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Hitler estaba disfrutando en el comedor, comiendo un plato a base de pan tostado y fruta.

– Una de las cosas buenas que tienen los franceses, es que hacen un pan excelente -dijo, extendiendo la mano para tomar otra rebanada de pan tostado.

En ese momento se abrió la puerta y un sargento mayor de las SS entró en el comedor. Fue Himmler quien le habló:

– Creí haber dejado bien claro que no se nos debía molestar por ninguna razón.

– Sí,Reichsführer, pero el general Schellenberg está aquí, acompañado por un Hauptsturmführer y un civil. Asegura que es imperativo que vea al Führer.

– ¡No diga tonterías! -exclamó Himmler-. ¡Ya sabe cuáles son sus órdenes!

Hitler intervino de inmediato.

– ¿Schellenberg? Me pregunto a qué puede haber venido. Hágale pasar, sargento mayor.

Schellenberg, Devlin y Asa esperaban en el vestíbulo, junto a la puerta. El sargento mayor regresó.

– El Führer les verá, general, pero deben dejar aquí sus armas. Tengo órdenes en tal sentido. Y eso se aplica a todos.

– Desde luego -asintió Schellenberg sacando su pistola de la funda y dejándola sobre la mesa con un ruido seco.

Asa hizo lo mismo, y Devlin se sacó la Luger del bolsillo interior de la chaqueta.

– Todas las aportaciones ofrecidas graciosamente.

– Y ahora, caballeros -dijo el sargento mayor-, si quieren seguirme…

Se volvió y les indicó el camino hacia el comedor.

Cuando entraron en él, Hitler seguía comiendo. Rommel y Canaris los miraron con curiosidad. Himmler estaba mortalmente pálido.

– Veamos, Schellenberg -dijo Hitler-, ¿qué le trae por aquí?

– Lamento mucho la intrusión, mi Führer, pero a mi atención ha llegado una cuestión de la más grave urgencia.

– ¿Y hasta qué punto es urgente esa cuestión? -preguntó Hitler.

– Está relacionada con su propia vida, mi Führer, o más bien debería decir con un atentado contra su vida.

– ¡Imposible.' -exclamó Himmler.

Hitler le hizo un gesto con la mano, ordenándole que se callara, y miró a Devlin y a Asa Vaughan.

– ¿Y quiénes son ellos?

– ¿Me permite explicárselo? Recientemente, el Reichsführer me encomendó la tarea de organizar el regreso al Reich, sano y salvo, de un tal coronel Kurt Steiner, que estuvo prisionero en la Torre de Londres durante un tiempo. Herr Devlin, aquí presente, y el Hauptsturmführer Vaughan lograron alcanzar el mayor de los éxitos en esta cuestión, y hace muy poco tiempo me han entregado al coronel Steiner en una pequeña base de la Luftwaffe situada cerca de aquí.

– No sabía nada de esto -dijo Hitler mirando a Himmler.

– Iba a ser una sorpresa, mi Führer -dijo Himmler, que parecía derrumbado.

Hitler se volvió de nuevo a mirar a Schellenberg.

– ¿Y dónde está ese coronel Steiner?

– Estará aquí muy pronto. La cuestión es que hace apenas un par de horas he recibido una llamada telefónica anónima. Lamento tener que decir esto en presencia delReichsführer, pero, fuera quien fuese, habló de traición, incluso en las propias filas de las SS.

– ¡Imposible! -exclamó Himmler, que estaba conmocionado.

– Se refirió también a un oficial llamado Berger.

– Pero elSturmbannführer Berger está a cargo de mi seguridad aquí -dijo Hitler-. Incluso acabo de ascenderle.

– A pesar de todo, mi Führer, eso fue lo que se me dijo por teléfono.

– Lo que no hace más que demostrar que no se puede confiar en nadie -dijo en ese momento Horst Berger saliendo de entre las sombras, en uno de los extremos del comedor, acompañado por un miembro de las SS a cada lado, todos ellos sosteniendo pistolas ametralladoras.

Steiner y el capitán Kramer iban al frente de la columna que subía hacia el castillo. Avanzaban sentados en unKubelwagen, sin capota a pesar de la lluvia. Los paracaidistas les seguían, montados en dos transportes de tropas. Steiner llevaba una granada de mano metida por el hueco superior de una de sus botas de salto, y una Schmeisser preparada sobre el regazo.

– Cuando empiece el jaleo, actuaremos con dureza, sin detenernos. Recuérdelo -dijo.

– Estamos con usted pase lo que pase, coronel -le aseguró Kramer.

Aminoró la marcha al llegar a la puerta exterior. El sargento de las SS se les acercó.

– ¿Qué es todo esto?

Steiner levantó la Schmeisser, le disparó una ráfaga rápida que le hizo dar un salto hacia atrás, se incorporó en el vehículo descapotable, y giró para interceptar con una nueva ráfaga al otro guardia, al tiempo que Kramer dirigía elKubelioagen hacia adelante con un repentino acelerón.

Al llegar al pie de los escalones que conducían a la puerta principal aparecieron más guardias de las SS, procedentes del cuerpo de guardia situado a la derecha. Steiner se sacó la granada de mano de la bota y la arrojó hacia el centro del grupo, luego saltó del vehículo y empezó a subir los escalones. Detrás de él, los paracaidistas saltaron de los transportes y le siguieron al asalto, disparando a través del patio contra los guardias de las SS que seguían apareciendo.

– ¿Se atreve usted a acercarse a mí de ese modo, empuñando un arma??-preguntó Hitler mirando a Berger con ojos enfurecidos.

– Lamento mucho tener que decírselo, mi Führer, pero ha llegado su hora. La suya, la del mariscal de campo Rommel y la del almirante. -Berger sacudió la cabeza con un gesto de pesar-» Ya no podemos permitir la presencia de ninguno de ustedes.

– No puede usted matarme, estúpido -le dijo Hitler-. Eso es imposible,

– ¿De veras? -preguntó Berger-. ¿Y por qué lo cree así?

– Porque no es mi destino el morir aquí -le con testó Hitler con serenidad-. Porque Dios está de mi lado.

Desde alguna parte, en la distancia, llegó hasta ellos el sonido de unos disparos. Berger medio se giró para mirar hacia la puerta y el mayor Ritter se puso en pie de un salto, le arrojó el maletín que tenía sobre la mesa y echó a correr hacia la puerta.

– ¡Guardias! -gritó.

Uno de los guardias de las SS disparó su Schmeisser, alcanzándole varias veces en la espalda.

– Señor Devlin -dijo Schellenberg en voz baja.

La mano de Devlin encontró la culata de la Walther con silenciador, que llevaba metida en la cintura, a la espalda. Su primera bala alcanzó en la sien al hombre que acababa de matar a Ritter; la segunda alcanzó al otro SS en el corazón. Berger se lanzó de un salto hacia él, con la boca abierta, emitiendo un terrible grito de rabia; la tercera bala de Devlin le alcanzó justo entre los ojos.

Devlin se le acercó y lo miró, sosteniendo aún la Walther.

– No quisiste hacerme caso, hijo, pero ya te dije que necesitabas buscarte una clase de trabajo diferente.

Detrás de él, las puertas se abrieron de golpe y Kurt Steiner irrumpió en la sala a la cabeza de sus hombres.

Cuando Schellenberg llamó y entró en la habitación de Himmler, encontró alReichsführer de pie ante la ventana. Comprendió en seguida que Himmler estaba dispuesto a defenderse con argumentos descarados.

– Ah, ya está aquí, general. Ha sido una situación de lo más desgraciada. Se refleja terriblemente en todos los que formamos parte de las SS. Gracias a Dios, el Führer considera la abominable traición de Berger como un acto individual.

– Afortunadamente para todos nosotros,Reichsführer.

– ¿Y la llamada anónima que recibió usted? -preguntó Himmler, sentándose-. ¿No tiene ninguna idea de quién pudo tratarse?

– Me temo que no…

– Es una pena. Sin embargo… -Himmler miró su reloj-. El Führer quiere marcharse al mediodía y yo debo volar con él de regreso a Berlín. Canaris vendrá con nosotros. En cuanto a Rommel, ya se ha marchado.

– Comprendo -dijo Schellenberg.