– He visto algo -gritó Devlin.
La niebla pareció abrirse por delante de ellos, como si alguien hubiera apartado una cortina a cada lado. Había grandes olas que rompían y casi un kilómetro de arena húmeda extendiéndose hacia los acantilados de Cap de la Hague. Asa tiró de la palanca y el Lysander se niveló a poco más de cincuenta pies de altura sobre las olas.
Asa golpeó cariñosamente el panel de instrumentos con una mano.
– Hermoso trasto, te quiero -gritó.
Y lo dejó descender para aterrizar.
El camión en el que iban Schellenberg, Leber y varios mecánicos de la Luftwaffe llegó a la playa en el mismo instante en que el Lysander apareció ante su vista.
– Lo ha conseguido, general -gritó Leber-. ¡Qué piloto!
Echó a correr hacia ellos, agitando las manos, seguido por sus hombres.
Schellenberg se sentía totalmente agotado. Encendió un cigarrillo y esperó a que el Lysander se dirigiese hacia el final del trozo de playa. Se detuvo finalmente, y Leber y sus hombres se pusieron a vitorear, al tiempo que Asa cerraba el contacto del motor. Devlin y Steiner fueron los primeros en bajar, seguidos por Asa, que se quitó el casco de vuelo y lo arrojó dentro de la carlinga.
– Ha sido todo un trabajo, capitán -dijo Leber.
– Trate este cacharro con cariño, sargento de vuelo -le dijo Asa-. Déle sólo lo mejor. Se lo merece. ¿Estará a salvo aquí?
– Oh, sí, la marea no llegará hasta esta zona.
– Estupendo. Compruebe el motor y luego tendrán que llenar a mano el depósito.
– A sus órdenes, capitán.
Schellenberg estaba de pie, esperando, cuando Steiner y Devlin se le acercaron. Le tendió la mano a Steiner.
– Coronel, es un verdadero placer verle aquí.
– General -dijo Steiner.
Schellenberg se volvió hacia Devlin.
– En cuanto a usted, mi alocado amigo irlandés, aún no puedo creer que se encuentre aquí.
– Bueno, ya sabe lo que digo siempre, Walter, hijo mío, todo lo que uno tiene que hacer es vivir correctamente.-Devlin sonrió con una mueca-. ¿Cree que puede haber para nosotros algo para desayunar en alguna parte? Me estoy muriendo de hambre.
Estaban sentados alrededor de la mesa, en la pequeña cantina, tomando café.
– De modo que el Führer llegó anoche, sano y salvo -dijo Schellenberg.
– ¿Y Rommel y el almirante? -preguntó Devlin.
– No tengo ni la menor idea de dónde se han quedado a dormir, pero ahora ya no faltarámucho para que se reúnan con él. A estas horas deben encontrarse ya de camino.
– Ese plan suyo no deja de tener cierto sentido -dijo Steiner-, pero hay muchas incertidumbres.
– ¿No cree usted que los hombres de ese destacamento paracaidista le seguirán?
– Oh, no me refiero a eso, sino a lo que pueda suceder con ustedes tres en el castillo antes de que nosotros lleguemos.
– Bueno, sí, pero no tenemos alternativa -dijo Schellenberg-. No hay otra forma.
– Sí, esto también lo comprendo.
Hubo un momento de silencio, antes de que Schellenberg dijera:
– ¿Está usted conmigo en esto o no, coronel? Ya no nos queda mucho tiempo.
Steiner se levantó y se dirigió a la ventana. Había empezado a llover con fuerza y se quedó mirando fijamente hacia el exterior, antes de volverse hacia él.
– Tengo pocas razones para que me guste el Führer, y no sólo por lo que le ocurrió a mi padre. Podría decir que él es malo para todos, un verdadero desastre para la raza humana. Pero, en cuanto a mí, lo más importante es que es un desastre para Alemania. Después de haber dicho eso, admito que tener a Himmler al" frente del estado sería infinitamente peor. Con el Führer, al menos, uno puede contemplar la perspectiva de ver terminada esta guerra sangrienta.: -¿Así que se unirá a nosotros en esto?
– No creo que ninguno de nosotros tenga otra alternativa.
– Qué demonios! -exclamó Asa encogiéndose de hombros-. También puede contar conmigo.
Devlin se levantó y se desperezó.
– Muy bien, pongámonos entonces en marcha -dijo.
Abrió la puerta y salió.
Cuando Schellenberg entró en la cabaña que él y Asa habían utilizado, encontró a Devlin con un pie sobre la cama, subida la pernera del pantalón, ajustándose la Smith Wesson en la tobillera.
– ¿Su ás en la manga, amigo mío?
– Además de esto -dijo Devlin tomando la Walther con silenciador y colocándosela en el cinturón, a la espalda. Luego tomó la Luger-. Y ésta es para el bolsillo. Dudo mucho de que los guardias de las SS nos permitan entrar armados por la puerta, de modo que será mejor tener algo que entregarles.
– ¿Cree que eso funcionará? -preguntó Schellenberg.
– ¿Incertidumbre por su parte y a estas alturas, general?
– No, en realidad, no. Mire, los aliados han dejado una cosa bien clara. No negociarán la paz. Exigen rendición incondicional. Eso es lo último que podría permitirse Himmler.
– Sí, y eso significa que uno dé estos días se encontrará con la soga que le está esperando.
– Y quizá también a mí. Después de todo, soy un general de las SS -dijo Schellenberg.
– No se preocupe, Walter -dijo Devlin con una sonrisa-. Si terminan encerrándole en una prisión iré a buscarle y lo liberaré. Y ahora, pongámonos en marcha.
El mariscal de campo Erwin Rommel y el almirante Canaris habían salido de Rennes a las cinco de la mañana en una limusina Mercedes conducida, por razones de seguridad, por el ayudante de Rommel, el mayor Cari Ritter. Su única escolta eran dos motociclistas de la policía militar, que abrían paso siguiendo las curvas de las estrechas carreteras francesas con las primeras horas del amanecer.
– Es evidente que la única razón por la que nos ha convocado a una hora tan ridícula ha sido para tenernos en desventaja -dijo Canaris.
– Al Führer le encanta tenernos a todos en desventaja, almirante -dijo Rommel-. Creía que ya había aprendido usted eso hacía tiempo.
– Me pregunto qué andará tramando -dijo Canaris-. Sabemos que va a confirmarle a usted en su nombramiento como comandante del grupo de ejércitos B, pero podría haberle pedido que volara a Berlín para eso.
– Exactamente -asintió Rommel-. Además de que hay teléfonos. No, creo que se trata del asunto de Normandía.
– Seguramente podremos hacerle comprender el sentido que hay detrás de eso -dijo Canaris-. El informe que le hemos presentado es bastante concluyente.
– Sí, pero, desgraciadamente, el Führer favorece la idea del paso de Calais, lo mismo que su astrólogo.
– ¿Y que tío Heini? -sugirió Canaris.
– Himmler siempre se muestra de acuerdo con el Führer, y eso lo sabe usted tan bien como yo. -En lo alto, a través de un hueco en la lluvia, vieron Belle Ile-. Impresionante -añadió Rommel.
– Sí, es una vista muy wagneriana -admitió Canaris secamente-. Es como el castillo situado en el fin del mundo. Eso es algo que debe de gustarle al Führer. Él y Himmler deben de estar disfrutando.
– ¿Se ha preguntado alguna vez cómo ocurrió, almirante? ¿Cómo hemos llegado a permitir que esa clase de monstruos llegaran a controlar los destinos de millones de personas? -preguntó Erwin Rommel.
– Sí, eso es algo que me pregunto cada uno de los días de mi vida -contestó Canaris.
El Mercedes tomó una curva, saliendo de la carretera principal, y empezó a subir hacia el castillo, con los motociclistas delante.
15
Eran poco más de las seis y el capitán Erich Kramer, al mando del decimosegundo destacamento de paracaidistas, estacionado en St. Aubin, estaba tomando café en su despacho cuando escuchó el motor de un vehículo que acababa de entrar en el patio de la granja. Se acercó a la ventana y vio unKubeltvagen, con el toldo de lona puesto para protegerse de la lluvia. Asa fue el primero en bajar del vehículo, seguido por Schellenberg y Devlin.