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– Perdón, Constanza, pero díme: ¿qué hombre resiste estar con una mujer inteligente, importante, y que además es buenamoza y rica?

– Parece que ninguno -su risa corta fue la primera del día-, acuérdate de que él sigue con su esposa. Una vez me dijo: nosotros los católicos también somos infieles, y tal vez con menos dolor que los agnósticos, porque reconocemos nuestra calidad de pecadores y tenemos a quien pedirle perdón.

Constanza sonríe otra vez con tristeza ante este recuerdo.

– Es un hombre muy desconfiado -retoma el hilo luego de un momento en que Floreana temió que lo abandonara-. Ven, tendámonos sobre mi poncho -se despoja de esos metros de suave alpaca blanca, tan fina, y lo extiende sobre la arena-. Tanta lana invernal tranquiliza, ¿verdad?

Se instalan, sacan cigarrillos -ambas conservan ese vicio tan femenino-, y Constanza, absorta la vista en una bandada de pájaros que vuelan por el cielo, no logra ocultar un brillo extraño, parecido al delirio, que desprenden sus ojos. Algo cambia en su voz, comienza a hablar en un tono monocorde.

– Su madre se metió con el jardinero de la casa. Él tenía catorce años ese día que volvió del colegio con fiebre. Vivían en una casa enorme, una especie de parcela, en Las Condes. Estaban las empleadas, el mozo, todo el mundo haciendo el aseo en el primer piso. Al pasar a su pieza, sintió ruidos en la de su mamá. Eran ruidos que él nunca había oído y que nunca pudo olvidar después. Como de gatos, no de seres humanos. En vez de irrumpir en el dormitorio, lo turbó algo que aún hoy no puede identificar claramente, algo que lo obligó a espiar. Se quedó oyendo. En la ventana abierta a la terraza se reflejaban las imágenes de un hombre y una mujer revolcándose en la cama. Le dieron ganas de matarla cuando reconoció al jardinero… pero se quedó paralizado. De ahí en adelante, vivió como en una pesadilla.

– ¡Pobrecito! Debe haber sentido una impotencia feroz…

– Sí, feroz. Ella con sus blusitas de seda cerradas hasta el cuello en la mesa, escandalizándose si alguien decía «poto», y su padre tratándola como si fuera una mujer decente. Lo odió más a él que a ella, por débil, por crédulo, por imbécil. El jardinero iba todos los jueves. Su padre se despedía de él en la mañana, afable, cariñoso, dándole instrucciones sobre el pasto, las rosas, el riego, y el otro siempre obsecuente. Y mi pobre amor lloraba de rabia. Empezó a enfermarse los jueves para no ir al colegio y así asegurarse la atención de su madre, coartándola con su presencia para que aquella escena no se volviera a repetir. Nunca lo habló con nadie.

– Eso sí que mata… el no hablarlo.

– Era incapaz de hacerlo. A los dieciséis años se masturbó por primera vez con la imagen de su madre y el jardinero, vomitando y eyaculando al mismo tiempo. No confió más en las mujeres. Se casó con una especie de monja, fea, santa, asexuada.

– Previsible, ¿no?

– Absolutamente. Nunca volvió a querer a sus padres. De ahí hasta que me conoció, tenía sospechas de todo y de todos. ¡Y de todas! No te imaginas cómo era su casa, su mundo: la formalidad extrema. La aparente bondad, los buenos modales, los principios inamovibles. Su sentimiento íntimo era así: todos son crápulas, yo también. Cuando me conoció en el directorio de su propia empresa, donde nos tocó trabajar un buen tiempo juntos, se fue enamorando sin darse cuenta, básicamente por mi apoyo diario a sus asuntos. Viajamos muchas veces los dos, sin ser amantes todavía. Ni siquiera éramos amigos.

– ¿Pero se coqueteaban, o algo?

– Inconscientemente, sí. Claro que ninguno de los dos lo habría reconocido. No sé cómo empezó a excitarse conmigo. La primera vez que nos acostamos, él estaba aterrorizado. Me dijo que no sabía nada en materia de amor. Prometí enseñarle, disimulando lo poco que sabía yo, aunque muy pronto me di cuenta de que a pesar de la pobreza de mi vida sexual anterior, él era efectivamente mucho más ignorante que yo. Vomita cada vez que se acuesta conmigo, al eyacular. Se descompone de amor y de rabia.

– ¿Vomita? Pero, Constanza, ese hombre te tiene pavor… Jamás había oído algo semejante.

– El mismo no podía explicarme por qué, y yo me angustiaba. Imagínate cómo me insegurizaba: ¿quería decir que verme, tocarme desnuda, le daba asco? Me volvía loca de desconcierto. Creí que nunca se iba a atrever a contarme qué le pasaba. Hasta que hubo una noche rara, especial. Estábamos en Singapur, en un antiguo hotel inglés, el Raffles, que es como de sueño, un lugar que te transporta, no sé, a la India del siglo pasado. Creo que influyó que estuviera tan lejos de nuestra realidad cotidiana.

– Sí, yo también he comprobado en carne propia que en el extranjero los hombres se sueltan.

– Y nosotras también… Esa noche, otro miembro del directorio, joven y bastante buenmozo, le confesó en medio de una especie de borrachera que estaba enamorado de mí y le pidió consejos sobre cómo abordarme. Esto lo volvió loco. La sola idea de imaginarme en manos de ese hombre le desató tal angustia (el otro no sólo era más joven sino que además estaba disponible) que tuvimos un encuentro sexual desenfrenado. Y a la hora de vomitar, ante el miedo de perderme, tomó la decisión de hablar conmigo. Allí me contó esta historia. Fue un puro acto de pasión.

– Y de confianza.

– Sí, o mejor dicho: a mí me quiere, a pesar de sí mismo. Me ama siempre que me vomite. No puede quedarse con el amor adentro.

Constanza se cubre el rostro con sus manos cuidadas.

– ¡Qué horror lo que te he contado! Debe ser el Albergue…

– Sabes muy bien que te entiendo…

– Sí, sí, lo sé… -el delirio ha emergido abruptamente a la superficie, sofocado de tanto esconderse.

Se pone de pie. Parece fatigada, como oscilante, sacudida. Una hoja de otoño a punto de ser aplastada por una inminente pisada.

– Perdóname, Floreana… Déjame caminar un rato sola.

Olvida la alpaca blanca y se va en dirección a los cerros que resguardan la caleta. Floreana recoge el poncho, se lo cuelga sobre los hombros y se queda mirando a los pescadores. Debe dejarla tranquila. Constanza ha descubierto en sí misma el salvajismo de una forma de franqueza vivida por primera vez.

Yo también pillé a mi madre, aunque no fue tan brutal, piensa, mientras por una estrecha fisura de su mente se cuelan imágenes olvidadas. Cursaba uno de los últimos años de colegio y había una reunión con alumnos y apoderados en su curso. Cuando ésta terminó, Floreana caminó al paradero de buses, frustrada por la ausencia de su madre. Entre el colegio y el bus, en una esquina, se situaba un pequeño pub, tranquilo y oscuro, que ella ya no veía por el hábito de pasar cada día frente a él. Floreana nunca se ha explicado qué la impulsó a mirar para adentro. Allí estaba su madre, en una pequeña mesa, tomada de la mano con un hombre. Salió disparada, por el terror de que la hubiesen advertido. Su madre llegó al hogar casi a la misma hora que ella, como si viniera de la reunión. ¿Supuso que le guardarían las espaldas?

Esa noche la alcanzó en su dormitorio y la vio frente al espejo del tocador, observándose minuciosamente. Ignoraba -era evidente- que su hija la había visto. Floreana la abrazó por la espalda y le preguntó qué ocurría.

– Me siento indigna.

Y no hubo más palabras.

Al día siguiente, a la hora de la siesta, Floreana presenció cómo se acurrucaba contra el cuerpo de su marido, que leía en el gran sofá del escritorio. Ella copiaba unas definiciones de la enciclopedia; pensó que su mamá dormía, pero al volverse vio que sus ojos estaban abiertos, fijos y grandes. Floreana recordaría siempre lo que detectó en esos ojos: miedo.

Caminando sola de vuelta de la caleta, siente cómo cada día el manto de la noche cubre tantas cicatrices en el Albergue. ¿No estará ella a tiempo de destapar sus propias espaldas?

13

– ¡Qué grupo de escépticas! -les dice Elena, ella que ha confiado en el amor justo y equilibrado-. Bueno, mujeres, yo me voy a la cama-sonríe, despidiéndolas luego de la sesión de Clásicos del Cine que han visto en televisión-. Pero, antes de retirarnos: ¿quién me va a acompañar mañana a la ceremonia con el ministro?

– ¡No cuentes conmigo! -se apresura Patricia-. Ya he cumplido con mi cuota después de la convivencia con el cura. ¿Sabías, Floreana, que cada tanto el cura llama a Elena para recordarle que somos sus feligresas? Alguna de sus mujeres será creyente, pues, señora, le dice. Y ella, para quedar bien con las estructuras, nos obliga a aparecer en la iglesia. ¡Y la última vez me tocó a mí, que soy completamente atea!

– Una plegaria no te hará mal -se ríe Elena.

– ¿Plegaria? Bonita palabra -ajusta, como siempre, la colorida ruana a su cuerpo-. No necesariamente debe ser para Dios, ¿verdad?

– No. Puedes someterte a un momento de humildad y pedir por algo. Por todas nosotras, por ejemplo.

Floreana se ofrece para acompañar a Elena al día siguiente. Constanza, aunque no simpatiza mucho con el actual gobierno, dice que también irá.

– Con dos me basta -dice Elena-. Y como Floreana y Constanza tuvieron la gentileza de ofrecerse, las demás se quedarán con las ganas. Les aviso que tienen preparado un curanto. ¡Ustedes se lo pierden!

Al llegar a la cabaña, encuentran el estar vacío; Toña y Angelita no están a la vista.

– ¡Qué raro! -comenta Constanza-. ¿Dónde se habrán metido?

– Deben estar de visita en otra cabaña, o habrán salido a caminar.

– ¿A esta hora, con tanto frío?

Floreana se dirige al baño, abriendo la puerta. Ve a Angelita desnuda dentro de la tina. Sus hermosos pechos sobresalen entre la espuma y el vapor mientras Toña, hincada en el suelo, le frota la espalda con delicadeza.