– Antes de marcharse, el Führer quiere verle a usted y a los otros tres. Creo que tiene la intención de condecorarles.
– ¿Condecorarnos? -preguntó Schellenberg.
– El Führer nunca va a ningún sitio sin llevar condecoraciones consigo, mi general. Vaya a donde vaya, siempre guarda una buena reserva en su maleta personal. Cree en la necesidad de recompensar los servicios leales, y yo también.
– Reichsführer.
Schellenberg se volvió hacia la puerta y Himmler añadió:
– Hubiera sido mejor para todos nosotros que este desgraciado asunto no hubiese ocurrido nunca. ¿Me comprende, general? Rommel y Canaris tendrán cerradas las bocas, y en cuanto a esos paracaidistas, será fácil manejarlos. Un traslado al frente ruso dará buena cuenta de ellos.
– Comprendo,Reichsführer -dijo Schellenberg con recelo.
– Lo que, desde luego, nos deja con Steiner, el Háuptsturmführer Vaughan y ese hombre, Devlin. Tengo la sensación de que todos ellos podrían resultar un inconveniente, con lo que estoy seguro estará usted de acuerdo.
– Si elReichsführer está sugiriendo… -empezó a decir Schellenberg.
– Nada -le interrumpió Himmler-. No estoy sugiriendo nada. Simplemente, dejo la cuestión a su buen criterio.
Era poco antes del mediodía cuando Schellenberg, Steiner, Asa y Devlin esperaban en la biblioteca del castillo. Se abrió la puerta y entró el Führer, seguido por Canaris y Himmler, que llevaba una pequeña cartera de cuero.
– Caballeros -dijo Hitler.
Los tres oficiales se pusieron firmes y Devlin, que había estado sentado junto a la ventana, se puso en pie de mala gana. Hitler hizo un gesto de asentimiento hacia Himmler, quien abrió una caja que estaba llena de condecoraciones.
– Para usted, general Schellenberg, la Cruz Alemana en oro, y también para usted,Háuptsturmführer Vaughan. -Les puso las condecoraciones sobre las guerreras y se volvió a Steiner-. Usted, coronel Steiner, ya tiene la Cruz de Caballero con hojas de roble. Ahora le concedo las espadas.
– Gracias, mi Führer – contestó Kurt Steiner con un considerable tono de ironía en su voz.
– En cuanto a usted, señor Devlin -dijo el Führer, volviéndose hacia el irlandés-. La Cruz de Hierro de primera clase.
A Devlin no se le ocurrió nada que decir, aunque reprimió un alocado deseo por echarse a reír en el momento en que el Führer le colocó la medalla sobre la chaqueta.
– Cuentan ustedes con mi gratitud, caballeros, y con la gratitud del pueblo alemán -les dijo Hitler.
Luego se dio media vuelta y salió, seguido de cerca por Himmler. Canaris se quedó un momento junto a la puerta.
– Ha sido una mañana de lo más instructiva, pero yo, en su lugar, llevaría cuidado a partir de ahora, Walter.
La puerta se cerró.
– ¿Y ahora, qué? -preguntó Devlin.
– El Führer regresará inmediatamente a Berlín -dijo Schellenberg-. Canaris y Himmler le acompañarán.
– ¿Y qué pasará con nosotros? -preguntó Asa Vaughan.
– En ese aspecto tenemos un pequeño problema. ElReichsführer ha dejado bien claro que no quiere a ninguno de los tres en Berlín. En realidad, no los quiere en ninguna parte.
– Comprendo -dijo Steiner-. ¿Se supone que debe usted encargarse de nosotros?
– Algo así.
– El viejo cabrón -exclamó Devlin.
– Claro que hay un Lysander esperando en la playa, en Chernay -dijo Schellenberg-. Leber ya habrá revisado el motor y lo habrá repostado.
– Pero ¿a dónde demonios podemos ir? -preguntó Asa Vaughan-. Acabamos de salir de Inglaterra por los pelos y Alemania es, desde luego, un lugar demasiado caliente para nosotros.
Schellenberg le dirigió una mirada interrogativa a Devlin, y el irlandés se echó a reír al comprender.
– ¿Ha estado alguna vez en Irlanda? -le preguntó a Vaughan.
Hacía frío en la playa y la marea estaba bastante más alta que aquella mañana, pero aún quedaba un amplio espacio para despegar.
– Lo he comprobado todo -informó el sargento de vuelo Leber a Asa-. No debería tener ningún problema,Háuptsturmführer.
– Y ahora, sargento de vuelo, puede usted regresar al campo de aterrizaje -dijo Schellenberg-. Yo le seguiré más tarde.
Leber saludó y se alejó. Schellenberg estrechó las manos de Steiner y Asa.
– Caballeros, les deseo buena suerte. -Ambos subieron al Lysander, y él se volvió hacia Devlin-. Es usted un hombre verdaderamente notable.
– Véngase con nosotros, Walter -le dijo Devlin-. Aquí ya no tiene nada que hacer.
– Demasiado tarde, amigo mío. Como ya le he dicho antes, a estas alturas ya es demasiado tarde para evitar lo que nos espera.
– ¿Y qué dirá Himmler cuando se entere de que nos ha dejado marchar a todos?
– Oh, ya he pensado en eso. Un tirador tan excelente como usted no debería tener ninguna dificultad para meterme una bala en el hombro. Pero, eso sí, que sea en el izquierdo, y que sólo afecte a la carne, claro.
– ¡Jesús, mira que es usted un viejo zorro!
Schellenberg se alejó y luego se volvió hacia él. Devlin sacó la mano del bolsillo, sosteniendo la Walther. El arma tosió una vez y Schellenberg se tambaleó, llevándose la mano derecha al hombro herido. Había sangre entre sus dedos, pero él sonrió.
– Adiós, señor Devlin.
El irlandés subió al aparato y bajó la carlinga. Asa giró el avión y el Lysander rugió a lo largo de la playa, despegando. Schellenberg lo observó cobrar velocidad y perderse en el mar. Al cabo de un rato se volvió y, sosteniéndose todavía el hombro con la mano, se dirigió al camino que conducía de regreso a la base.
Lough Conn, en el condado de Mayo, no lejos de la bahía de Killala, en la costa oeste de Irlanda, tiene más de quince kilómetros de longitud. Aquella noche, cuando la luz del ocaso se desvanecía y la oscuridad iba descendiendo de las montañas, su superficie era como un gran cristal negro.
Michael Murphy se dedicaba a sus tareas agrícolas en el extremo sur dellough, pero aquel día se lo había pasado pescando y bebiendo poteen hasta que, en palabras de su vieja abuela, ya ni siquiera sabía dónde estaba. Empezó a llover con una repentina ráfaga de viento y él llevó las manos a los remos empezando a canturrear suavemente.
Escuchó un rugido,, sintió una ráfaga de aire y algo que más tarde sólo pudo describir como un enorme pájaro negro pasó a toda velocidad sobre su cabeza y poco después se desvaneció entre las sombras, al otro extremo dellough.
Asa efectuó un amerizaje perfecto sobre las tranquilas aguas, a pocos cientos de metros de la orilla, dejando caer el timón de cola en el último momento. Se deslizaron sobre la superficie hasta que se detuvieron y se quedaron allí. El agua empezó a entrar. Abrió la carlinga y sacó la bolsa inflable, que se hinchó en seguida.
– ¿Qué profundidad hay aquí? -le preguntó a Devlin.
– Unos setenta metros.
– Entonces, eso será suficiente agua para esconder el avión. Pobre y encantador aparato. Bien, pongámonos en marcha.
Saltó a la balsa, seguido por Steiner y Devlin. Se alejaron remando y luego se detuvieron y miraron hacia atrás. El Lysander hundió el morro bajo las aguas. Por un momento, sólo se vio la cola del avión, con la esvástica de la Luftwaffe. Después, eso también desapareció por debajo de la superficie del agua.
– Supongo que no había más remedio -dijo Asa.
Siguieron remando hacia la orilla, que ya estaba a oscuras.
– ¿Qué hacemos ahora, señor Devlin? -preguntó Steiner.
– Nos espera una larga caminata, pero disponemos de toda la noche para hacerla. Mi tía abuela Eileen O'Brien tiene una vieja granja situada por encima de la bahía de Killala. Allí no encontraremos más que amigos.
– ¿Y luego qué? -preguntó Asa.
– Eso sólo Dios lo sabe, hijo mío. Ya veremos -le dijo Liam Devlin.
La balsa tocó fondo en una pequeña playa. Devlin fue el primero en desembarcar, con el agua llegándole a la altura de la rodilla. Luego, arrastró la balsa hacia la orilla.
– Cead mile failte -dijo, tendiéndole una mano a Kurt Steiner.
– ¿Y qué significa eso? -quiso saber el alemán.
– Es irlandés -contestó Liam Devlin sonriéndole-. El idioma de los reyes. Significa cien mil bienvenidas.