– ¿Sturmbannführer? -llamó con suavidad.
– Estoy aquí. ¿Qué sucede?
– ElReichsführer quiere verle. Le está esperando en sus habitaciones.
– Iré en cinco minutos -le dijo Berger y el hombre salió.
Cuando Berger llamó a la puerta y entró, Himmler estaba de pie en el salón de sus habitaciones, junto al fuego encendido en la chimenea y vistiendo su uniforme completo.
– Ah, es usted -dijo elReichsführer, volviéndose hacia él.
– ¿.Reichsführer?
– Evidentemente, el Führer no puede dormir. Ha enviado a buscarme y me ha pedido que venga usted conmigo.
– ¿Cree elReichsführer que esto tiene alguna importancia?
– No lo creo -contestó Himmler-. La salud del Führer ya hace algún tiempo que constituye un problema. Su incapacidad para dormir no es más que uno de sus muchos síntomas. Ha terminado por depender completamente, hasta un grado insólito, de las sustancias que le receta su médico personal, el profesor Morell. Desgraciadamente, desde el punto de vista del Führer, claro, Morell permanece en Berlín, mientras que él está aquí
– ¿Morell es entonces de una importancia tan vital? -preguntó Berger.
– Hay quienes le considerarían como un charlatán -dijo Himmler-. Por otro lado, el Führer no puede ser considerado como un paciente fácil.
– Comprendo,Reichsführer, pero ¿por qué se ha solicitado mi presencia?
– ¿Quién sabe? Será por algún capricho. -Himmler consultó su reloj-. Tenemos que estar en su suite dentro de quince minutos. Y con el Führer, el tiempo lo es todo, Berger. No podemos llegar ni un minuto más tarde, ni un minuto antes. Ahí, sobre la mesa, hay café recién hecho. Puede servirse una taza antes de que nos marchemos.
En el cobertizo de Shaw Place, todos esperaron mientras Devlin enviaba su mensaje por la radio. Se quitó los auriculares, apagó la radio y se volvió a Steiner y a Asa, que estaban allí de pie y, en medio de ambos, Dougal Munro, con las manos todavía atadas.
– Ya está -dijo Devlin-. Le he comunicado a Schellenberg que nos marchamos.
– Entonces, saquemos el avión -dijo Asa.
Munro permaneció junto a la pared mientras los tres empujaban el Lysander, sacándolo a la niebla. Lo hicieron rodar un poco, alejándolo del cobertizo. Asa levantó la carlinga y se puso el casco.
– ¿Qué hacemos con nuestro amigo del cobertizo? -preguntó Steiner.
– Él se queda -contestó Devlin.
– ¿Está seguro? -preguntó Steiner volviéndose a mirarle.
– Coronel, es usted un hombre agradable, expuesto a los caprichos de la guerra, y resulta que yo estoy de su lado en estos momentos, pero eso es una cuestión personal. No tengo la menor intención de entregar a la inteligencia alemana al jefe de la sección D del SOE. Y ahora ya pueden subir al avión y ponerlo en marcha. Volveré con ustedes dentro de un momento.
Al entrar en el cobertizo, Munro estaba medio sentado sobre la mesa, junto a la radio, forcejeando con la cuerda que le sujetaba las muñecas. Se detuvo en cuanto Devlin entró. El irlandés se sacó una pequeña navaja de bolsillo y abrió la hoja.
– A ver, brigadier, permítame.
Le cortó las cuerdas y le liberó. Munro se frotó las muñecas.
– ¿Qué significa esto?
– No se le habrá ocurrido pensar que yo iba a entregarle a usted a esos nazis bastardos, ¿verdad? Hubo un ligero problema durante un tiempo, debido a que Shaw le permitió verlo todo, pero ahora ya no queda nadie. Mi buen amigo Michael Ryan y su sobrina Mary, en Cable Wharf; los Shaw, aquí. Todos han muerto. Nadie puede salir perjudicado.
– Que Dios me ayude, Devlin. Nunca podré comprenderle.
– ¿Y por qué iba a comprenderme usted, brigadier, cuando ni siquiera yo mismo me comprendo la mayor parte de las veces? -Se escuchó el ruido del motor del Lysander al ponerse en marcha y Devlin se llevó un cigarrillo a los labios-. Ahora tenemos que marcharnos. Podría usted alertar a la RAF, pero ellos necesitarían tener una suerte de mil demonios para encontrarnos con esta niebla.
– Eso es cierto -asintió Munro.
Devlin encendió el cigarrillo.
– Por otro lado, también es posible que piense que a Walter Schellenberg se le ha ocurrido la idea correcta.
– Resulta extraño -comentó Munro-. En esta guerra ha habido momentos en que hubiera saltado de alegría ante la idea de que alguien pudiese asesinar a Hitler.
– En cierta ocasión, un gran hombre dijo que los hombres sensibles cambian a medida que pasa el tiempo. -Devlin se dirigió a la puerta-. Adiós, brigadier. No espero que volvamos a vernos.
– Le aseguro que desearía estar seguro de eso -dijo Munro.
El irlandés echó a correr hacia el Lysander. Steiner le había arrancado del fuselaje las insignias de la RAF, poniendo al descubierto las de la Luftwaffe. Devlin corrió hasta el timón de cola e hizo lo mismo. Luego, subió al aparato después de que lo hubiera hecho Steiner. El Lysander se dirigió hacia el final del prado y se volvió a favor del viento. Un momento más tarde avanzó rápidamente sobre la pista y despegó. Munro permaneció allí de pie, escuchando el sonido del motor, hasta que se desvaneció en la noche. Se escuchó de pronto un repentino gemido yNell surgió de entre la niebla y se sentó sobre la hierba, mirándole fijamente. Cuando él se volvió y echó a caminar de regreso hacia la casa, la perra le siguió.
Jack Cárter, que estaba en el despacho exterior del cuartel general del SOE, escuchó el sonido característico del teléfono rojo y se apresuró a contestarlo.
– ¿Jack? -preguntó Munro desde el otro lado de la línea.
– Gracias a Dios, señor. He estado muy preocupado. En cuanto regresé de York me pareció como si acabara de meterme en un campo minado. El infierno se ha desatado sobre el priorato de St. Mary y el portero dijo que estaba usted allí, señor. ¿Qué ha sucedido?
– Es todo bastante sencillo, Jack. Todo un caballero bastante inteligente llamado Liam Devlin se ha burlado de nosotros y en estos precisos momentos se encuentra volando de regreso a Francia con el coronel Kurt Steiner.
– ¿Quiere que alerte a la RAF? -le preguntó Cárter.
– Yo mismo me encargaré de eso. Pero ahora tengo cosas más importantes que hacer. Lo primero es que hay una casa en Cable Wharf, en Wapping, propiedad de un hombre llamado Ryan. Encontrará allí a ese hombre y a su sobrina, muertos. Quiero que acuda un equipo lo antes posible y disponga de los cadáveres. Utilice ese crematorio que hay en el norte de Londres.
– Muy bien, señor.
– También quiero que acuda un equipo aquí, Jack. Me encuentro en Shaw Place, en las afueras del pueblo de Charbury, en las marismas de Romney. Venga usted mismo. Le esperaré.
Colgó él teléfono. No serviría de nada llamar a la RAF, desde luego. Schellenberg tenía razón, y eso era todo. Abandonó el estudio y se dirigió a la puerta delantera de la casa. Al abrirla, la niebla seguía siendo muy densa.Nell gimió y se sentó sobre los cuartos traseros, mirándolo fijamente. Munro se inclinó y la acarició entre las orejas.
– Pobre perra -dijo-. Y pobre y viejo Devlin. Le deseo buena suerte.
Cuando Himmler y Berger fueron admitidos en las habitaciones del Führer, Adolf Hitler estaba sentado ante una enorme chimenea de piedra en la que ardía un fuego vivo. Tenía un expediente abierto sobre las rodillas, que siguió leyendo mientras ellos permanecían allí de pie, esperando. Al cabo de un rato levantó la mirada, con una expresión ligeramente ausente en su mirada.
– ¿Reichsführer?