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Al regresar al cobertizo vio que Maxwell Shaw estaba bebiendo de un frasco de bolsillo que se había llevado consigo.

– Ese condenado lugar parece como un árbol de Navidad -le dijo él.

Lavinia le ignoró y tomó el micro.

– Bien, ya Jo he hecho. ¿Está eso mejor?

– Echaré un vistazo -dijo Asa.

Hizo descender el Lysander hasta los quinientos píes de altura, sintiéndose repentinamente abrumado por un extraño fatalismo,

– Qué demonios, Asa -se dijo con suavidad -. Si sobrevives a esta maldita guerra, sólo tendrás que pasar cincuenta años en Leavenworth, de modo que no tienes nada que perder.

Continuó el descenso y ahora la niebla quedó bañada por una especie de difuso resplandor. Un segundo más tarde pudo ver Shaw Place, con todas las ventanas encendidas. Siempre había sido un buen piloto pero en estos momentos sus reflejos actuaron de forma aún más extraordinaria al tirar hacia atrás de la palanca y elevarse por encima de la casa, sobre la que pasó a muy pocos pies de distancia. Y allá, al otro lado, estaban encendidas las luces del prado y hasta vio la puerta abierta del cobertizo.

El Lysander aterrizó perfectamente, giró y se dirigió hacia el cobertizo, Lavinia abrió del todo las puertas, observada por su hermano, y luego le hizo gestos a Asa para que entrara. Asa cerró el contacto del motor, se quitó el casco de vuelo y bajó del aparato.

– Yo diría que eso fue un poco por los pelos -dijo ella tendiéndole la mano-. Soy Lavinia Shaw, y éste es mi hermano Maxwell.

– Asa Vaughan, Realmente, le debo un gran favor.

– No ha sido nada. Yo también soy piloto y antes solía volai en un Tiger Moth desde aquí.

– Santo cielo, este tipo habla como un condenado yanqui -exclamó Maxwell Shaw.

– Bueno, el caso es que crecí allí -dijo Asa. Se volvió a mirar a Lavinia y preguntó-: ¿Dónde están los otros?

– No ha habido señales del mayor Conlon. Hay niebla a lo largo de todo el trayecto, desde Londres hasta la costa. Me imagino que se habrán visto retrasados.

– Muy bien -asintió Asa-, enviemos ahora mismo un mensaje a Chernay comunicándoles que he conseguido aterrizar enterito.

En la sala de radio de Chernay, Schellenberg se sentía desesperado, pues los informes meteorológicos de la RAF captados desde Cherburgo indicaban lo imposible que era la situación. En ese momento, Leber, que estaba sentado ante la radio, con los auriculares puestos, se puso frenéticamente en movimiento.

– Es Halcón, general. -Escuchó con atención, escribiendo furiosamente en su libreta. Un instante más tarde, arrancó la hoja y se la tendió a Schellenberg-. Lo ha conseguido, general, ha conseguido aterrizar con ese maravilloso cacharro.

– Sí -asintió Schellenberg-, ciertamente lo ha hecho, pero sus pasajeros no estaban esperándole.

– Ha dicho que se han retrasado a causa de la niebla, general.

– Esperemos que haya sido así. Dígale que permaneceremos a la escucha.

Leber envió el mensaje con rapidez y luego se quitó los auriculares, dejándolos colgados del cuello.

– ¿Por qué no va a descansar durante un buen rato, general? Yo me quedaré aquí, a la escucha.

– Lo que voy a hacer es tomar una ducha y refrescarme un poco -le dijo Schellenberg-, Luego, tomaremos café juntos, sargento de vuelo. Se volvió y caminó hacia la puerta. -Después de todo, no hay prisa -comentó Leber-. No podrá traer el Lysander hasta aquí a menos que mejore el tiempo.

– Bueno, no pensemos en eso ahora -dijo Schellenberg saliendo de la sala de radio.

En Shaw Place, Asa ayudó a Lavinia a apagar las luces, yendo de una habitación a otra. Shaw se dejó caer en su sillón, junto al fuego, con los ojos vidriosos, ya muy lejos de todo.

– ¿Se pone así muy a menudo? – preguntó Asa. Ella dejó abiertas las puertas de cristal, pero corrió las cortinas.

– Mi hermano no es un hombre feliz. Lo siento, pero no le he preguntado cuál es su rango. -Capitán -contestó él.

– Bien, capitán, digamos que la bebida ayuda un poco. Venga a la cocina. Le prepararé algo de té o café, como prefiera.

– Si puedo elegir, prefiero café. Se sentó en el borde de la mesa, fumando un cigarrillo, mientras ella preparaba el café. Asa estaba muy elegante con su uniforme de las SS y Lavinia era muy consciente de ello. Asa se quitó la chaqueta de vuelo y ella observó el nombre bordado en la manga de la guerrera.

– ¡Santo cielo! – exclamó-. ¿La legión George Washington? No sabía que existiera nada igual. Mi hermano tenía razón. Es usted estadounidense.

– Espero que eso no vaya en contra mía -dijo él.

– No se lo tendremos en cuenta, maravilloso bastardo yanqui. -Asa se giró con rapidez en el instante en que Liam Devlin entraba por las puertas cristaleras y fe rodeaba con sus brazos-. ¿Cómo diablos ha logrado aterrizar en medio de esa niebla, hijo? Nosotros hemos tardado mucho en llegar aquí por carretera, desde Londres.

– Supongo que será cuestión de genio -dijo Asa con modestia.

Munro apareció por detrás de Devlin, todavía con las muñecas atadas y la bufanda atada alrededor de los ojos. Steiner estaba a su lado.

– El coronel Kurt Steiner, el objetivo del ejercicio, ha añadido un poco de equipaje extra que hemos encontrado en el camino -explicó Devlin.

– Coronel, es un placer -dijo Asa estrechándole la mano a Steiner.

– ¿Por qué no vamos todos al salón y tomamos una taza de café? -sugirió Lavinia-. Acabo de hacerlo.

– Una idea encantadora -dijo Munro.

– Lo que le guste y lo que consiga son dos cosas bien diferentes, brigadier -le dijo Devlin-. De todos modos, si ya está hecho no le hará ningún daño. Cinco minutos más y ya nos habremos marchado.

– Yo no estaría tan seguro. Tendré que comprobar cuál es la situación en Chernay -le dijo Asa al tiempo que se dirigían al salón-. Cuando me marché, el tiempo era allí tan malo como lo es aquí.

– Sólo nos faltaba eso -dijo Devlin. Ya en el salón empujó a Munro hasta sentarlo en un sillón junto a la chimenea y miró a Maxwell Shaw con asco-. Por Cristo, si se encendiera una cerilla cerca de él se prendería fuego.

– Realmente, ha pillado una buena -dijo Asa.

Shaw despertó y abrió los ojos.

– ¿Qué pasa, eh? -Enfocó la mirada sobre Devlin-. ¿Conlon, es usted?

– El mismo de siempre -contestó Devlin.

Shaw se irguió en el sillón y miró a Munro.

– ¿Y quién diablos es éste? ¿Por qué le han puesto esa estúpida cosa alrededor de los ojos? -Antes de que nadie pudiera evitarlo, se inclinó hacia delante y le arrancó la bufanda a Munro, quien sacudió la cabeza, parpadeando ante la luz. Shaw se lo quedó mirando y dijo -: Yo a usted le conozco, ¿verdad?

– Debería conocerme, señor -contestó Dougal Munro-. Hace años que ambos somos miembros del Club del Ejército y la Marina.

– Pues claro -asintió Shaw estúpidamente-. Ya decía yo que le conocía.

– Esto lo ha estropeado todo, brigadier -le dijo Devlin-. Tenía intenciones de dejarle en alguna parte, entre las marismas, antes de emprender nuestro viaje de regreso a casa, pero ahora ya sabe quiénes son estas personas.

Lo que significa que sólo le quedan dos alternativas, o matarme, o llevarme con ustedes.

– ¿Hay espacio, capitán? -preguntó Steiner.

– Oh, claro, nos las arreglaremos -contestó Asa.

– En ese caso, depende de usted, señor Devlin -dijo Steiner volviéndose a mirar al irlandés.

– No importa, amigo mío, estoy seguro de que sus amos nazis pagarán muy bien por mí -comentó Munro.

– Aún no he tenido la oportunidad de informarles de cómo están las cosas en el otro lado -dijo Asa-. Y será mejor que lo sepan ahora, porque, si regresamos enteros, todos nosotros vamos a vernos metidos en un buen lío.

– Entonces, será mejor que nos lo cuente -dijo Steiner.

Y así lo hizo Asa.

La niebla seguía muy espesa mientras todos ellos estaban de pie, en el cobertizo, alrededor de la radio, con Lavinia garabateando unas notas en el bloc que tenía ante ella. Le entregó el mensaje a Asa, quien lo leyó y luego se lo pasó a Devlin.