
– Necesita más luz -exclamó-. Mucha más luz, Quiero decir que podría ver la condenada casa si estuviera en llamas, ¿verdad?
– ¡Dios mío! -exclamó Lavinia abalanzándose hacia el micrófono-. Aquí Halcón. Escuche atentamente. Soy piloto, así que sé de qué estoy hablando.
– La escucho -dijo Asa.
– Mi casa está a trescientos metros al sur del prado y en contra del viento. Voy a ir allí ahora y encenderé todas las luces.
– ¿No es eso lo que se considera como llamar la atención? -preguntó Asa.
– No con esta niebla. Además, no hay ninguna otra casa en tres kilómetros a la redonda. Me marcho ahora. Buena suerte. -Dejó los auriculares y el micro-. Quédate aquí, Max. No tardaré mucho.
– Está bien, muchacha.
Echó a correr hacia la casa. Al llegar ante la puerta respiraba entrecortadamente. Lo primero que hizo fue subir la escalera; luego fue entrando en cada una de las habitaciones, incluso en los cuartos de baño, encendiendo todas las luces y abriendo las cortinas. Después, bajó a la planta baja e hizo lo mismo. Abandonó la casa con rapidez y a unos cincuenta metros de distancia, se detuvo y miró hacia atrás. La casa resplandecía con todas las luces encendidas,