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Kramer los reconoció al instante, recordando su última visita, y frunció el ceño.

– ¿Y qué demonios querrán ahora? -se preguntó en voz baja.

Fue entonces cuando Kurt Steiner bajó del vehículo. Como no tenía gorra, le había tomado prestada al sargento de vuelo Leber una de la Luftwaffe. Era una gorra de tela, habitualmente conocida como schiff, que constituía una afectación para muchos de los miembros antiguos del regimiento paracaidista. Permaneció allí de pie, bajo la lluvia, con su chaqueta de vuelo azulgrisácea y las insignias de color amarillo en el cuello, pantalones de salto y botas. Kramer observó la Cruz de Caballero con hojas de roble, el águila plateada y dorada de los paracaidistas, las insignias de participación en la campaña de Creta y en el Afrika Korps. Le reconoció, desde luego. Era una leyenda para todos los miembros del regimiento paracaidista.

– Oh, Dios mío -murmuró. Tomó su gorra y abrió la puerta, abotonándose la chaqueta-. Coronel Steiner…, señor. -Hizo entrechocar sus talones y saludó, ignorando a los demás-. No puede imaginarse el honor que esto representa.

– Es un placer. El capitán Kramer, ¿verdad? -Steiner observó las insignias de Kramer, con la cinta por la guerra de invierno-. ¿De modo que somos viejos camaradas?

– Sí, coronel.

Algunos paracaidistas habían salido de la cantina, sintiendo curiosidad por los recién llegados. Al ver a Steiner, todos se pusieron firmes.

– Descansen, muchachos -dijo el coronel. Luego, volviéndose a Kramer, le preguntó-: ¿De qué fuerza dispone aquí?

– Sólo treinta y cinco hombres, coronel.

– Bien -le dijo Steiner-. Voy a necesitarles a todos, incluido usted, claro, de modo que protejámonos un poco de esta lluvia y le explicaré la situación.

Los treinta y cinco hombres del duodécimo destacamento de paracaidistas formó en cuatro hileras bajo la lluvia, en el patio de la granja. Llevaban puestos los cascos de acero peculiares del regimiento paracaidista, los pantalones bombachos de salto, y la mayoría de ellos portaban pistolas ametralladoras Schmeisser colgadas en cruz sobre el pecho. Permanecieron firmes y rígidos, mientras Steiner se dirigía a ellos, acompañado a un lado por Kramer, mientras Schellenberg, Devlin y Asa Vaughan permanecían detrás.

Steiner no se molestó en preámbulos y fue directamente al grano.

– Muy bien, muchachos. El Führer encontrará la muerte dentro de muy poco a manos de elementos traidores de las SS. Nuestro trabajo consiste en impedirlo. ¿Alguna pregunta?

Nadie dijo una sola palabra, y sólo se escuchó el sonido de la lluvia al caer. Steiner se volvió hacia Kramer.

– Que se preparen, capitán.

– Zu Befehl, Herr Oberst -saludó Kramer.

Steiner se volvió hacia los otros.

– ¿Dispondrán de tiempo suficiente con quince minutos? -preguntó.

– Y luego llegará usted como una columna de panzers -elijo Schellenberg-. Tendremos que darnos prisa.

El y Asa subieron alKugelwagen. Devlin, con el sombrero negro ladeado sobre una oreja y la trinchera militar robada del Club del Ejército y la Marina, en Londres, que ya estaba empapada, le dijo a Steiner:

– En cierto modo, da la impresión de que ya hemos pasado antes por esto.

– Lo sé y vuelve a plantearse la misma y vieja pregunta: ¿jugamos nosotros el juego, o es el juego el que nos maneja?

– Confiemos en que tengamos mejor suerte que la última vez, coronel.

Devlin le sonrió, subió al asiento trasero del vehículo y éste partió, con Asa al volante.

En elchateau de Belle Ile, Rommel, Canaris y el mayor Ritter subieron los escalones que conducían a la entrada principal. Uno de los dos guardias de las SS abrió la puerta y entraron. Parecía haber guardias por todas partes.

– Esto casi parece una convención de fin de semana de las SS -le comentó Rommel a Canaris mientras se desabrochaba el abrigo-, como solían hacer en Baviera en los viejos tiempos.

Berger bajó en ese momento la escalera y avanzó hacia ellos.

– Herr almirante.,., herr mariscal de campo, es un gran placer. Soy el Sturmbannführer Berger, responsable de la seguridad.

– Mayor -dijo Rommel con una leve inclinación de cabeza.

– El Führer ya está esperando en el comedor. Ha pedido que nadie lleve armas en su presencia.

Rommel y Ritter se quitaron las pistolas que llevaban al cinto.

– Confío en no haber llegado con retraso -comentó el mariscal de campo.

– En realidad, han llegado ustedes dos minutos antes de la hora prevista -dijo Berger dirigiéndole la sonrisa de buen humor que podría dirigir un soldado a otro-, ¿Me permiten mostrarles el camino?

Abrió la gran puerta de roble y ambos le siguieron. La larga mesa de comedor sólo estaba preparada para cuatro personas. El Führer estaba de pie junto a la chimenea de piedra, con la mirada fija en los leños ardiendo. Al escucharlos entrar se volvió hacia ellos.

– Ah, ya están aquí.

– Espero que se encuentre bien, mi Führer -dijo Rommel.

Hitler saludó a Canaris con un gesto.

– Herr almirante. -Sus ojos se desviaron hacia Ritter, que permanecía firme, sosteniendo un maletín-. ¿Y a quién tenemos aquí?

– Mi ayudante personal, el mayor Cari Ritter, mi Führer. Dispone de más detalles sobre la situación en Normandía, que ya hemos discutido -dijo Rommel.

– ¿Más informes? -preguntó Hitler encogiéndose de hombros-. Si tiene necesidad de ellos, supongo que estará bien. -Se volvió hacia Berger-. Prepare otro cubierto en la mesa y ocúpese de ver qué está retrasando alReichsführer.

En el momento en que Berger se volvía hacia la puerta, ésta se abrió y Himmler hizo su entrada. Llevaba el uniforme negro y tenía el rostro pálido, con una leve expresión de excitación que le resultó difícil ocultar.

– Le ruego me disculpe, mi Führer, pero he recibido una llamada telefónica desde Berlín cuando estaba a punto de salir de mi habitación. -A continuación, hizo sendos gestos de saludo-.Herr almirante, herr mariscal de campo.

– Y el ayudante del mariscal de campo, el mayor Ritter -presentó Hitler frotándose las manos-. Realmente, me siento muy hambriento. ¿Saben, caballeros? Quizá debiéramos hacer esto más a menudo.

Quiero decir, desayunar temprano. Eso nos deja todo el resto del día libre para otras cuestiones importantes. Pero, vamos, siéntense.

Él mismo así lo hizo, a la cabecera de la mesa. Rommel y Canaris se sentaron a su derecha, y Himmler y Ritter a la izquierda.

– Muy bien -dijo Hitler-. Empecemos. La comida antes que los asuntos a tratar.

Tomó la pequeña campanilla de plata que había a su mano derecha y la hizo sonar.

Apenas diez minutos más tarde, elKubelwagen llegó ante la puerta principal de entrada al castillo. Schellenberg se asomó. El sargento que se adelantó hacia él vio su uniforme y saludó.

– El Führer nos espera -le dijo Schellenberg.

El sargento le miró, desconcertado.

– Tengo órdenes de no dejar pasar a nadie, general.

– No sea estúpido, hombre -exclamó Schellenberg-. Eso no se me puede aplicar a mi -Se volvió hacia Asa y ordenó-: Siga conduciendo,Hauptsturmführer.

Entraron en el patio interior y se detuvieron.

– ¿Saben lo que dicen los españoles para referirse al instante en que el torero entra a matar y no sabe si vivirá o morirá a continuación? -preguntó Devlin -. Dicen que ése es el momento de la verdad.

– Vamos, señor Devlin, dejémonos de eso ahora -dijo Schellenberg-, y sigamos adelante.

Subió los escalones que conducían a la puerta de entrada al castillo y extendió la mano para abrirla.