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– Eres una cría… una linda cría -le susurra Flavián con dulzura.

Le revuelve el pelo, y cuando ella está a punto de reclinarse sobre su hombro, él retira la mano, dejando su nuca tibia pero ya desnuda.

– Bueno, nos quedamos los dos aquí. Pero tú vas a ocupar el dormitorio, y yo el sofá -el tono es autoritario, rompiendo así el encantamiento.

– De acuerdo. Pero ahora úsala tú, tiéndete un rato en la cama y descansa -Floreana se levanta de la mesa y va al dormitorio, busca una frazada extra que ha visto sobre una silla. Él la sigue con la taza de té en la mano y la toalla colgando de los hombros.

– ¿Tienes hambre?

– No todavía. Esos chapaleles estaban deliciosos. Y tú termina de secarte, no puedes irte a la cama con el pelo mojado.

– Oye, yo tengo un hambre feroz, pero me da pena sacarte a la lluvia para ir donde el alcalde… Si quieres, puedo ir solo.

– No me cuides tanto, voy a estar bien.

– ¡Ah! Se me olvidaba que a las mujeres como ustedes no hay que protegerlas.

– No me malinterpretes. Es que no quiero ser un estorbo. ¡Con qué facilidad te pones antipático!

Además, no hables en plural, como si las veinte del Albergue fuéramos la misma cosa -dice, y luego se suaviza-: Quiero que te recuestes ya, para que por fin descanses.

– ¿No lo son acaso? -la ironía es insoslayable; ¡qué poco dura su ternura!

– En el fondo, nos miras en menos -dice Floreana, sentada a los pies de la cama.

– No te enojes. Es que las mujeres en manada son la destrucción del encanto. ¿Eso no lo puedes entender?

Estoy concediendo mucho, se dice Floreana. ¿Cómo respondería Toña en su lugar, o Patricia, la irreverente, o la misma Elena? Pero él continúa mientras sorbe el último trago de té y se desembaraza de la toalla:

– ¿Qué tal te avienes con ellas?

– Las conozco poco, llevo diez días aquí. Pero ya me he encariñado. Tuve mala suerte, ¿sabes? -agrega, decidiendo acudir al buen humor-, las dos mujeres más lindas están en mi cabaña, y por si fuera poco, las dos más famosas. ¡Imagínate el complejo de inferioridad con que voy a salir de ahí después de tres meses!

– ¡Uf, ésas me producen horror! ¡No me metería jamás con ellas! -las facciones de Flavián se relajan-. Gracias a Dios, la que me acompañó hoy fuiste tú.

– ¿Por qué? -cierra las cortinas y recoge la taza, contenta de estar a cargo de él, de cuidarlo.

– Porque tú pareces menos dueña de ti misma.

Y se tumba sobre la cama, entregado. Floreana lo cubre con las frazadas, él sonríe y cierra los ojos.

Todos los fantasmas caen de bruces sobre su cabeza mientras Flavián duerme tranquilo. Ella le ha prometido despertarlo a la hora de ir a casa del alcalde.

Ésa es ella misma, como sus huellas dactilares. La Floreana desprovista, poco mundana, no reconocida, mal pagada, autora de libros casi ignorados y nunca sabiendo contener la expresión de sus sentimientos, si surgen. Amorosa, transparente, asustada.

El mentón apoyado en la mano era su típica posición; inmóvil aun cuando estuviera tan impaciente como ahora. Un recuerdo inesperado la toca: un castigo de la infancia. Durante una de las expediciones de sus padres a las Galápagos, quedaron todos ellos -los niños- en manos de una mujer de mediana edad; no se entendía bien si actuaba de niñera o de mayordoma… Cuando se portaban mal, esta mujer los llevaba al baño, les metía la cabeza dentro del escusado y tiraba la cadena. Floreana sentía cómo se diluía, cómo el cerebro se le arrancaba, cómo se iba a quedar sin sesos. Su única pregunta ante la irrupción de este episodio aparentemente olvidado es por qué surge en este momento, ahora, colándose por entre el ruido feroz de la tormenta.

Busca en la cocina algo para tomar; algo fuerte, no más té. ¡Cómo quisiera un vodka! Encuentra unas botellas de tinto barato. Contenta, se lleva una al lado de la estufa. Este solo descubrimiento le cambia el ánimo. Bebe ese líquido humilde, color del cielo cuando lo rompe un relámpago. Al cuarto sorbo, ya con el cuerpo caliente, se acerca al dormitorio, cuya puerta no cerró, y contempla al hombre. Observa ese cuerpo en reposo, colgado quizás de qué sueños, desvalido. Indefenso cuerpo confiado. El que de día es rápido y fuerte, el que expele a veces un cierto aire gitano por su hosquedad, y a la vez parece el de un gato montes, salvaje y silvestre, rodeado por una naturaleza que lo ha hecho suyo al robárselo a la ciudad. La naturaleza acentúa en él rasgos que posiblemente la gran ciudad ahogaba.

Floreana teme -añora- el anochecer.

Vuelve a la estufa, toma su vaso.

Ciudad del Cabo.

The day after.

No. Floreana no necesita estremecimientos nucleares. Le bastan los de su impulso.

Se yergue en ella, despiadado, el conocido repudio hacia sí misma. Es la mañana siguiente, y es como toda mañana siguiente después de una noche en que el control se ha mandado cambiar: el ambiente adecuado relajó sus defensas, un trago, una canción determinada emanando de algún parlante escondido, ojos que miran con más insistencia que la acostumbrada, cierta conversación ambigua, y lentamente, nunca Floreana lo percibe a tiempo, ella abre nuevos escaparates de su mente, elabora ingeniosos discursos, pide otro vodka, no cesa de fumar, como si el humo pudiera esconder sus estremecimientos, los ojos aquéllos están en ella y se asomará de pronto ese momento en que dirá lo que no desea decir, y comprometerá algo de sí misma que no debe comprometer. Hace un gesto sutil con la mano que toca como al pasar ese otro pantalón y las horas nocturnas volarán, y al despertar -incierto y lento despertar-, una a una, torpemente al principio, llegarán las imágenes hasta dar con la película completa. No, nunca será completa, los hoyos negros que el vodka agujereó no serán restaurados. Ella se tocará el cuerpo buscando los signos, la única memoria es el cuerpo que arroja su propia luz sobre los recuerdos amnésicos. El cuerpo: siempre una marca.

¡La castidad, Señor, dame la castidad! Pero así dejarías de vivir, le dijo él, que por cierto tenía una esposa de sueños cansados en algún lugar de la tierra. Un hombre como todos. ¿Es ésa la parodia del amor? ¿Apegarse a una vitalidad pasajera, a la patética fantasía de que no moriremos? ¿O es mantener la ilusión de que el futuro existe?

La castidad al menos aleja los espejismos. Pero después de Ciudad del Cabo los espejismos volvieron, en gloria y majestad.

Apenas la caricia es caricia, la complicidad se hace carne y las certezas construidas a medias se debilitan. No hay cómo pelearle a la corriente subterránea, eléctrica, sorda, que generan entre sí, desde que el mundo es mundo, los hombres y las mujeres.

No hay atenuante. Sólo una torpe, ambigua prerrogativa que ni la propia Floreana sabe manejar, porque sus propósitos se le escapan de las manos con un aullido de loba solitaria: ¡no más cerrarse en falso! Dios mío, no me abandones a la merced de una mente brillante, unas piernas atrevidas y ágiles, una piel enfebrecida por la música. Una carne viva.

Me voy a desatar, se dijo en Ciudad del Cabo. Pulcramente escribe en su mente el letrero, ojalá luminoso, que proclame al mundo su nuevo estado. O mejor poner un aviso en el diario: Soy vulnerable.

Y lo fue.

– Desperté -la voz de Flavián la regresa a Puqueldón.

Floreana lo mira, sobresaltada.

Cuidado, un gato montes siempre acecha con cautela y da golpes certeros.

16

Y al fin, tiznado enteramente el cielo, sin rayos ni relámpagos, se ha hecho la más completa oscuridad, la que envuelve a su hija perdida, acunándola en su aturdimiento. La noche se arrastra interminable. Entre el silencio de una habitación y el silencio de la otra habitación, se ha dibujado un tercer silencio: el deseo de Floreana. Alerta -la lluvia es un pretexto para el oído atento-, anhelando y temiendo a la vez el movimiento del otro, sin sueño alguno para conciliar. Tan pocos metros de madera y una acústica promiscua: cada crujido rebota en su boca, sus manos, su espalda cuya piel se ha erizado. ¿Vendrá? Los instantes parecen horas. El tiempo de Floreana pierde su forma. Si unas pisadas en el piso… ¿es idea mía o las oigo? No hay tal pisada… Continúa la lluvia sin piedad, lo único vivo de la noche.

Arroparse, cobijarse en las frazadas vacías… esperando. Silencio traidor, nada se oye. Ni un crujido. Lo más sabio es que el silencio continúe, le dice una de sus voces, ése es tu designio, a eso has venido. Pero si yo no lo estoy llamando, contesta la otra voz, mi humildad yace en esta cama, no he hecho un solo gesto. No te defiendas, no te acuso, pero aunque es mudo tu grito, gritas igual.

La lana del suéter es tan delicada como su obsequio: no arrugues tu ropa al dormir, le dijo él, si no tienes piyama usa este chaleco. Levantó los brazos, desprendiendo de su cuerpo el poco calor que poseía. Floreana se fue a acostar acariciando el suéter. Ahora lo huele. Apoderarse de cualquier huella, aunque sea la de su sudor.

– Un vaso de vino antes de dormir, ¿verdad? -le había sugerido Flavián cuando regresaron de la casa del alcalde.

Se sentaron a la única mesa, la estufa de leña cerca -la volvió a encender, como un advertido guardabosques-, ese olor a humedad de las casas de Chiloé rondando el aire.

Flavián la mira sin distracción y alza el vaso. Le sonríe con ese placer callado y somnoliento de un buen fin de jornada.

– ¡Salud, Floreana de las Galápagos, bienvenida a esta isla!

Ella le devuelve su sonrisa más tímida. Él ha tocado esa timidez. No dan por terminado el día.

– Se me espantó el sueño con la siesta… -dice él-. ¿Tú quieres irte a dormir?