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– No,Reichsführer -dijo Berger.

– Desgraciadamente, el general Schellenberg lo es. Ésa es la razón por la que le envío a usted con él a Lisboa. Ese hombre, Devlin, debe venir, tanto si quiere como si no. Y espero que usted se ocupe de ello.

– ¿Acaso elReichsführer duda de la lealtad del general Schellenberg? -preguntó Rossman.

– Ha realizado grandes servicios para el Reich -dijo Himmler-. Probablemente, se trata del oficial mejor dotado que haya tenido bajo mi mando, pero siempre he dudado de su lealtad hacia el partido. En ese aspecto, sin embargo, no hay ningún problema, Rossman. Me es demasiado útil como para prescindir de él por el momento. Nosotros debemos emplear todas nuestras energías en la preparación para Belle Ile, mientras que Schellenberg se mantiene ocupado con el asunto Steiner. -Se volvió hacia Berger y añadió -: Será mejor que se marche.

– Reichsführer.

Berger hizo entrechocar los talones y se dio media vuelta. Cuando ya había cruzado medio salón, Himmler le dijo:

– Demuéstreme qué puede usted hacer,Sturmbannführer.

Berger llevaba la funda de la pistolera abierta, se giró con una rapidez increíble y extendió el brazo. En la pared de enfrente había un fresco que representaba a unos caballeros medievales. Disparó tres veces y tres cabezas se desintegraron. Los disparos produjeron ecos en todo el salón, al tiempo que él enfundaba la pistola.

– Excelente -dijo Himmler.

Schellenberg ya había iniciado la retirada. Él también era bueno, quizá tanto como Berger, pero ahora no era ésa la cuestión. Ya en el vestíbulo, recogió el abrigo y la gorra; estaba sentado en el asiento posterior del Mercedes cuando Berger se le unió, cinco minutos más tarde.

– Siento mucho haberle hecho esperar, general -se disculpó al entrar en el vehículo.

– No importa -dijo Schellenberg haciendo un gesto al conductor, quien inició la marcha-. Puede fumar si gusta.

– Temo no tener ningún vicio -dijo Berger.

– ¿De veras? Eso sí que es interesante. -Schellenberg se subió el cuello del abrigo y se reclinó sobre el rincón del asiento, colocándose la visera de la gorra sobre los ojos-. Nos queda un largo camino hasta Berlín. No sé qué piensa hacer usted, pero yo voy a dormir un rato.

Y eso fue lo que hizo. Berger se le quedó mirando durante un rato, y luego también se subió el cuello de su abrigo y se recostó en su rincón del asiento.

En el despacho de Schellenberg, en la Prinz Albrechtstrasse, había una cama militar de campaña, ya que a menudo pasaba la noche allí. Se encontraba en el pequeño cuarto de baño contiguo, afeitándose, cuando entró Ilse Huber, su secretaria. Tenía cuarenta y un años de edad y ya era viuda de guerra. Era una mujer sensual y atractiva, vestida con una blusa blanca y una falda negra. Anteriormente, había sido secretaria de Heydrich, y Schellenberg, a quien le era muy fiel, la había heredado.

– Está aquí -le dijo ella.

– ¿Rivera? -Schellenberg se limpió el jabón de la cara-. ¿Y Canaris?

– Elherr almirante estará cabalgando por el Tiergarten a las diez, como es habitual en él. ¿Le acompañarás?

Schellenberg lo hacía con frecuencia, pero cuando se acercó a la ventana y observó la nieve en polvo que cubría las calles, se echó a reír.

– No esta mañana, gracias, aunque tengo que verle.

Además de hallarse totalmente entregada al bienestar de Schellenberg, ella tenía un cierto instinto para las cosas. Fue a servirle café de la cafetera que le había traído en una bandeja.

– ¿Problemas, general?

– En cierto modo, cariño -contestó él. Bebió un trago de café y sonrió con aquella sonrisa suya, tan despiadada y peligrosa, que a ella le aceleraba los latidos del corazón-. Pero no te preocupes, no es nada que no pueda manejar. Te informaré de los detalles antes de marcharme. En esta ocasión voy a necesitar tu ayuda. Y, a propósito, ¿dónde está Berger?

– La última vez que le vi estaba abajo, en la cantina.

– Muy bien. Entonces veré a Rivera ahora.

Ella se detuvo en la puerta, antes de salir, y se volvió a mirarle.

– Ése me asusta. Me refiero a Berger.

Schellenberg se le acercó y le rodeó los hombros con un brazo.

– Ya te he dicho que no te preocupes. Después de todo, ¿cuándo no ha conseguido arreglárselas el gran Schellenberg?

Su actitud medio burlona la hizo reír, como siempre. Le dio un ligero apretón y ella salió del despacho sonriendo. Schellenberg se abrochó la chaqueta y se sentó ante su mesa. Un momento más tarde se abrió la puerta de nuevo y entró Rivera.

Vestía un traje marrón oscuro, y llevaba el abrigo doblado sobre el brazo. Era un hombre bajo de estatura, de piel cetrina y cabello negro con raya cuidadosamente trazada en el centro. Su aspecto era decididamente ansioso.

– ¿Sabe usted quién soy? -le preguntó Schellenberg.

– Desde luego, general. Es un honor conocerle.

Schellenberg levantó una hoja de papel que, en realidad, era papel de carta del hotel donde se había alojado en Viena durante la semana anterior.

– Este mensaje que ha recibido usted de su primo, Vargas, en la embajada de Londres, referente al paradero de un cierto coronel Steiner… ¿Ha hablado del asunto con alguna otra persona?

Rivera pareció sentirse realmente impresionado.

– Absolutamente con nadie, general. Se lo juro por Dios -y extendió las manos con un gesto espectacular-. Por la vida de mi madre.

– Oh, no creo que a ella tengamos que meterla en esto. Seguramente estará muy cómoda en esa pequeña villa que le compró usted en San Carlos. -Rivera le miró con una nueva expresión de asombro. Schellenberg añadió-: Como ve, no hay nada que yo no sepa de usted. Del mismo modo, no existe ningún lugar al que usted pueda marcharse y en el que yo no pueda alcanzarle. ¿Me comprende?

– Perfectamente, general -contestó Rivera, que estaba sudando.

– Ahora pertenece usted al SD y alReichsführer Himmler, pero es a mí a quien ha de responder, y a nadie más. De modo que empecemos con este mensaje recibido de su primo en Londres. ¿Por qué se lo ha enviado también al almirante Canaris?

– He seguido las órdenes de mi primo, general. En estos temas siempre hay una cuestión de pago por medio y en este caso… -Se encogió de hombros.

– ¿Le pareció que podría usted cobrar dos veces? -preguntó Schellenberg asintiendo con un gesto. Aquello tenía sentido y, sin embargo, había aprendido que en aquel juego nunca había que dar nada por sentado-. Hábleme de su primo.

– ¿Qué puedo decirle que el general no sepa ya? Los padres de José murieron durante la epidemia de gripe que se desató después de la Primera Guerra Mundial. Mis padres lo educaron. Éramos como hermanos. Fuimos juntos a estudiar a la universidad de Madrid. Durante la guerra civil combatimos en el mismo regimiento. Tiene un año más que yo, treinta y tres.

– No está casado y usted sí lo está -dijo Schellenberg-. ¿Tiene él alguna amiguita en Londres?

– Resulta que los gustos de José no se inclinan por las mujeres, general -contestó Rivera extendiendo las manos.

– Comprendo.

Schellenberg guardó silencio, reflexionando un momento. No tenía nada en contra de los homosexuales, pero esa clase de personas eran susceptibles al chantaje y ésa era una debilidad para cualquiera que estuviese involucrado en tareas de inteligencia. En consecuencia, un punto en contra de Vargas.

– ¿Conoce usted Londres? -preguntó.

– Serví allí, en la embajada -«asintió Rivera-, Estuve un año, en el treinta y nueve, junto con José. Dejé a mi esposa en Madrid.

– Yo también conozco Londres -dijo Schellenberg-, Hábleme del estilo de vida de su primo. ¿Vive en la embajada?