Nunca más un hombre casado, nunca más. La anatomía, acallada ojalá para siempre. Su corazón, un desierto largo, pálido e inerte como un salar.
«Soy de la generación de la libertad», le dice un día a Emilia, pensativa: «A mi madre le tocaron los convencionalismos y la falta de anticonceptivos; a ti te tocó el sida. Yo me salvé. Y mira lo que he hecho con mi salvación.»
Desde que Floreana optó por la castidad, durante las ausencias de José crecía en ella la tentación de quedarse dentro del cuadro para siempre. Pero le peleaba a esa tentación, porque José volvería.
Es que ella sabía que para el encierro de la creación no las tenía todas a su favor. Se lo decía a Emilia (siempre Emilia su receptáculo): cuando seas una pintora de verdad, recuerda que la diferencia entre una mujer y un hombre frente a la producción creativa es la siguiente: siempre existe una mujer que cierra la puerta con llave para que el genio masculino se exprese; lo aísla del mundo, le resuelve todo para que se mantenga concentrado e inmaculado, lo desembaraza de la gente y de las odiosidades cotidianas y se hace cargo del exterior para que el interior esté iluminado sólo de sí mismo. A una mujer, Emilia, nadie le hace el favor de cerrarle una puerta. Si es madre, tampoco se la cerrará ella misma. Al primer grito del hijo, aunque éste tenga ya veinte años y viva en otro continente, abrirá la puerta, abandonará cualquier sublimidad de lo que esté creando y partirá hacia él. O sea, no es sólo no tener esposas lo que nos impide encerrarnos: es la maternidad. La maternidad y el aislamiento están irreparablemente reñidos. El cordón es lo prosaico, Emilia, por la ligazón que nos da con la vida misma; es lo que hace que al fin -al margen de la calidad, de lo bueno o lo malo- el producto artístico o intelectual de una mujer sea distinto. Como ves, no todo es negativo, no puedes negar que es interesante que los resultados indiquen una diferencia. ¡La diversidad es tan maravillosa como necesaria, Emilia! Nunca se te vaya a ocurrir que quisieras ser hombre porque pintar te sería más fácil.
Hasta Ciudad del Cabo, fue espartana de verdad, y de ello todos podemos dar fe. Su dedicación fue para su hijo y su trabajo, no cabe duda. Pero hoy me pregunto hasta qué punto estaría convencida… ¿O era una autoimposición?
Quisiera interrumpir para referirme a su trabajo, pues éste resulta crucial para comprender el extraño carácter de Floreana. Es mi hermana y no le permito a nadie hablar mal de ella: hacerlo es un derecho que me arrogo sólo yo, por ser probablemente la persona más cercana.
Por eso debo reconocerte, Elena, que me cansa mucho la distancia que existe entre la objetividad de quien Floreana es y la subjetividad con que ella se percibe. No hay cómo convencerla de que su trabajo es apreciado, de que pocas historiadoras de su edad han publicado con esa consistencia, de que ha hecho una estupenda carrera. Insiste en mirarse en menos, en desvalorizarse, creyendo que su quehacer es sólo de su incumbencia, que a nadie le importa, restándole significación hacia el exterior… y siendo en su interior casi lo único que bulle. Si se mira en un espejo, éste le devuelve una imagen sin luz, anónima, como un alma desdibujada que ni siquiera sugiere terrenalidad. Nosotros, en la familia, siempre hemos estado orgullosos de ella; el problema es que aunque ella lo sabe, no lo siente. Nunca lo ha sentido.
Te lo ilustro con una anécdota: concursó, junto a muchos otros historiadores, a un stage en un instituto muy prestigiado en Berlín, y lo ganó. Cuando la felicité (era de verdad difícil ser seleccionada), me explicó que el jurado no había sido transparente, que no era ella quien merecía ese premio. Me dio diez razones imaginadas de por qué debería haber ganado otra persona. Eso no es humildad, Elena, no te equivoques: es un simple y absoluto despilfarro de la autoestima. Una tenaz ceguera que a veces me saca de quicio, casi una sicopatía.
Floreana es una persona un tanto estrafalaria. ¿Es una erudita? No. Es una intelectual con pasión por lo que hace. Y siento la obligación de advertirte: la que conocerás no es la que esperarías luego de haber leído La guerra de Arauco y la formación de la frontera, o ese libro que a mí me gusta tanto, El imaginario mestizo: ritual y fiestas en el siglo XVII chileno.
En buenas cuentas, y para ahorrar racionalizaciones, te lo pongo en palabras de los Beatles; mi única duda es cuáles serán las más adecuadas, con cuáles se sentiría ella más identificada: Nowhere Man sitting in his Nowhere Land, o Eleonor Rigby con sus preguntas finales:
All the lonely people,
where do they all come from?
All the lonely people,
where do they all belong?
Ten paciencia, Elena, ya hemos llegado al final.
Avanza la enfermedad en Dulce, avanzan la eficiencia y la actividad en Isabella, avanza este nuevo esplendor en mí que me ayuda a vivir la pena… y me pregunto qué es lo que avanza en Floreana. Hay algo que no logro desentrañar. Da la impresión de estar poblada, como si perdurase en ella alguna obsesión, como si todo girara hacia el lado inverso de su necesidad.
A ver, observémosla un rato, en la probable imaginación. Ha terminado de trabajar, se levanta a la cocina; suena el teléfono y corre a atenderlo. Detengámonos ahí: Floreana escasamente oye la campanilla en tiempos normales, pero ahora corre. Levanta el auricular y cuando preguntan por José, en su respuesta se trasluce un resquemor. Se pasea por el pequeño departamento, ociosa como nunca ha sabido estarlo. Vuelve a la cocina, saca de la bandeja una botella de vodka. Gira buscando el agua tónica que no está en el refrigerador, como debiera. Al fin la encuentra en el estante, se sienta en la mesa de la cocina sin prender la luz; su mirada no tiene objetivo. El alcohol le entró, tocó el esófago y se deslizó por un túnel largo, el del descontrol. Toma el teléfono un poco temblorosa, sus manos dudan, lo suelta y vuelve a sentarse. ¿Trata de adecuarse a aspectos desacostumbrados de su personalidad? Pero nosotros, los que la conocemos, podemos suponer por qué derroteros se pasea su pobre autoestima.
Virgen imposible. Datos y marcas yacen irreversibles sobre ella. Por lo tanto, Ciudad del Cabo le recordó que lo único que aprendemos de las historias personales es que nunca aprendemos de ellas.
Floreana lleva a cuestas una nueva herida. El día que Dulce no esté, ¿a qué reservas podrá ella echar mano? He pensado en tu Albergue como el único lugar posible. Tal vez algo que recién he leído -para estar preparada yo misma- te dé las luces necesarias. Es un texto de C. S. Lewis, en Una pena observada:
«Creí que iba a descubrir un “estado”, trazar un mapa de la tristeza. La tristeza, sin embargo, no resultó un estado, sino un proceso. No necesita mapa, sino una historia; y si no ceso de escribir esta historia en algún punto arbitrario, entonces no hay razón para que la termine.»
Tercera parte: Rara, como encendida
Sólo pido un verano, ¡oh, poderosas!,
y otro otoño para que madure mi canto,
y más conforme, colmado por el juego,
mi corazón se resigne a morir.
Hölderlin,
A las parcas
– ¿Con quién dejaste a tus hijos?
– ¿Qué pasó con tu marido?
De boca en boca las preguntas, las voces pueblan el Albergue. Escucha: qué se preguntan, murmurando, las mujeres.
Detente.
Entre la lana y la madera se cuelan los susurros del mar: es que está ocupado prohibiéndoles a las olas abrir sus grandes fauces para contar historia alguna.
Es el invierno en la isla, el frío secuestra las historias de sol.
Las mujeres están tristes, Floreana.
Poco a poco se fueron plantando los campos con las nuevas semillas; los viejos robles, dueños de los potreros, enraizados en ellos desde siempre, no quisieron compartirlos y no movieron sus ramas para dejar al sol pasar. La semilla fue creciendo igual, ayudada por el agua y la luz porque éstas -agua y luz- se filtraban sin disolverse por las ramas. Pequeñas, lentas, esperaron las semillas a que sus frutos tomaran cuerpo. La tierra se mostraba amplia; esparcirse por ella era lo que habían soñado y, al atardecer, cansadas ya, ser acunadas por los árboles.
No ocurrió.
Algunas semillas, convertidas en fruto, crecieron tan altas que al no encontrar ramas donde treparse, lo hicieron sobre sí mismas, recogiéndose, obligadas a ser estepa y no hiedra. A los robles, fibrosos y rígidos, les faltó generosidad para albergarlas. Sólo las miraron, un poco atemorizados, anonadados: sí, crecían solas; salvajes, fuertes, aglomeradas, verdes en el día y rojas por la noche. Nadie las acunó.
Los robles no las quisieron, ¡que dejen de elevarse, nos tapan el sol! Pero ellas crecieron y se desencontraron; había sol para todos y los robles no supieron verlo.
El roble mayor, milenario y eterno, quedó en su sitio, pétreo, preguntándose qué había perdido, contemplando confuso a la semilla que no quería espigarse sola sino a su lado.
El roble quedó solo.
La semilla quedó triste.
1
Atrás quedó el comienzo del invierno. Ahora es el invierno profundo; oscuro y mojado, luce su orgullosa frialdad alejando a Constanza de la isla. La había recibido el otoño y el paso de una estación a otra es inexorable.