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– En efecto, señor. Estaba hospitalizado en Holanda y, sencillamente, una noche se largó. Tenemos entendido que ahora está en Lisboa.

– Probablemente con la esperanza de llegar de algún modo a Estados Unidos. ¿Lo tenemos vigilado? ¿Quién es nuestro hombre en Lisboa?

– El mayor Arthur Frear, señor, agregado militar de la embajada. Ha sido notificado ^contestó Cárter.

– Bien -asintió Munro.

– ¿Qué hacemos entonces con Steiner, señor?

Munro frunció el ceño, pensando.

– En cuanto se encuentre en condiciones, tráigalo a Londres. ¿Seguimos teniendo a prisioneros alemanes de guerra en la Torre?

– Sólo ocasionalmente, señor, como prisioneros en tránsito que pasan por algún pequeño hospital. Ya no es como en los primeros tiempos de la guerra, cuando teníamos allí a la mayoría de las tripulaciones capturadas de los submarinos.

– Y a Hess.

– Eso es un caso especial, ¿no le parece, señor?

– Está bien. Tendremos a Steiner en la Torre. Podrá quedarse en el hospital hasta que decidamos un lugar más seguro. ¿Alguna otra cosa?

– Se ha producido una complicación, señor. El padre de Steiner, como usted sabe, estuvo involucrado en una serie de complots del ejército cuyo objetivo era asesinar a Hitler. El castigo está institucionalizado: ahorcado con cuerda de piano; toda la escena ha sido registrada por orden expresa del Führer.

– Qué desagradable -exclamó Munro.

– La cuestión, señor, es que hemos recibido una película de la muerte del general Steiner. Una de nuestras fuentes de Berlín consiguió sacarla vía Suecia. No sé si desearía usted verla. No es precisamente agradable.

Munro estaba enojado, se levantó y recorrió la habitación. Se detuvo de pronto, con una ligera sonrisa en la boca.

– Dígame, Jack, ¿continúa ese pequeño sapo de Vargas en la embajada española?

– José Vargas, señor, agregado comercial. Hace tiempo que no lo hemos utilizado.

– ¿Y la inteligencia alemana está convencida de que está de su lado?

– El único lado que conoce Vargas es el que tenga la chequera más abultada, señor. Trabaja a través de su primo, en la embajada española de Berlín. _ -Excelente -asintió Munro, ahora sonriendo-. Dígale que haga llegar a Berlín la noticia de que tenemos a Kurt Steiner. Dígale que informe que se encuentra en la Torre de Londres. Eso suena como algo bastante espectacular, ¿verdad? Y, lo más importante, que se asegure de que tanto Canaris como Himmler obtienen la misma información. Eso debería agitarlos un poco.

– ¿Qué está tramando, señor? -preguntó Carta:.

– Esto es la guerra, Jack, la guerra. Ahora, tómese otra copa y luego váyase a casa a dormir. Mañana le espera un día muy ajetreado.

Cerca de Paderborn, en Westfalia, en la pequeña ciudad de Wewelsburg, estaba el castillo del mismo nombre que Heinrich Himmler había aceptado del consejo local en 1934. Su intención original había sido convertirlo en una escuela para los dirigentes de las SS del Reich, pero cuando los arquitectos y constructores terminaron las obras de adaptación, después de haber gastado muchos millones de marcos, habían creado una monstruosidad gótica digna de un gran escenario en la MGM, como un vasto decorado de película de la clase de las que Hollywood se sintió tan orgullosa cuando se pusieron de moda las películas históricas. El castillo disponía de tres alas, torres, un foso, y elReichsführer tenía sus propios apartamentos en el ala sur, así como lo que constituía su orgullo especial, un enorme comedor donde los miembros selectos de las SS se encontrarían en una especie de Tribunal de Honor. Todo el asunto se había visto influido por la obsesión de Himmler con el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda, y poseía una dosis considerable de ocultismo.

A unos quince kilómetros de distancia, en aquella noche de diciembre, Walter Schellenberg encendió un cigarrillo en el asiento posterior del Mercedes que le transportaba a toda velocidad hacia el castillo. Aquella misma tarde había recibido en Berlín la orden de reunirse con elReichsführer. No se le había especificado la razón de la entrevista, un detalle que él, desde luego, no tomó como ninguna señal de posible ascenso.

Ya había estado en Wewelsburg en varias ocasiones, e incluso había inspeccionado los planos del castillo en el cuartel general de las SD, de modo que lo conocía bien. También sabía que los únicos hombres que se sentaban alrededor de aquella mesa, con el Reichsführer, eran chiflados como el propio Himmler, convencidos de todas las leyendas de los tiempos oscuros sobre la superioridad de los sajones, o servidores que disponían de sus propios sillones, con sus nombres inscritos en placas de plata. £1 hecho de que el rey Arturo hubiera sido romano-británico, y se hubiese enzarzado en una lucha contra los invasores sajones, hacía que todo aquello fuera aún más extravagante, pero ya hacía tiempo que Schellenberg había dejado de sentirse divertido ante los excesos del Tercer Reich.

Como deferencia ante las exigencias vigentes en Wewelsburg, se había puesto el uniforme negro de las SS, con la Cruz de Hierro de primera clase colgada del lado izquierdo de su chaqueta.

– En qué mundo vivimos -dijo con suavidad, cuando el coche iniciaba el ascenso por la carretera que conducía hasta el castillo, al tiempo que se iniciaba una ligera nevada-. A veces me pregunto quién demonios está dirigiendo esta casa de locos.

Sonrió, reclinándose en su asiento, con un aspecto repentinamente encantador, aunque la cicatriz de una de sus mejillas, producto de un duelo, indicaba un aspecto bastante más despiadado de su naturaleza. Aquello era una reliquia de sus tiempos de estudiante en la universidad de Bonn. A pesar de sus excelentes dotes para los idiomas, había empezado sus estudios en la facultad de Medicina, que luego cambió por la de Derecho. Pero, en la Alemania de 1933, los tiempos eran duros, incluso para los jóvenes cualificados recién salidos de la universidad.

Las SS estaban reclutando jóvenes universitarios bien dotados para cubrir los escalafones de los mandos superiores. Al igual que muchos otros, Schellenberg había considerado la oferta como un empleo, no como un ideal político, y el ascenso en su carrera había sido asombroso. Gracias a su facilidad para los idiomas, el propio Heydrich le había facilitado el acceso al Sicherheitsdienst, el servicio de seguridad de las SS, conocido como el SD. Su responsabilidad principal había sido siempre la de llevar a cabo tareas de inteligencia en el extranjero, lo que a menudo provocaba conflictos de competencia con el Abwehr, a pesar de que sus relaciones personales con Canaris eran excelentes. Una serie de brillantes golpes de mano en la inteligencia le habían permitido ascender con rapidez en el escalafón. Ahora, a la edad de treinta años, era Brigadefübrer de las SS y mayor general de la policía.

Lo verdaderamente asombroso era que Walter Schellenberg no se consideraba a sí mismo como un nazi y consideraba al Tercer Reich como una lamentable charada y a sus protagonistas principales como actores de una calidad muy baja. Había judíos que le debían su supervivencia física; víctimas futuras de los campos de concentración, él se había encargado de desviar su ruta predestinada hacia Suecia y la seguridad. Se decía a sí mismo que aquello era un juego peligroso, una compensación para su conciencia, que él mantenía con sus enemigos. Hasta el momento, había conseguido sobrevivir sólo por una razón: Himmler necesitaba de su cerebro y de sus considerables habilidades, y eso fue suficiente.

Cuando llegó al foso sólo observó una ligera capa de nieve. No había agua. El Mercedes cruzó el puente, hacia la puerta de entrada, y él se dijo en voz muy baja:

– Demasiado tarde para quitarse de en medio, Walter, demasiado tarde.

Himmler le recibió en el salón privado de sus aposentos, en el ala sur. Schellenberg fue escoltado hasta allí por un sargento de las SS, con uniforme de gala, y encontró al ayudante personal de Himmler, unStunnbannführer llamado Rossman, sentado ante una mesa situada junto a la puerta, vestido también con uniforme de gala.