Floreana no habría dejado la capital sin conocer la historia de este personaje que excitaba su curiosidad: la formación universitaria de Elena había coincidido con el comienzo de esos años -los benditos o malditos sesenta-, y muy pronto comenzó a sentir su alma partida en dos: por un lado su interés por la excelencia académico-profesional y por otro su vocación social. Estudiar medicina mitigó por un tiempo esta contradicción. Elena provenía de una familia adinerada y rangosa. No fue extraño, entonces, que se interesara por conocer ese otro mundo, el «Chile real». Para tomar contacto con la gente trabajó en el departamento de Acción Social de la Federación de Estudiantes. Pero como era una buena alumna, quiso completar su trayectoria académica con un doctorado en el extranjero, y al hacerlo en esa época, inevitablemente se desconectó de la militancia por la que sin duda habría optado de permanecer en su país. Al regresar a principios de los años setenta, se encontró con un Chile efervescente y políticamente polarizado. Cuando sobrevino el golpe de estado, quiso ayudar a sus amigos en desgracia: ella estaba «limpia», podía usar libremente sus infinitos recursos… entre otros, los familiares. En ese momento conoció a Fernandina. Trabajaron un tiempo juntas, y fue ésta quien, llegado un cierto punto, la reconvino: aquéllos a quienes ayudas te exponen, le dijo, no te dan cobertura, son deshonestos contigo al no informarte de los peligros que corres, se han aprovechado de tu buena fe. Elena terminó por cortar con la izquierda de la resistencia, pero al bajar esa cortina la acometió el vacío. Buscó entonces una salida individual para su propia vocación. Se había especializado en siquiatría y a través de su trabajo clínico en los consultorios populares pudo palpar la realidad de las más desamparadas. La comunicación fluía sin problemas entre ella y las mujeres que trataba, y se sorprendió al ver acrecentarse su sensibilidad en el contacto con las de su propio sexo. Según Fernandina, esa experiencia había constituido el turningpoint de Elena.
Ya está en el Albergue: el tiempo no se escurrirá y Floreana podrá observar a Elena con toda calma. Pasea su vista por el dormitorio y la detiene en una alfombra de lana blanca y gruesa; es típicamente chilota, se dice al recordar aquel mercado en Dalcahue donde había comprado otra idéntica para la primera casa que armó por su cuenta, al casarse. ¿Dónde estará hoy esa alfombra? Muchos años y muchas casas han transcurrido para semejante pregunta. Luego de deslizar suavemente sus manos por el mañío que uniforma los muebles, aspira profundamente el aire: tiene la certeza de habitar al fin en el cuarto que buscaba. Éste va a ser su cuarto propio durante los próximos tres meses.
2
– ¿Dónde está nuestra nueva conviviente?
La puerta de la habitación se abre y Floreana, aún adormilada sobre su cama, mira confundida. Reconoce aquella figura que tanto ha apreciado sobre las tablas y en las pantallas de televisión: una silueta elástica, muy joven, vestida enteramente de negro, el pelo color naranja cortado casi al rape. La miran dos ojos enormes, negros también, y oye una voz áspera que parece no hacer concesiones.
– Hola, yo soy Toña -se acerca a saludar a Floreana y le besa la mejilla-. ¿Ya hablaste con Elena? ¿Lo tienes todo claro?
– Sí -el sueño todavía flota vaporoso alrededor de su conciencia-, estuve en su oficina.
– Bueno, si tienes alguna duda -dice Toña-, aquí estamos nosotras para aclarártela. ¡Angelita, ven! -se vuelve hacia alguien que Floreana no ve-. ¡No seas tímida, si ya se despertó!
– ¿Podemos entrar? -pregunta con recato otra mujer, asomándose a la puerta. Su rostro, a contraluz, no se distingue bien.
– Mejor me levanto y nos tomamos un café -sugiere Floreana, incorporándose.
Se alisa el pelo y la ropa, se calza las botas forradas en lana de las que no piensa desprenderse en toda su estadía y camina hacia la sala de estar. La mujer de la puerta ya ha tomado la tetera para hervir el agua.
– Siéntate -le dice Toña a Floreana-, por hoy te atenderemos nosotras. Ella es Angelita Bascuñán. No se conocen, ¿verdad? Nuestras piezas están aquí -las apunta con el dedo-, al frente tuyo, y compartimos baño. Angelita es para mí el equivalente de Constanza para ti, y las dos son… ¡insoportablemente glamorosas! -suelta una risa breve.
Caída del cielo. Ésa y no otra es la sensación de Floreana al mirar a Angelita: sus reflejos dorados asoman como si ella misma fuese una hojuela de maíz. Obscena tanta belleza, piensa. A pesar de su aire distinguido, Angelita lleva la más común de las vestimentas: jeans y un suéter azul de cuello subido, lo apropiado para el clima duro del sur. Tiene ojos verdes que recuerdan los de un gato y sus manos se ven suaves, sin asomo de sequedad o aspereza alguna. Se acerca a besarla, con una dulzura casi opuesta a la actitud de Toña.
– Vas a ser feliz aquí, Floreana -le dice-. Muy feliz.
– Si es que se puede ser feliz en alguna parte -dispara Toña con ese dejo de cinismo al que Floreana pronto se acostumbraría.
Angelita saca del mueble de cocina el tarro de Nescafé, un azucarero pintado con flores azul pálido y tres tazas de la misma loza floreada. En un momento todo está dispuesto. Con razón se llama Angelita, piensa Floreana, nadie con esta hermosura podría llamarse Ángela a secas.
– De Toña ya lo sé todo -se dirige a ella con curiosidad-, o al menos lo que todo el mundo sabe. ¿A qué te dedicas tú?
– Técnicamente, soy dueña de casa -Angelita lo dice con cierta ironía, mientras vierte el agua en las tazas con cuidado y levanta la vista-. Y tú, Floreana, ¿qué haces cuando no estás triste? -esto último lo pregunta con humor, para alivio de la recién llegada que aún no sabe cómo se lo toman las mujeres del Albergue.
– Soy historiadora. Me dedico a la investigación.
– ¿Y qué haces después con tus investigaciones? -pregunta Toña.
– Las publico y terminan siendo libros que nadie lee, salvo algunos especialistas tan locos como yo.
Toña se ríe y hace unas exageradas muecas de espanto con sus labios pintados de ciruela.
– Como si nadie fuera a ver mis obras de teatro… ¡Qué frustración! O como si mis programas en la tele no tuvieran rating.
– No, no es igual… Los historiadores sabemos desde el principio que la nuestra es una vocación solitaria.
– ¿Cuál es tu especialidad? -Toña quiere saberlo todo.
– El siglo XVI chileno. También me he adentrado en el XVII… Pero el XVI es mi fuerte.
– Uy, ¡qué aburrido! ¿Por qué no elegiste algo más vivo? -los gestos de Toña son divertidos, habla con su rostro.
– A mí me parece estupendo -la interrumpe su compañera, muy compuesta en la silla, las manos entrelazadas sobre su falda-. No sé nada de historia, nada, y no me vendrían mal unas lecciones.
– Bueno -se disculpa Floreana-, la gracia está en hacerlo vivo, pero en fin, hace un par de años cambié de tema y he incursionado en otra cosa…
– ¿En cuál?
– La extinción de la raza yagana.
– ¿Qué es eso? -pregunta Angelita.
Está a punto de hablar del sur austral de Chile, de la Patagonia, cuando se abre la puerta y entra la cuarta integrante de la cabaña. Floreana no desvía ni un poco su mirada: es tal como la recuerda de las fotos en la prensa.
– Tú eres Constanza -le dice de inmediato.
La sonrisa que la otra le devuelve mientras se desprende de su chaqueta entraña siglos de reserva. Es una sonrisa melancólica, aunque su figura irradie un aplomo imposible de ignorar. Floreana aplica sobre ella una especie de radiografía: su porte altivo sobrepasa el de las demás, la espalda se mantiene orgullosamente recta y sus largas piernas se adivinan bien torneadas bajo el pantalón de franela gris. Constanza irradia un colorido castaño claro, con tenues luces casi amarillas. Pero es sobre sus uñas que Floreana fija su atención: el corte es perfecto, están delicadamente limadas y esmaltadas, y no sobra cutícula alguna. Son las uñas más cuidadas que jamás ha visto.
(Al desempacar, sola, en el dormitorio, Floreana había entrado al baño a dejar sus cosas y encontró las de Constanza. Cómo sospechar que usaba esta crema o que tomaba estas cápsulas cuando la veía en las noticias o en una entrevista, se dijo analizándola a través de sus objetos más íntimos; o que ésta es su colonia… Es lo que nunca sabemos de las otras, ni siquiera de las cercanas. ¿Cómo será el botiquín de Isabella, el de Fernandina? No sé qué crema se ponen de noche mis hermanas, y ahora lo sé de Constanza Guzmán.)
Ya son las siete de la tarde; a las siete y media irán a la casa grande, donde se hallan el comedor, la biblioteca, la oficina y el departamento de Elena, y donde se desarrolla la actividad comunitaria. Hoy, a la hora de comida, Floreana será presentada.
Conversando todavía con sus compañeras de cabaña, no deja de sentir un rayo de opacidad cayendo sobre ella. La originalidad y el desenfado de Toña, la belleza y la dulzura de Angelita, la superioridad que emana de Constanza, la golpean al mismo tiempo. ¿Por qué tuvo que tocarme esta cabaña? Yo venía a convivir con mis iguales, gente normal, mujeres de carne y hueso… Voy a ser la que desentona, la aburrida, la común y corriente… Seguiré siendo exactamente lo que he sido siempre.
Arropada en su propia tibieza, Floreana no puede conciliar el sueño esa noche, a pesar del cansancio que se ha adueñado de cada uno de sus huesos. Un carrusel de rostros y nombres la confunde. Ha visto mujeres por todos lados. No trates de retener todas las caras, le había advertido Elena, lentamente se te irán grabando las que valgan la pena. Entre palabras cordiales y risas solidarias celebraron su llegada. Por ahora, recuerda a Olguita y a Cherrie, que se sentaron a su lado en la larga mesa del comedor.