El día en que yo osé plantearle que de ella dependía sanarse, me dio una respuesta inesperada:
«¡No me carguen con más responsabilidad! ¡Por favor! ¡Yo no soy la culpable de mi propio cáncer! Eso es poner todo el peso sobre los hombros de la víctima.»
Yo me fui llorando. Pero llorando para adentro, porque no conozco otra forma.
«A veces me miro», me había dicho Dulce esa tarde, «y me da la impresión de ser una mujer con la que no tengo nada en común.»
Las metástasis. Aparecieron las malditas.
Se habló de Houston. Los médicos no expresaron mayores esperanzas, pero en este país lejano se cree siempre que Houston es la solución. Dulce se niega: que la medicina chilena es estupenda, que lo que deba hacerse se haga aquí. Pero Daniel Fabres, dominante como es, y con el apoyo de mi madre y mis hermanos, insiste: doblegan su voluntad y se la llevan.
El vacío es enorme. La casa de Dulce había pasado a ser el centro de operaciones de la familia, todas llegábamos ahí a la hora en que el trabajo nos lo permitía; nunca convivimos tanto como ahora, floreciendo las voces, interrumpiéndonos unas a otras, hilando el día a día como antaño, pasando de la anécdota a la reflexión sin ton ni son, distrayéndonos a nosotras mismas y a Dulce de esta realidad feroz. Hasta Emilia, la hija mayor de Isabella, adquirió el hábito de instalarse allí después de sus clases en la universidad, invadiéndolo todo con su implacable juventud.
Emilia dibuja todo el día. Quiere ser pintora. Contempla acuciosamente la situación, como si en las noches bosquejara en secreto una gran tela sobre nosotras.
Una tarde -me lo comenta- se ha puesto a observar a cada una en sus diferentes poses mientras escuchan la Cuarta Sinfonía de Brahms: Dulce desde su cama de enferma, Floreana desde el sillón. Se han dedicado una risa cómplice al comienzo, luego se confunden en sus gestos el placer que proviene de la música y el rictus de sus propias aflicciones. ¿Qué significa Brahms en ese momento para las dos hermanas? La pregunta se la hace Emilia a sí misma. ¿Cuáles son las penas que salen a la superficie a través de esta música? ¿Son tenues, sutiles o desgarradas? Mi sobrina acaricia su juventud: para ella la Cuarta Sinfonía es sólo la Cuarta Sinfonía; no es todavía la inevitable antesala de alguna tristeza.
Porque has de saber, Elena, que existe una vieja historia entre Floreana y Dulce.
Recordarás que Daniel Fabres albergaba dos pasiones, grandes e inalienables: la ciencia y la música. En la música, era víctima de un fanatismo específico: Brahms. Para una Navidad, cuando éramos adolescentes, llegó con un sobre plano y cuadrado para cada hija mujer. Los había envuelto en un papel con rosas amarillas y una enorme cinta azul al centro, cuatro paquetes iguales, las cuatro sinfonías de Brahms. Le entregó la Primera a Isabella, la Segunda a Floreana, la Tercera fue para mí y la Cuarta para Dulce. Comenzamos a pelear. Es injusto, grité yo, la Segunda es lejos la más linda, ¿por qué tiene que ser para Floreana? Isabella me hizo coro: la Segunda es la que todo el mundo conoce, la más famosa, ¡no pensamos quedarnos nosotras con lo que sobra! Daniel Fabres nos tildó de ignorantes. Enojado, sometió a toda la familia al más absoluto silencio y nos obligó a escuchar las sinfonías, exceptuando la Segunda porque todos se la sabían de memoria. Las miradas de envidia eran disparos feroces hacia el rostro de Floreana. Ella no abría la boca.
Pero hay algo que Daniel Fabres no supo: a la mañana siguiente, muy temprano, su hija Floreana se dirige en puntillas al dormitorio de Dulce. Lleva en sus manos el regalo de la noche anterior.
«Estoy dispuesta a hacerte un favor enorme, solamente porque eres la menor», le dice. «Un trueque. Y te conviene. Te cambio mi disco por el tuyo.»
Dulce la mira, incrédula.
«Pero… ¿cómo? Tú has sido la más afortunada, la elegida, como dijo Isabella… ¿Por qué cambiármelo?»
«Es que me gusta más la Cuarta», responde su hermana esforzándose por disimular la vehemencia de su deseo.
Como si todas las luces de la casa se hubiesen encendido al unísono, Dulce se ilumina de pronto. Comprende que la han investido de un nuevo poder. Y se aferra a él.
«No, no pienso cambiártela, estoy feliz con lo que me tocó.»
Floreana se indigna y pierde su aplomo.
«¿Feliz? No te creo nada, todas quieren la Segunda Sinfonía, y tú… ¡tú te das el lujo de rechazarla!»
«La que se está dando ese lujo eres tú», contesta Dulce con dignidad, «y yo me quedaré con mi lugar y tú con el tuyo, te guste o no.» Y tomando su disco del velador, aún envuelto en el papel de rosas amarillas, lo esconde bajo las sábanas y se tapa con ellas hasta la barbilla, dejando a su hermana impotente y desconcertada.
Entonces, estando Dulce en Houston, sucedió aquello:
«¡Las sincronías!», exclamé cuando emprendimos viaje Floreana y yo, una a Cartagena de Indias, la otra a Ciudad del Cabo. Me lo dijo una vez una gitana: la única forma de vivir abierta a tomar el destino en las manos para que no se arranque es estar alerta a las sincronías que en él se den.
«Todo ocurre dos veces», afirmó Isabella, que había escuchado a la misma gitana.
De acuerdo, hubo una sincronía entre mi viaje y el de Floreana, no sólo porque partimos en los mismos días, sino por lo extrañas que volvimos las dos. Vernos era recordar a las fragatas, esas aves negras (las observamos largamente en las islas Galápagos) que cuando enamoran sacan pecho y éste se les pone rojo. Hasta ese momento, para las dos, los viajes eran lo que son las infidelidades para tantas otras mujeres: oleadas punzantes de recuerdos, suficientemente ricas como para regar el pensamiento en los momentos de sequía. Y nada más. Pero esta vez la percepción cambió.
No es extraño que sucediese con nosotras dos. Éramos las hermanas del medio, las profesionales serias y las mujeres solas. La diferencia entre una y otra es que yo he asumido el recordatorio de la culpa como un carisma virtuoso, mientras que a Floreana esta culpa la impregna -a pesar de sí misma- de una insalvable voluptuosidad. Lo que nos asemeja es que ambas estamos determinadas por la culpa. Ya sé que puede sonar obvio como antecedente, puesto que ser mujer y ser culposa parecen haber llegado a ser la misma cosa.
Floreana y yo nos llamábamos casi todas las noches por teléfono, a horas en que a nadie en su sano juicio se le ocurriría hacerlo. A veces las conversaciones eran eternas y fluctuaban desde lo más doméstico o puntual hasta la metafísica pura. Todo cabía en esas dos líneas nocturnas que se conectaban a través de la ciudad. Ni ella ni yo nos habríamos atrevido a hacer lo mismo con las otras dos hermanas, por miedo de molestar a los maridos. Así es que la cama vacía de cada una era esencial en estas conversaciones.
Floreana me leía párrafos de libros, yo le contaba del partido y le reproducía mi discurso de ese día en el Parlamento. Cuando ella me hablaba de sexo, yo me interesaba sólo moderadamente.
«¿Has pensado en que somos amantes por el mismo orificio por el que somos madres?», me dijo una noche.
«Pero, Floreana, eso es más o menos evidente…»
«No sé si a nivel simbólico sea tan evidente. ¡Es una gran carajada, Fernandina!»
«Más importante me parece la obsesión de Dulce por no estar ya casada. Todo el viaje entre Valparaíso y Santiago me dediqué a pensar en eso.»
«Pero si está tan dolida, ¿qué reacción esperas? Acuérdate de que se declara todavía enamorada…»
«Ésa es mi duda. Creo que ya no distingue entre la pena por la ausencia y la necesidad de un hombre concreto. Estuve pensando lo siguiente, Floreana…»
«En el auto, ¿verdad? ¿A qué horas pensarías si el Congreso estuviera en Santiago?»
«Ya, no me interrumpas, a esta hora me queda apenas una neurona. He pensado algo seriamente: tenemos que contratarle a Dulce un hombre, una especie de Súperman doméstico que sea chofer, gasfiter, electricista, que acarree los balones de gas, la leña, los paquetes del supermercado, que traiga y lleve a los niños a todas partes. ¿Entiendes hacia dónde apunto?»
«Supongo. Que Dulce llegue a diferenciar qué le hace falta de un hombre, y que no confunda la casa con el amor. ¿Es eso?»
«Exacto. Si estás de acuerdo, hablemos mañana mismo con Isabella. Que lo que cueste lo pague la mina, porque Dulce no sabe gastar plata en sí misma.»
«Díme, Fernandina: ¿has pensado que este Súperman cumpla también labores sexuales?»
«¡Tonta! Ni lo insinúes, sería de muy mal gusto. ¿Sabes?, te voy a cortar, son las doce y media de la noche y mañana salgo a las siete a Valparaíso.»
«Ya, cortemos. Y duérmete con lo siguiente: Isabella opina que no se justifica que te revientes de esa manera si no vas a llegar a ser Presidente de la República.»
«Ése es un problema de Isabella, no mío. Buenas noches.»
Desde que Dulce se separó, reclama para ser incluida en las sesiones telefónicas nocturnas. ¡Cree que los hábitos se pueden cambiar de la noche a la mañana!
Efectivamente, Floreana la llama una noche, cuando ya todos duermen. Necesita un cable a tierra al terminar su jornada de encierro casi enajenado, polvoriento de archivos y soledad. José está con su padre y ella se ha pasado diez horas dentro de su escritorio con la raza yagana. Esos cuerpos medio desnudos y pintados le bailan en el cerebro y en los ojos; se ha leído todos los apuntes del jesuita alemán Martin Gusinde, que vivió entre ellos y llegó a fotografiarlos. Durante horas ha mirando esas fotografías, y se ha detenido largamente en aquélla donde aparecen dos mujeres fueguinas. Visten una simple falda negra, desnudas de la cintura para arriba, engrasado el cuerpo para resistir las temperaturas australes del fin del mundo, allá en la Tierra del Fuego, y sus pechos -grandes, pesados, vividos- están pintados con un perfecto diseño de líneas y puntos que van desde la clavícula hasta el estómago. Floreana no logra arrancar de sus retinas esta imagen, el fondo nevado de la fotografía no espanta el calor que estas mujeres le obsequian desde ese frío infinito. ¡Cómo le teme Floreana al frío, al verdadero! Tampoco le espanta la rabia: sobre los cuerpos de estas chilenas pesa no sólo la exclusión, sino la extinción simple y llana. Floreana ha olvidado, como siempre le sucede, que ella sí es parte del mundo; ha entrado en ese estado gaseoso en que la sumerge el trabajo, pierde la consistencia real, se le desaparecen las formas y la acomete el conocido temor de evaporarse: ¿será sólido el suelo que pisa? ¿Será verídico?