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– Tengo mi trabajo. Es lo único que controlo, por lo tanto no quisiera desviarme de él. No estoy dispuesto para el amor; me debilita y me hace perder energías preciosas.

– ¿Perder? ¿Y no podrías ganarlas? -¡miren quién habla!, le dice a Floreana su segunda voz.

– ¿Ganarlas con el amor? No, no. El amor me desconcierta y me descontrola. No me sirve.

Busca una cassette en la guantera y le comenta, sin mirarla:

– Oye… ¿qué está pasando? Nadie me hace nunca preguntas tan directas. Estaré muy cansado, o muy solo, o tú eres mágica, que me haces hablar así…

De puro nerviosa, Floreana le pregunta qué música va a elegir.

– La estoy buscando, algo muy bonito… además, acabo de instalarle un equipo nuevo al jeep y se escucha estupendo… -sigue buscando-. Como manejo tanto de pueblo en pueblo, valía la pena la inversión.

Mientras se concentra en el paisaje -que en esta isla tiene el don de subyugarla-, llegan a sus oídos las primeras notas de una sinfonía, y junto a ellas un golpe lacerante a sus entrañas.

– ¿Puedo cambiarla? -balbucea.

– ¿No te gusta Brahms? -Flavián parece confundido.

– Mucho, pero no esta sinfonía -y sin pedir permiso la arranca del aparato.

Flavián la mira. En el fulgor de esa mirada, Floreana reconoce los ojos que trataron la pena de doña Fresia; la observan como si fueran expertos en detectar heridas aunque éstas pretendan ocultarse.

– ¿Quieres hablar de algo especial? -se lo dice con un tono cuidadoso que hasta ahora no había usado con ella.

– No.

Coloca un concierto para clarinete de Mozart y el silencio se instala entre ellos por un buen trecho.

– Falta poco para el trasbordador -la alienta él transcurridos unos diez minutos-. Y cruzando, estaremos muy luego en Puqueldón.

Ella mira complaciente hacia el camino y no responde. Entonces, él vuelve a hablar, otra vez como para sí mismo. Ya ha olvidado el episodio de Brahms.

– Las mujeres piensan, y lo que es peor, discuten sus emociones infatigablemente. Nosotros no lo hacemos, ¿sabías?

– Ustedes se lo pierden.

– Es que los hombres no tenemos amigos, como las mujeres. Tenemos competidores.

– A veces ustedes me dan pena… honestamente -murmura Floreana.

– A mí también. Creo que los hombres estamos atravesando por algunos problemas.

Sube el volumen de la música en un pasaje que lo conmueve. Pero el respeto por Mozart no dura mucho.

– Sin embargo -sigue-, las sensaciones de las mujeres están bastante desprestigiadas también, tienes que reconocerlo -él nunca pierde el hilo, observa ella-. ¿O no? Que las hormonas, que las emociones, que la identidad… ¡Tanto rollo!

– Perdóneme, señor doctor -dice Floreana, sardónica-, pero por muy desprestigiadas que estén, al menos las tenemos. ¿No cree usted, suponiendo que cuenta con algún conocimiento sobre el ser humano, que la ausencia de esas emociones nos aplasta contra el vacío?

– No. Y lo que es yo, señorita, no quiero saber de ellas.

Pero medio kilómetro más allá, agrega:

– No sé en qué están ustedes allá arriba en el Albergue, pero quizás no andemos tan lejos…

– Lo que nosotras tratamos de enterrar es la tristeza, no las emociones.

– Bueno, admito que eso es honorable. La desesperación o la mala suerte pueden ser indecorosas, pero la tristeza no. Y quisiera explicarte algo que me pasa con ustedes. Estoy demasiado cerca de la miseria real, la que estoy obligado a compartir todos los días con los que de verdad sufren, para guardarle espacios a la compasión por un grupo cuyos dolores quedan muy por debajo de esa línea. La verdad es que me aburre el pesar del intelecto.

Desasosegada, Floreana calla. Divisar de pronto el trasbordador en el mar resulta una salida para su ánimo.

15

La tormenta, aire, tierra y agua. Todo. El mundo se va a ahogar. Floreana siente miedo y el mar no le ofrece ningún consuelo. Aprieta con fuerza el tazón de té caliente, sentada a la mesa del comedor en esa casa vacía que la cobija. Con la tetera hirviendo y un plato de chápateles, espera a Flavián, quien se toma el tiempo necesario para evaluar, luego de curarlo, si el niño accidentado necesita o no ser trasladado al hospital de Castro. Ella había caminado sola por el pueblo y sus alrededores, antes de que el agua lo llenara todo con su avasalladora presencia. El atardecer irradiaba tal luz que parecía inventarle una tristeza inusual a la isla, en contraste con la exaltación que a pesar de lo que le dicta su conciencia la está desentumeciendo. Volviendo, Floreana compró un cuaderno en el almacén y se acomodó en la tibieza vacía de esta pequeña casa de madera que le han prestado. No estaba en su ánimo acompañar al médico, presenciar la sangre y el dolor es lo último que su memoria podría desear. La idea de escribirle una carta a Emilia la reconforta.

Aunque la intención del pálido sol hubiese sido detenerse un poco más en el cielo, la tarde en esta pequeña isla ha caído con implacable puntualidad. Y con ella, la tormenta. Aunque la lluvia en el sur es pan de cada día, este diluvio parece harina de otro costal. Aparta el cuaderno. Cualquier frase resultará falsa si su mente está llena de otras palabras y otros momentos.

¡Cuan ruidoso es el baile del viento! ¡Qué energéticas sus piruetas de saltimbanqui!

Cuando Floreana piensa algo inadecuado, es uno de sus demonios el que lo hace por ella. Quiero quedarme aquí, ha dicho el demonio de hoy, el más desatado. Se acerca a la ventana y ve a Flavián que regresa; ella observa el movimiento de su silueta a través del frío. Y al entrar, como si adivinara sus voces internas, él le dice, empapado:

– Imposible volver a la isla grande con esta tempestad…

Floreana va en busca de una toalla. Mientras intenta secarse, Flavián la mira como aturdido.

– Estoy preocupado por ti -dice-, creo que estoy abusando contigo. A mí me suele suceder, pero yo duermo en cualquier parte. O son los enfermos o es el clima: alguno de ellos decide siempre por mí. Pero tú, Floreana…

– No te preocupes, yo me adapto. Ya me perdí el curanto, que era lo que me entusiasmaba. A esta hora da lo mismo. Elena supondrá que ha sido la lluvia, y sabe que estoy contigo.

– Sobre el curanto, estamos en Chiloé, yo me encargo de organizarte uno de primer nivel -Flavián suena casi alegre-. Sobre Elena, podemos llamar a la Telefónica y pedir que le lleven el recado.

Frota la toalla contra su pelo castaño, desordenándolo. Luego levanta la cabeza y contempla un momento a Floreana.

– Díme, en serio, ¿te resultaría un problema no volver al Albergue?

– No, doctor -le sonríe Floreana-, los ritos diarios me los puedo saltar por una vez.

– Eso me alivia -extrae del bolsillo del gamulán una escobilla de dientes aún empaquetada-. Mira, la acabo de comprar -se la entrega con una sonrisa-. ¿Qué más necesitas? En el jeep hay un maletín para estas emergencias.

– Con esto me basta. ¿Quieres una taza de té?

– Un té… sí, lo necesito.

Se sienta a la mesa y hunde la cabeza en sus manos.

– Estás exhausto, Flavián…

– Cansado solamente -Floreana recuerda que los hombres no exageran con el lenguaje-. El niño va a andar bien, eso es lo importante. Las heridas eran superficiales, fue la cantidad de sangre lo que alarmó a la gente. Pero es cierto que estoy muy cansado, y no me vendría mal un pequeño reposo. Ah, se me olvidaba… estamos invitados a comer más tarde en casa del alcalde. Se ofendería mucho si lo dejamos plantado.

– En el dormitorio hay una cama y aquí está el sofá, que se puede acomodar -responde Floreana, contenta de verse incluida en ese plural.

– A propósito de camas -recuerda Flavián-, la directora de la escuela mandó a invitarte a dormir en su casa.

Floreana se estremece y su «¡no!» parece surgirle directamente del estómago.

– ¿Por qué? -se extraña él.

– Porque me da frío.

Flavián deja su taza sobre la mesa, como si esa sola frase justificara cualquier interrupción.

– Las casas en Chiloé nunca son frías, y mucho menos una habitada. Aquí está mucho más helado, te advierto.

– Perdona, Flavián, no me creas rara, pero yo no hablaba de eso. Me refería al otro frío. ¡No me mandes a esa casa!

Frunce el ceño. Es evidente su desconcierto frente a esta mujer a la que, a fin de cuentas, conoce apenas.

– No te voy a mandar a ninguna parte, ni tienes que hacer nada que esté fuera de tu voluntad. A ver, Floreana, siéntate aquí a mi lado. ¿Qué pasa contigo?

Ella obedece, dócil, y arrima una silla. De haber sido una gata, habría restregado el lomo contra su brazo.

– Para entenderte bien: no estamos hablando de los cuerpos, ¿verdad?

– No -apenas le sale la voz.

– ¿Quieres decir, y no encuentras bien las palabras, que es mi presencia la que te abriga?

– Sí.

Y algo en la recóndita inmaterialidad de Flavián se desanuda ante esa afirmación. Floreana ve cómo se acerca a ella una de sus grandes manos y siente en su nuca la caricia. En voz muy baja, como si le hablara a una niña, él le pregunta.

– ¿Por qué le temes a la falta de abrigo?

– No sé, no sé. Me pasa desde que era chica… pero entonces no lo entendía, corría adonde mi mamá o me encerraba en el escritorio, y ese frío se iba. Pero desde que dejé la casa de mis padres, no me abandonó más. Quizás por un tiempo, mientras estuve casada… quizás… pero ya hace mucho de eso. El trabajo también me ayuda…

El rostro del hombre a su lado se ve tan concentrado en cada una de sus palabras, que Floreana cree que él va a tragárselas. ¡Hace tanto tiempo que nadie le daba esa importancia a una sensación de ella!