– Sugieren que retrasemos el despegue durante una hora más. Se ha producido un leve cambio de la situación en Chernay que podría mejorar en ese lapso.
– Parece que no tenemos otra alternativa -dijo Devlin mirando a Steiner.
– Bueno, no puedo afirmar que lo sienta por ustedes -comentó Munro volviéndose a mirar a Lavinia con una sonrisa devastadoramente encantadora-. Me estaba preguntando, querida, ¿cree que al volver a la casa podré tomar esta vez un poco de té?
Shaw estaba espatarrado sobre el sillón, junto al fuego, dormido. Munro estaba sentado frente a él, con las muñecas todavía atadas. Asa se hallaba en la cocina, ayudando a Lavinia.
– Estaba pensando, coronel, que podría necesitar usted un arma -le dijo Devlin a Steiner.
Tomó la bolsa, la dejó sobre la mesa y la abrió. La Walther con silenciador estaba dentro, sobre un par de camisas.
– Es una idea -asintió Steiner.
Entonces se produjo una ráfaga de viento, se escuchó un crujido en las puertas cristaleras, se apartaron las cortinas que estaban corridas y Jack y Eric Carver irrumpieron en el salón, con las armas empuñadas.
14
– Mirad, lo que nos ha traído el viento -dijo
Devlin.
– ¿Quiénes son estos hombres? -preguntó Steiner con calma.
– Ese grandote y feo es Jack Carver. Controla la mayor parte del East End londinense. Se gana la vida honestamente con negocios de protección, juego y prostitución.
– Muy gracioso -dijo Carver.
– El otro, el que parece como si acabara de salir a rastras de su agujero, es su hermano Eric.
– Ya te enseñaré yo a ti. ^Eric avanzó hacia él, con el rostro contorsionado y colérico-. Te daremos a ti lo mismo que le dimos a ese cabrón y a su sobrina.
Devlin se quedó congelado, hasta el punto de que su rostro quedó mortalmente pálido de un momento al otro.
– ¿De qué estáis hablando?
– Esta vez ya no resulta tan gracioso, ¿verdad? -dijo Carver-. A ver, comprueba si lleva consigo ese condenado revólver en el tobillo.
Eric se arrodilló y le quitó a Devlin la Smith Wesson.
– Este truco no te funcionará dos veces, cabrón.
– ¿Ya mis amigos? -le preguntó Devlin con calma-. ¿Qué les ha ocurrido?
Carver estaba disfrutando con la situación. Se sacó un puro del bolsillo, mordió uno de los extremos, escupió la punta y se metió el puro en la boca.
– Hice correr la voz para que te encontraran, pero no llegamos a ninguna parte. Entonces, tuvimos un golpe de suerte. Anoche, Eric vio a la palomita en la calle Wapping High, y la siguió hasta su casa.
– ¿Y…?
– Les hicimos una visita poco después de que tú
salieras. Todo lo que necesitamos fue emplear un poco de persuasión, y aquí estamos.
– ¿Y mi amigo habló, así, tan fácilmente? – preguntó Devlin-, Me resulta difícil de creer. -Se volvió a mirar a Steiner-, ¿No le parece, coronel?
– Desde luego -asintió Steiner.
– Oh, yo no pensaría mal de él -dijo Carver sacando el mechero y encendiendo el puro-. En realidad, estuvo muy preocupado por su sobrina y, claro, tuvo que comportarse decentemente.
– Aunque eso tampoco les sirvió de mucho a ninguno de los dos -dijo Eric sonriendo con expresión sádica-. ¿Quieres saber lo que pasó con ella? Trató de escapar y se cayó por la barandilla hacia ese embarcadero que había bajo la casa. Se rompió el cuello.
– ¿Y Michael? -le preguntó Devlin a Carver, consiguiendo apenas impedir un sofoco en su voz.
– Creo que le disparé, ¿no? ¿No es eso lo que se hace con los perros?
Devlin avanzó un paso hacia él, con una expresión terrible en su rostro.
– Estáis muertos. Vosotros dos podéis daros por muertos.
– No seremos nosotros, cabrón -replicó Carver dejando de reír-, sino tú. Pero, además, te voy a apuntar al vientre, para que dures más tiempo antes de palmarla.
Fue en ese momento cuando Shaw se agitó y abrió los ojos, se desperezó y miró a su alrededor.
– Y ahora…, ¿qué es todo esto?
En ese mismo instante se abrieron las puertas dobles y apareció Lavinia, llevando una bandeja, con Asa a su lado.
– Té para todos -dijo ella y se quedó petrificada.
– Quietos ahí los dos -dijo Carver.
Ella pareció sentirse absolutamente aterrorizada, pero no dijo una sola palabra. Fue Dougal Munro quien trató de ayudarla.
– Manténgase firme, querida. Conserve la calma.
Shaw se levantó, balanceándose como un borracho, con los ojos inyectados en sangre. Al hablar, las palabras le salieron a borbotones.
– Condenados cerdos. ¿Quiénes se creen que son, entrando así en mi casa y amenazando a todos con armas?
– Otro paso más, viejo idiota, y le vuelo la cabeza -le dijo Carver.
– Haz lo que te dice, Max -le gritó Lavinia.
Dejó caer la bandeja, que produjo un gran estruendo, y avanzó un paso.
Carver se volvió y disparó contra ella, más como una acción refleja al escuchar el ruido de la bandeja al caer. Maxwell Shaw emitió un grito de rabia y se lanzó contra él. Carver volvió a disparar, alcanzándole dos veces casi a quemarropa.
Asa se había arrodillado junto a Lavinia. Levantó la mirada y dijo:
– Ha muerto.
– Se lo advertí, ¿verdad? -dijo Carver con el rostro contorsionado.
– Desde luego que lo hizo, señor Carver -le dijo Kurt Steiner.
Introdujo la mano en la bolsa abierta de Devlin, que estaba sobre la mesa, encontró la culata de la Walther con silenciador, la extrajo con un movimiento suave y disparó una sola vez. La bala alcanzó a Carver en el centro de la cabeza y se derrumbó de espaldas sobre el sillón.
– ¡Jack! -gritó Eric. – -Al avanzar un paso hacia su hermano, Devlin le sujetó por la muñeca y se la retorció, hasta que dejó caer el revólver al suelo. Luego, Eric retrocedió.
– Mataste a esa muchacha, ¿era eso lo que ibas a decirme antes? -preguntó Devlin.
Se inclinó hacia el suelo y tomó la escopeta de Maxwell Shaw, que éste había dejado antes junto al sillón. Eric estaba aterrorizado.
– Fue un accidente. Ella quería escapar y se cayó por la barandilla.
Las cortinas de las puertas cristaleras se agitaron por el viento y él salió a la terraza.
– Pero ¿qué fue lo que la hizo echar a correr? Ésa es la cuestión -dijo Devlin apartando las puertas de un manotazo.
– ¡No! -gritó Eric.
Devlin apretó los dos gatillos al mismo tiempo. El impacto levantó el cuerpo de Eric por encima de la balaustrada.
En Chernay ya eran casi las dos de la madrugada y Schellenberg estaba dormitando en la silla, en un rincón de la sala de radio, cuando Leber le llamó.
– Una llamada de Halcón, general.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Schellenberg acudiendo en seguida a su lado.
– Otra comprobación del estado del tiempo. Le he dicho lo mal que están las cosas aquí.
– ¿Y…?
– Un momento, general, vuelve a transmitir. -Escuchó con atención y levantó la mirada hacia él-. Dice que no está preparado para seguir esperando. Que se marcha ahora.
– Entonces dígale que buena suerte -asintió Schellenberg.
Se dirigió a la puerta, la abrió y salió. La niebla seguía llegando desde el mar, despiadadamente. Se subió el cuello del abrigo y empezó a caminar sin rumbo fijó a lo largo de la pista de aterrizaje.
Aproximadamente al mismo tiempo, Horst Berger estaba sentado junto a la ventana, en la habitación que le habían destinado en Belle Ile. Incapaz de conciliar el sueño, con la perspectiva de lo que su cedería al día siguiente como algo demasiado trascendental en su mente, estaba allí sentado, en la oscuridad, con la ventana abierta, escuchando la caída de la lluvia a través de la niebla. Se escuchó un golpe en la puerta, ésta se abrió y la luz entró en la habitación. En el rectángulo de luz apareció la sombra recortada de uno de los centinelas de servicio de las SS.