– Deseaba verme, a mí y alSturmbannführer Berger.
– Ah, sí. -Hitler cerró el expediente y lo dejó sobre una mesita-. El joven que ha organizado de forma tan brillante mi seguridad aquí. Estoy impresionado,Reichsführer. -Se levantó y puso una mano sobre el hombro de Berger-. Lo ha hecho usted muy bien.
Berger se mantuvo tan tieso como un palo.
– Es un honor servirle, mi Führer.
Hitler tocó con un dedo la Cruz de Hierro de primera clase de Berger.
– Y, por lo que veo, también es un soldado valiente. -Se volvió hacia Himmler-?. Creo que su grado más apropiado sería el deObersturmbannführer.
– Me ocuparé de ello, mi Führer -asintió Himmler solícito.
– Bien. -Hitler se volvió de nuevo a Berger y le sonrió suavemente-. Y ahora ya puede usted marcharse. ElReichsführer y yo tenemos cosas que discutir.
Berger hizo sonar sus talones y levantó el brazo derecho.
– ¡Heil Hitler! -exclamó.
Giró sobre sus talones y salió de la estancia. Hitler regresó al sillón e indicó el que estaba frente a él.
– Siéntese,Reichsführer.
– Es un privilegio.
Himmler se sentó y Hitler dijo:
– El insomnio puede ser a veces una bendición disfrazada. Le permite a uno disponer de tiempo extra para reflexionar sobre cosas realmente importantes. Este expediente, por ejemplo. -Lo tomó de la mesita donde lo había dejado-. Es un informe conjunto de Rommel y Canaris en el que tratan de convencerme de que los aliados intentarán una invasión por las costas de Normandía. Son tonterías, claro. Ni siquiera Eisenhower podría ser tan estúpido.
– Estoy de acuerdo, mi Führer.
– No. Es evidente que el objetivo será el paso de Calais. Cualquier idiota lo comprendería.
– Y, sin embargo -dijo Himmler con recelo-, ¿sigue teniendo la intención de confirmar a Rommel como comandante del grupo de ejércitos B, con plena responsabilidad sobre las defensas del Muro del Atlántico?
– ¿Por qué no? -replicó Hitler-, Es un soldado brillante, eso lo sabemos todos. Tendrá que aceptar mi decisión en esta cuestión y seguir mis órdenes al igual que Canaris.
– Pero ¿lo harán, mi Führer?
– ¿Duda usted acaso de su lealtad? -preguntó Hitler-. ¿Es eso lo que quiere dar a entender?
– ¿Qué quiere que le diga, mi Führer? El almirante no siempre ha sido tan entusiasta como me habría gustado en cuanto a la causa del nacionalsocialismo. En cuanto a Rommel… -Himmler se encogió de hombros-. Es el héroe del pueblo. Esa clase de popularidad puede conducir con facilidad a la arrogancia.
– Rommel hará lo que se le diga -dijo Hitler con serenidad-. Soy muy consciente, como lo es usted, de la existencia de ciertos extremistas en el ejército que quisieran destruirme si pudieran. También soy consciente de que Rommel podría sentir una clara simpatía con respecto a tales propósitos. En el momento adecuado habrá una soga esperando el cuello de esa clase de traidores.
– Bien merecida se la tendrán, mi Führer.
Hitler se levantó y se puso de espaldas al fuego de la chimenea.
– Uno tiene que aprender a manejar a esa clase de personas,Reichsführer. Esa es la razón por la que he insistido para que se reúnan conmigo para desayunar a las siete. Como usted sabe, se han quedado en Rennes a pasar la noche. Eso significa que tendrán que levantarse bastante temprano para llegar a tiempo aquí. Me gusta mantener a la gente un tanto desequilibrada, y ésa es la forma de conseguirlo. Tiene sus ventajas.
– Es una idea brillante, mi Führer.
– Y antes de marcharse, recuerde una cosa. -El rostro de Hitler estaba muy tranquilo y Himmler se levantó-. ¿Cuántos atentados se han hecho contra mi vida desde que me hice cargo del poder? ¿Cuántos complots se han urdido?
– No estoy seguro de saberlo -contestó Himmler, pillado por una vez.
– Por lo menos dieciséis -dijo Hitler-. Y eso indica una intervención divina. Es la única explicación lógica de que no me haya ocurrido nada.
– Desde luego, mi Führer -asintió Himmler tragando saliva.
– Y ahora puede usted retirarse -dijo Hitler sonriendo con expresión benigna-. Trate de dormir un poco; le veré durante el desayuno.
Se volvió y se quedó contemplando fijamente el fuego. Himmler se apresuró a salir de allí.
El canal de la Mancha estaba cubierto por la niebla durante la mayor parte del trayecto hasta Cap de la Hague, y Asa aprovechó esa ventaja, avanzando a buena velocidad y girando finalmente hacia la costa francesa, poco antes de las tres de la madrugada.
Llamó a Chernay por la radio.
– Chernay, aquí Halcón, ¿cuál es la situación?
En la sala de radio, Schellenberg saltó de la silla en la que estaba sentado y se acercó a Leber.
– La niebla se ha levantado un poco gracias al viento -informó el sargento de vuelo-, pero no lo suficiente. A veces hay una visibilidad de treinta metros, pero luego la niebla vuelve a espesarse.
– ¿Hay algún otro sitio al que podamos dirigirnos? -preguntó Asa.
– No por aquí. El aeropuerto de Cherburgo está totalmente cerrado.
– Asa, soy yo -dijo Schellenberg tomando el micro-. ¿Están todos ahí?
– Claro que estamos todos. Su coronel Steiner, Devlin y yo. Lo que pasa es que, por lo visto, no tenemos ningún lugar a donde ir.
– ¿Cómo andan de combustible?
– Calculo que debe quedarnos una autonomía de vuelo de cuarenta y cinco minutos. Lo que haré será sobrevolar la zona durante un rato. Manténgase a la escucha e infórmenme en cuanto se produzca alguna mejoría de la situación.
– Ordenaré a los hombres encender los faros de la pista, general -dijo Leber-. Eso puede ayudar.
– Yo me ocuparé de eso -le dijo Schellenberg-. Usted quédese en la radio.
Y tras decir esto salió precipitadamente.
Veinte minutos más tarde, Asa volvió a llamar.
– Esto no sirve de nada. Bajaré a echar un vistazo.
Hizo descender el Lysander, encendiendo las luces de las ruedas, y la niebla lo envolvió por completo, lo mismo que había sucedido en Shaw Place. A los seiscientos pies de altura tiró de la palanca hacia su estómago y levantó de nuevo el avión, saliendo de la zona de niebla aproximadamente a los mil pies de altura.
Las estrellas seguían brillando pálidamente y lo que quedaba de la luna aparecía en una posición baja, con el amanecer asomando por el horizonte.
– Esto es inútil -dijo Asa por la radio-. Sería un suicidio intentar el aterrizaje en estas condiciones. Preferiría intentarlo en el mar.
– La marea está baja, capitán -dijo Leber.
– ¿De veras? ¿Cuántos kilómetros de playa hay por ahí abajo?
– Kilómetros y kilómetros.
– Entonces, ésa es la solución. Al menos, es una posibilidad.
– ¿Está seguro, Asa? -preguntó Schellenberg.
– General, lo único que sé es que no tenemos alternativa. Nos veremos dentro de poco, o nunca. Corto y cierro.
Schellenberg dejó el micrófono y se volvió hacia Leber.
– ¿Podemos bajar a la playa?
– Oh, sí, general, hay una carretera que conduce a una vieja grada.
– Bien, entonces pongámonos en marcha.
– Si tengo que amerizar, este trasto no se va a mantener a flote durante mucho tiempo -dijo Asa por encima del hombro-. Por detrás de donde están ustedes hay un paquete abultado. Eso de color amarillo. En cuanto lleguemos al agua, sáquenlo en seguida, tiren de la lengüeta roja y eso se hinchará solo.
– Supongo que usted nadará, ¿verdad, señor Devlin? -preguntó Steiner con una sonrisa.
– A veces -contestó Devlin devolviéndole la sonrisa.
Asa inició el descenso, bajando poco a poco la palanca, con el rostro cubierto de sudor. La aguja del altímetro se situó en los quinientos pies y continuó bajando. El Lysander se estremeció al encontrar una ráfaga de viento y descendieron a trescientos.