¿Cómo podía yo saberlo?, le pregunto desolada al retrato del marido ausente. Perdóname. Lo creí a pies juntillas, durante años. Tuve que vivir esto para descubrir algo tan doloroso: te inventé porque eras la única protección posible.
Bien, ya he regresado a mi ciudad natal y será el vicepresidente quien deba ocuparse de la Mentira de las Verdades de esta frágil diputada.
Volvamos a las sincronías.
Floreana camina con su hermetismo a cuestas, adusta y reconcentrada. ¿Qué sucedió con Floreana?
«También fue el sudor, Fernandina, fue esa mano palpando mi cuello mojado. Fue ese baile. Yo no debiera bailar nunca más. ¡Un mísero baile tiene la capacidad de convertirme en una puta!»
Siempre ha sido igual. Si Floreana representase a la Cenicienta, no habría tenido la voluntad de marcharse a medianoche. ¡Nadie encontraría su zapatilla de cristal abandonada en la premura por arrancar de los brazos del baile!
(Pero yo también sé cómo actúa la inteligencia del otro en mi hermana. Sé que cuando él empezó el discurso de apertura, en su buen inglés de sudamericano, y su primera frase fue aquello del sur, cayó sobre Floreana el rayo, estremeciéndola con la belleza de las palabras del Académico. No hubo un momento a partir de entonces en que pudiera su pulso desacelerarse. También sé que el día en que le tocó a ella leer su intervención, se la dirigió, irrevocable, a él, siendo su mayor preocupación la de estar a su altura. Cuando él la elogió calurosamente, ella, absoluta como siempre, ya se había enamorado. Y esto, Elena, en el estado en que se encontraba, debe haberle resultado no sólo inexplicable, sino del todo inexcusable. Y, valga la redundancia, intolerable.)
«Después de desgañitarnos con tanta percusión negra, la orquesta cambió la música. En honor a los latinoamericanos, nos dijeron, un danzón. Lento, lento el ritmo. Y no creas, Fernandina, que tanta abstinencia me ha hecho olvidar lo básico. Ese cuerpo temblaba. El Académico tan serio y seguro temblaba en el baile, sucumbió en ese baile. Yo cerré los ojos.»
Al abrirlos, no supo en qué lugar de la pista estaban. La intensidad era tal que al terminar el danzón se preguntó quién era ese hombre. Y quién era ella.
La orquesta demoraba en la pausa; ninguno de los dos pudo mirarse, a ninguno le salió la voz. A las cuatro de la madrugada él preguntó, ahogado entre el algodón de su vestido: ¿adonde nos vamos, a tu pieza o a la mía? Ella no respondió, lo hizo, casi sin voz, su cobardía: tú a la tuya, yo a la mía. Porque Floreana es como los buenos boxeadores, los que saben engañar y guardan la rabia (la emoción). Mostrarla abiertamente los derrota: en el boxeo los fuertes representan debilidad y los débiles demuestran una rotunda fortaleza.
Floreana, como yo, también había hecho una promesa.
Regresando, en el aeropuerto, Ciudad del Cabo se ha desvanecido. Y con ella la fuerza de Floreana. Es como si al tocar la losa se hubiese agotado. Porque con la negativa a cuestas -la más débil de las negativas- debieron seguir juntos después del danzón, calientes como estaban, por Ciudad del Cabo, con el resto de la delegación al día siguiente y al otro. Las casas victorianas y sus encajes de madera, la montaña de roca abrupta, categórica y tajante la Tablemountain ante las ventanas de sus dormitorios, el mar frío y enojado, el Waterfront con su colorido, sus mariscos y sus enormes estructuras metálicas, Clarke Street, el Bookshop donde compró una edición de Jane Austen del año 1903, el restaurante Afrika donde probaron la carne de avestruz, el recital de poesía negra que la hizo llorar en el teatro de la Universidad, luego el Cabo de Buena Esperanza, donde se juntan el índico y el Atlántico («quizás aquí termina la tierra», aventuró Floreana y los ojos del Académico sonrieron), el empinado roquerío en Cape Point recordando a Vasco da Gama y la antigua esperanza que efectivamente significó ir camino a las Indias: todo fue testigo de las oleadas feroces, locas como esa espuma que reúne a los océanos, penetrante como el viento de la puntilla. Así era lo que fluía entre el Académico -pulcro y casado- y la Historiadora -aterrada y soltera-.
(¡«Qué lástima que te tocó Capetown y no Tegucigalpa!», le digo muy seria. «O alguna otra ciudad con menos brillo, para que los recuerdos hubiesen sido más descoloridos, más amainables».)
Es todo lo que sabemos de lo vivido por Floreana en el continente africano. En cuanto a él, los únicos datos son que trabaja en la Universidad dirigiendo algún departamento humanista, que usa sólo camisas blancas y que fuma tabaco negro. Nada más.
Pero podemos suponer que en el avión, camino a casa, el señor de camisa blanca de la fila 24 nada tiene que ver con el torbellino emocional de la mujer de la fila 25. Al momento de pisar el suelo, el territorio santiaguino será el encargado de enderezarla, apisonarla como a la tierra dispersa y volverla a la realidad. Porque a él lo irán a esperar. No tendrá que hacer el esfuerzo de dejar Sudáfrica atrás; la camioneta con su esposa y alguno de sus hijos bastará.
Aparecerá la Bestia Negra de las Hipócritas Apariencias. Él ya no recordará el danzón.
En cambio, ella sabe que la excitación sexual mueve montañas con la misma facilidad con que, una vez saciada, deja que las piedras caigan. No importa si en la caída te destruyen la cabeza. Para los hombres, tras arrasar como la lava, se finiquita o, siguiendo la imagen, se petrifica y acaba. Mientras, ese mismo deseo, cálido dentro del cuerpo femenino, se instala ahí como una semilla, en son de ir creciendo hasta transformarse en longing. Tibiamente, acunado en piel y corazón dentro de la mujer, este deseo -el mismo que compartió, que fue de a dos- comienza a prepararse solitario como un ave que empolla sus huevos, en un verdadero encantamiento añorante.
Por eso no puede romper su promesa. No puede ni debe, porque la invadiría la vulnerabilidad. Mejor secarse, mejor nada, mejor que esas manos no traspasen el algodón de su vestido. Sólo eso la salva. Al rendirse a esta evidencia, Floreana se duele. Si fuese menor, lloraría. El melodrama: las mujeres, el amor y el melodrama. Claro que desea llorar, pero no, no corresponde. Porque las manos en el algodón sólo le han descorrido un velo. Ella no quiere ver lo que está detrás.
La sincronía de nuestros sudores no fue azarosa. Te preguntarás, Elena, cómo pudo ocurrir que de un momento a otro dos mujeres grandes y serias perdieran los estribos de esta manera, cuando ambas no han hecho sino dar pruebas de su voluntad. No pensarás que de la noche a la mañana nos transformamos en unas colegialas, ¿verdad? No sé si todos -y aquí te incluyo- lo anotaron así en sus mentes, pero yo no albergo dudas sobre la razón por la que ambas nos destapamos después de tanto cierre. Fue Dulce. Fue sentir la muerte cerca lo que nos desmadró.
Dulce. Continúo con ella, debo narrar con un cierto orden, ¿verdad? Créeme que hasta ahora me he esforzado por mantenerlo.
Volvió de Houston directamente a su cama en la ciudad de Santiago. Perdió casi en su totalidad al animal que llevaba dentro, le borraron los ojos y le deslavaron la cara. Avanzaba en ella la Fatalidad Indisimulada. Volvimos todas a cerrar el círculo a su alrededor.
«A mí me sobran las energías», decía Dulce no hace más de un año, causando la más profunda de las envidias en sus hermanas, que clamábamos a los cielos por tan preciado don.
Floreana está sentada en el sillón frente a la cama de Dulce. Es media tarde, ella dormita y Floreana mira de reojo la pequeña mesa que ha instalado a los pies de la cama para continuar su trabajo mientras acompaña a la enferma, y siente que Tierra del Fuego pierde toda relevancia. El empeño analítico que ha puesto en su investigación se le antoja inútil, todo parece estar de más frente a este cuerpo que hace apenas un año se vanagloriaba de su energía. La mirada de Floreana recorre el dormitorio, en cada pequeño detalle la enfermedad grita su presencia. Escenas diversas se arremolinan; abandona sus fichas, es Dulce quien reclama toda su capacidad imaginativa.
¿Cómo, cuándo comenzó esta demencia? Se mueve en el sillón, imposible la quietud, trata de idear lo que Dulce sintió en aquel primer encuentro, cara a cara, con el descontrol de sus células.
Visita por vez primera aquel consultorio, un examen de rigor, una simple mamografía, se lo ha pedido su ginecólogo porque sí, cree Dulce, como se lo pide a todas. Conversa amablemente con la tecnóloga médica que efectúa el examen. Le toma los pechos con suavidad, no se siente humillada ante esa siniestra máquina que aprieta como si fuese a degollar sin piedad esos órganos sagrados. Dulce pregunta por el promedio de los resultados, por la proporción de casos de enfermedad; la otra mujer, mientras realiza conscientemente su trabajo, le cuenta cómo ha aumentado el cáncer a la mama en los últimos años. Le habla del famoso stress, y a Dulce le parece un lugar común.
(Más tarde nos comenta: es uno de los tantos precios que estamos pagando por estar en el mundo; cuando las mujeres nos quedábamos en la casa, el índice era mucho más bajo.)
Le piden que no se vista todavía, necesitan comprobar la nitidez de la radiografía. Ella espera, entregada. Vuelve la tecnóloga y dice que le harán una placa focalizada porque se ve algo poco claro: no se preocupe, es cortito. Regresa una vez más: una ecografía. Algo de ansiedad invade a Dulce, le escurre por la sangre, aunque se lo han dicho tal cual, suavemente. Se dirige a la otra sala, percibe la misma ansiedad en otras mujeres que allí esperan. Entonces comenzó.
Dos meses más tarde, voy yo al mismo consultorio, al mismo examen, pero sin placas focalizadas ni ecografías. Llego airada donde mis hermanas.
«¡Nos hemos convertido de la noche a la mañana en un grupo de alto riesgo! Era tan fácil antes, cuando me preguntaban por los antecedentes: ni mamá, ni abuela, ni tías con cáncer a la mama. Ahora nos jodimos. ¡Somos parte de las estadísticas!»