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Dulce nos hizo la marca.

Floreana sigue recorriéndola. No puede evitar una sonrisa cuando sus divagaciones alcanzan, involuntarias, el día en que, aún casada, publicó su primer libro. La sorpresa de Dulce fue genuina al tomar un ejemplar en sus manos. En medio del gentío que asistía a la presentación, en un salón de la Universidad, le espeta a la autora: ¡cómo, firmaste con tu nombre de soltera! Floreana responde que ése es su único nombre, que ninguna mujer seria anexaría el apellido del marido. Dulce no lo entiende. Nada la hacía tan feliz como escribir Dulce Fabres de Avilés. Ese pequeño «de», seguido del apellido Avilés, la enorgullecía, la agrandaba, le daba un contorno.

Es el romanticismo, se dice Floreana. El condenado romanticismo es el culpable de todo este embrollo. No sabemos hasta qué punto Dulce estaba enamorada de su marido, o si era su fantasía de estar enamorada lo que la gobernaba. Pero, si fantasía fue, ¡qué tenaz!

Dulce necesitaba que el hombre -el suyo- fuera superior. Mirarlo para arriba, sólo líneas diagonales, nunca una horizontal. Durante los primeros años se aquietaba frente a las carencias culpándose a sí misma por ellas. Él es grande, debe haberse repetido, no puede necesitarme a mí como yo lo necesito a él; no puede esta pelea haber sido provocada por una mala intención de su parte. Aquí hay un malentendido, él está por sobre estas pequeñeces. Cuando las evidencias fueron demasiadas, tuvo que mirarlo a él y no a sí misma, y sufrió una crisis profunda. Lo inaudito es cómo se aliviaba cuando podía alejar de él la mirada sospechosa y dirigirla a su propia persona. En definitiva, él debía ser mejor que ella, bajo todo punto de vista.

Lo que sucede a su alrededor llama a Floreana a la confusión. No encuentra nada a mano en su mitología que la ayude a obtener respuestas coherentes. Nada que la fuerce a entender ese fenómeno loco e incomprensible: el amor.

Recuerda cuando Emilia (como fiel representante que es de la Generación Despiadada) le dijo: «Nosotras nacimos con la distancia en los genes, el escepticismo no nos sorprendió a mitad de camino, como a ustedes; a veces creo que, aun valorando todo lo que nos fue vedado, es mejor nacer desencantada que tener que asumirlo a medio camino porque no te quedó alternativa.»

Dulce abre los ojos, se pasa la mano por la cabeza; no puede evitar ese gesto recurrente, ése y el de tocarse el costado izquierdo, donde estuvo su pecho. Palpar los agujeros negros que se lo han llevado todo.

«¿Estás aquí?», le pregunta somnolienta a su hermana.

«He estado aquí toda la tarde», contesta Floreana, «¿cómo te sientes?»

La mueca de Dulce basta, pero ella responde.

«Se lo ofrezco a Dios.»

En su congoja, Floreana se pregunta si la rabia que hoy siente la abandonará algún día.

«¿Cómo puedes amar a un Dios tan malo, un Dios que trama destinos tan crueles?»

«No importa lo que trame, lo que importa es ser querida por Él», la voz de Dulce se ha tornado ligera, tan suave y ligera.

«¿Es ése todo el punto?»

«No. El punto es ser conocida por Éclass="underline" singularizada. Es el único amor donde una cabe. La tragedia de los amores terrenales, Floreana, es que no pueden ser perfectos. Siempre queda en ellos una franja de insatisfacción. Sólo en el amor de Dios una puede saciarse.»

Y Dulce hizo algo que no había hecho: lloró.

(-Cuando los muertos lloran, es señal de que empiezan a recuperarse -dijo el cuervo con solemnidad.

– Lamento contradecir a mi famoso amigo y colega -dijo el búho-, pero yo creo que cuando los muertos lloran es porque no quieren morir.)

Aquí dejo a Dulce. Ya es tiempo de entrar de lleno en Floreana; después de todo, ella es el personaje.

Si perdió las proporciones en Ciudad del Cabo, es porque las tenía perdidas desde antes. Por favor, hablemos con el decoro de la verdad. Si de personaje vamos a hablar, enfrentémoslo de una vez: éste es uno jodido.

Floreana heredó el rigor de Daniel Fabres. Eran los únicos habitantes de la casa a los que había que golpearles la puerta a la hora de comida -nunca sentían la punzada del hambre-, avisarles de un llamado -nunca oían la campanilla del teléfono- o de la llegada de alguna visita. Porque al otro lado de sus puertas, absortos en la búsqueda del conocimiento, ambos levitaban ante sus mesas de trabajo, abandonando a los mortales, arrancados de raíz del ruido que hace la tierra aquí abajo.

Cuando golpeaban a su puerta, Floreana sentía un pequeño daño, miraba con miedo el mundo de las cosas reales. ¿Cómo había logrado irse tan lejos? Empezó a gestarse en ella, sin que lo percibiera, el temor de volver, porque se sentía demasiado sola cuando lo hacía, como si no hubiese estado en la soledad misma mientras volaba lejos de los demás.

Su temor, Elena, y digámoslo claramente, siempre ha sido el no sentir pertenencia a ningún lugar. Cuando está en órbita es el único momento en que no lo percibe, y por eso bajar a la realidad la convierte en un náufrago que ha extraviado los puntos cardinales. Y entonces palpa la orfandad.

Su hijo José recuerda: un día habían salido de paseo y ella le compró un globo de gas. Jugaban alegremente por la calle cuando a él se le soltó. El globo partió cielo arriba, no había cómo detenerlo. No es que Floreana fuese una madre aprensiva, pero cuando vio los ojos de José, cuando advirtió en sus lágrimas y en el impotente gesto infantil esa pena tan honda, levantó los ojos al cielo y al atestiguar cómo el globo se elevaba cada vez más alto, más inalcanzable, más inasible, más perdido, experimentó una inexplicable identificación con el dolor de su hijo y no pudo moverse del punto que pisaban sus pies. Se quedó así, inmóvil, contemplando el globo cada vez más pequeño, hasta que desapareció.

Y en la infancia de la propia Floreana, esa tarde en que escribía una composición sobre la Revolución Francesa, fue traída de bruces al piso por su vecino Matías -sentía una gran debilidad por él-, quien la interrumpió para compartir con ella unos patines nuevos. Floreana dejó los cuadernos y se fue con él a la calle. Matías y sus patines, esa tarde, probaron ser la única acción tolerable lejos de sus libros, porque Matías y sus patines no le recordaron su soledad. Porque junto a Matías y los patines, ella se sentía parte de un algo que no la lastimaba.

Matías desapareció el día que su familia se cambió de casa. Todos en el futuro se mudaron, tarde o temprano, en algún momento. Nunca fue ella la que partió.

Cuando su cuerpo oscilaba entre el techo y el piso de su pequeña pieza de trabajo, José era un elemento que la sujetaba, pero un elemento involuntario. No despreciemos la maternidad de Floreana: aunque su casa no fuese espaciosa -nunca tuvo los medios para algo mejor que ese departamento de dos habitaciones en La Reina- y estuviera un poco desordenada, repleta de libros y papeles en vez de los hermosos muebles que tenía la casa de Dulce, y aunque sus idas al supermercado fuesen más bien esporádicas, para ella la maternidad era algo de la mayor importancia. José interrumpía su fantasía de ser el globo de gas que sube, inalcanzable, pero ella no lo había escogido para la tarea de hacerla bajar del azul inmenso. Hijo cuidado y amado, no era él, sin embargo, quien le daba la forma. No era ése su rol dentro de la pequeña familia, y Floreana tampoco habría encontrado justo que así fuera. Y no es raro que las ausencias del niño -las visitas a la casa de su papá- se constituyeran en los momentos más largos de su concentración, cuando nada la detenía: los momentos más difíciles de abandonar voluntariamente.

En casa de Floreana nunca hubo relojes.

Recuerda con nitidez un cuento de Sommerset Maugham que leyó en su adolescencia: un hombre mira diariamente en la muralla, con fijeza, un cuadro que lo obsesiona; empieza a subirse al cuadro y a meterse dentro de él por un rato todas las tardes, y le resulta cada vez menos placentero salir de allí. Aumenta su tiempo dentro del cuadro a medida que pasan los días. El cuento termina cuando el hombre sube al cuadro y resuelve no bajar más.

Y mientras yo dejo mis espaldas en el compromiso con el acontecer de mi país, soy testigo de esta mujer divagando por las calles como una enajenada, preguntándose una y otra vez, como una huérfana, cuáles son sus raíces, qué la ata, cuáles son sus Padres, cuál es su Lugar.

Más tarde, en un momento determinado de su vida, comprendió en palabras crudas lo que siempre le había sucedido: lo único que lograba romperle la distancia era, sin metáfora alguna, el sexo. A su vez, éste no dependía de ella, nunca era seguro. Entonces deseó una existencia entera sin la necesidad de romper esa distancia. Corta su larga y característica trenza negra, la que había colgado sobre su espalda desde la infancia: es su ofrenda a la Exigente Castidad. (Como en el proverbio alemán, la nueva vida sin las viejas trenzas.) Probablemente, lo asume como el fin de la juventud o de la libido; un fin impuesto. No fue natural, la trenza no cayó; fue cortada. No sabemos si queda un vacío mayor alojado en su cabeza. Sí sabemos que, de la noche a la mañana, pasa a ser una sobreviviente de sus penas, sospechas y resentimientos. Había abandonado los combates dando muestras de rigor, con una calma que, aun siendo falsa, significaba un nuevo orden para ella, y entonces una deseaba quererla por su pura tenacidad.

Pobrecita, hasta aturdirse debió sentir el abandono, el de todos los hombres que por ella pasaron, atravesándola a ciegas, minimizándola, usando su modestia emocional para volver luego triunfantes donde sus verdaderas dueñas, las eternas esposas.