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– Perdón -se excusa Floreana.

Toña se sobresalta y se apresura a dar explicaciones.

– Perdonen ustedes. Ocupamos la tina sin pedirla. Es que se demoraban mucho y Angelita tenía frío.

– Úsenla todo lo que quieran, siempre que me permitan lavarme los dientes -grita Constanza desde su dormitorio, empezando a desvestirse-. Lo que es yo, estaré durmiendo dentro de diez minutos.

Ya en su cama, Floreana arremete consigo misma. Le ronda la discusión en que se trabaron después de la película. Se pregunta si estará tan enajenada como para que Hollywood, con Cleopatra -la superproducción por antonomasia-, la deslice hacia disquisiciones anémicas.

Analizando a Marco Antonio y Cleopatra, no puede dejar de pensar en el amor actual, en el diminuto instante inmerso en el vivir, como diría Silvio. Tras la primera noche de amor, Cleopatra le dice a Marco Antonio que a partir de ese momento no debe temer ni tenerle celos a César. ¡Por una sola noche…!, se dice Floreana, incrédula. Igual él se casa después con Octavia: razones de Estado. ¡No se puede creer ni en las más altas pasiones! O si se cree en ellas, ¡miren el fin de Marco Antonio! Toda su vida rota por el amor de Cleopatra: poder, honor, voluntad… ¿Valdrá la pena un amor de ese tipo?

– Y ella le perdona todo -había comentado Patricia.

– Tiene que ver con el deseo satisfecho. Siempre hay que relacionar esa idea con las conductas aparentemente inexplicables -descifra Constanza con su cara de mujer inteligente-. Cuando un deseo profundo ha sido satisfecho, una mujer perdona. Si no ha sucedido así, ¡no perdona nunca!

Se quedaron todas calladas. Es probable que cada una evaluase de cuánta satisfacción se ha beneficiado. Y cuánto ha perdonado.

Una vez que se entra en el sexo, no hay vuelta atrás. La piel, al exponerse entera, exige deberes y derechos que en horas anteriores no existían, medita Floreana, deseosa de gritarlo de una vez: ¡yo soy mala para la cama!, ¿me oyen? ¡No soy Cleopatra y habría dado mi vida por serlo! No hay magia alguna que resista la embestida de un ser ansioso. Del sexo a la ansiedad hay un paso. El sexo es el puente que no debe cruzarse; si una lo hace, automáticamente pierde el poder.

– ¡Es lo más anticuado que he oído en mi vida! -le había gritado Patricia de vuelta-. Yo no pierdo ningún poder: hago el amor y punto.

– ¿Y esperas su llamada al día siguiente?

– No, no espero nada. Ya tuve el goce que buscaba, cero rollo después.

– No te creo -aventura Floreana-. Nuestra tragedia es que siempre esperamos la llamada al día siguiente. Y si no llega, nos sentimos indignas. Casi vejadas.

– ¡Por favor! -Patricia la mira con agresividad-. Y él, ¿no debiera esperar también una llamada?

– Al revés, él está aterrado de que esa llamada llegue. Si suena el teléfono y oye la voz femenina preguntando «¿cuándo volveré a verte?», le dan tres tiritones y sale arrancando. Hay hombres que evitan meterse a la cama sólo por el horror de esa llamada al día siguiente.

¿Por qué ellos no y nosotras sí?

Porque estamos cagadas, por eso. ¿O alguna cree que el mito de la virginidad como la joya a entregar es invento? Aunque todo ha cambiado, nuestra vagina sigue siendo nuestro instrumento de poder. Pensemos en Ana Bolena. El día que se entregó, perdió a Enrique VIII… y terminó decapitada.

¡No vale!, dice una de sus voces internas, eso pasó hace siglos.

Mi problema es más serio, se lamenta Floreana. Llegado el momento, vuelvo atrás: dejo de ser la mujer de fin de siglo que se supone que soy, y paso a reencarnar a mi madre y a mi abuela. Entonces, después de una noche de amor, no sólo espero la llamada telefónica… Espero flores, cartas… ¡Y ojalá él me diga, con palabras reales, que el encuentro ha sido trascendente, que el mundo se detuvo porque se metió a la cama conmigo!

Maritza se había largado a reír cuando Floreana osó formularlo públicamente. ¡Ahí sí que te fregaste!, le dijo burlona, mejor no te acostís con nadie; ¿a qué hombre se le detiene el mundo hoy en día? ¿Ah? ¡A ninguno!

Ensaya levantar su dignidad… pero en el fondo se siente derrotada. La única que parece no vivir en permanente conflicto es Elena. Todos los comentarios de la siquiatra fueron divertidos pero sensatos, como de alguien que ha sido evidentemente bien amada. Tuvo un marido al que voluntariamente dejó, dos hijos grandes que la adoran -y a los que pudo criar y mantener sin el agobio que sufren casi todas las mujeres del Albergue, que se matan por conseguir el dinero que los respectivos padres muchas veces niegan-, y miles de hombres que probablemente le llevaron flores y a quienes se les detuvo la vida por ella. Seguro que ninguno la abandonó. Es la satisfacción de la que hablaba Constanza: Elena la conoce.

Cagaste, Floreana, se dice. ¿Cuándo empezó el amor a devenir en terror en vez de incentivo? Dirás lo que te hemos escuchado en otras oportunidades, dirás que la vida te ha enseñado, que estás dolida por acumulación… De acuerdo, pero… ¿hasta ese grado delirante y obsesivo? El que no te conste la semejanza de la realidad del otro con la tuya no debiera paralizarte así, mujer descreída y asustada. ¿No eras tú acaso la que se reía con Fernandina del maldito miedo de los hombres? Bueno, el miedo es esto. Ni más abstracto ni más indiscernible que esta terrenal sensación de verse cercada, de que las cercas crecen a veces hasta dimensiones gigantes, como esas verduras de invernadero que parecen distorsionar la naturaleza. Sus puntas hacen daño, por cierto, lastiman. Siempre existe la posibilidad de seguir de largo y resultar indemne, pero sólo si estás en condiciones de darle la espalda a la vida misma. El problema del amor, Floreana -con todos los lugares comunes que trae consigo-, es que es casi inseparable de la vida misma. Entonces, cómo resistirse al juego de conocerse, de tocarse el alma, de añadir el cuerpo como peligroso contrabando, de adivinar al otro, de adecuarse, de creerle… o mejor seamos sinceras: de creerse uno en el otro. Ése es el pavor. Nadie quiere una gota de riesgo ni dolor. Es el signo de los tiempos. ¡Qué nada nos toque! Ése es el nuevo concepto de salvación en esta modernidad arrolladora.

– ¿Tú crees, Elena, que esto del miedo es nuevo? ¿Este miedo que nos tienen los hombres hoy? -había preguntado Constanza con inquietud.

– No, yo creo que nos han temido desde la eternidad -respondió Elena, reflexiva-. Tal vez lo nuevo sea que nosotras nos dimos cuenta y lo estamos diciendo; y al hacerlo explícito, al exhibirlo, nosotras mismas hemos definido una nueva etapa.

– ¿Y qué vamos a hacer ahora? -el desaliento impregna la voz de Constanza.

– Tender puentes, querida, tender puentes. No veo otra salida.

– Ay, Elena, sé más explícita, por favor…

– Por ejemplo, hacerles sentir que no son menos hombres por sentir ese miedo… una vez que lo reconozcan, por supuesto. Habría que convencerlos de que dejen aflorar su parte femenina… y así podríamos encontrarnos en un punto medio, ¿no te parece? No se me ocurre otra manera.

– Y hombres así, ¿existen?

– Son escasos, no lo niego -Elena se ríe con malicia-, pero existen, Constanza, existen.

Se te seca la garganta, Floreana. El amor es un paso en falso. No caminar mal. No caminar, mejor. Inmovilicémonos. Cada uno en su propio hielo: así no nos haremos daño.

Tu desesperado anhelo es protegerte, pero no tienes la entereza para desahuciarte totalmente del amor: algo en ti aún se siente llamado al peligro. Total, Floreana, ¿qué es lo peor que podría pasarte? Que no te quieran.

¿Será eso tan grave?

14

Floreana se siente tan ajena de sí misma como le sucedía en la adolescencia, cuando salía de un cine y enfrentaba la realidad de la calle. Por largo rato deambulaba, sintiéndose la heroína de la película, convencida de ser tal o cual actriz, encarnando con pasión al personaje, mirando a su alrededor como si todo fuera una porquería que se confabulaba para sacarla de su verdadero medio: el cine, la atmósfera, la fantasía recién vivida. Volvía a ser ella sólo cuando la inmediatez y la trivialidad se hacían ineludibles.

Regresar al Albergue significará arrancarla de la ensoñación en que la sumerge la piadosa mentira del filme que ahora protagoniza en Puqueldón.

Puqueldón es un pueblo tendido en la isla Lemuy, una de las cuarenta y dos que conforman el Archipiélago de Chiloé. No son más de mil sus habitantes y el aire es siempre fresco, aun en los días veraniegos de calor. Cualquiera sea la temperatura, el aire despierta a hombres y mujeres, los alerta, los mueve.

Floreana pensará a este pueblo como el lugar del aire.

¿Qué hace ella tan lejos del Albergue? Fue por culpa de la visita del ministro, del pueblo embanderado y de Elena que le sugirió reemplazarla.

Al llegar a la ceremonia, Floreana observó detenidamente, y por primera vez, a Elena -«la Abadesa», como dice Toña a sus espaldas- junto a su amigo el médico. Se apretaron las manos al darse el beso de saludo, arrimaron sus sillas para sentarse lo más cerca posible el uno del otro, y luego de hacerse comentarios al oído sus risas mostraban una evidente complicidad. Terminado el discurso del alcalde, y cuando estaba por comenzar el del ministro, uno de los carabineros se acercó al doctor con su radio encendida. Un feo accidente había ocurrido en Puqueldón: el hijo de la directora de la escuela estaba herido. Flavián no demoró en partir, pero antes le pidió a Elena que lo acompañara.

– No puedo, tengo que almorzar con el ministro. ¿Necesitas ayuda? -como chiquillos secreteándose, así de bajo es el tono de sus voces.