El dormitorio de la cabaña ha sido ocupado de inmediato, no pasaron más de dos días y Olivia ha reemplazado a Constanza. Angelita y Toña la reciben de buen humor, como hicieron con Floreana. Pero a ésta, Constanza le hace falta. El botiquín del baño se ve vacío sin sus lustrosas cremas.
– ¡Piensa en lo cómoda y abrigada que estará en su súper penthouse! -la consuela Toña-. Lo primero que voy a hacer al llegar a Santiago será conocerlo. Dicen que es total.
– ¿Desde cuándo te has puesto tan sofisticada? -le pregunta Angelita con un dejo de disgusto.
– ¿Sofisticada? -Toña se ríe, sardónica-. Arribista me he puesto, y eso es culpa de ustedes. Conviviendo con Constanza y contigo, ¿quién se salva?
– Nadie -Angelita simula orgullo-. ¿Y Elena? Ella es la más sofisticada de todas. Incluso viviendo en una isla…
– La isla es parte de su chic. Si yo hubiera inventado un proyecto como éste, sería un desastre: puras actrices de mala muerte… cero organización… orgías, bacanales…
Floreana las escucha sin participar. Una vaga sensación de pérdida la acompaña.
Esta mañana ha alimentado a las gallinas. Las envidió por su inconsciencia: las gallinas sólo piensan en el trigo, sólo tienen hambre. Cuando volvía con el canasto en los brazos se cruzó con Elena.
– ¿Te desocupaste? Acompáñame a la Telefónica…
– Claro, tengo que llamar a José. ¡Vamos!
Ya en la Telefónica -pomposo nombre para aquella piececita que cuenta con un teléfono y una vieja operadora que maneja la información sobre todas las vidas del pueblo-, trató de absorber cada latido de su hijo a través de sus parcas palabras de adolescente.
(Parcas habían sido también aquel día, tras organizarse su permanencia en casa de su padre para que Floreana viniese tranquila al Albergue. Interrumpiendo el trino de los pájaros (que en el departamento de La Reina nunca cesa), antes de salir al colegio, le dijo a boca de jarro: «Mamá, ¿te importaría si me quedo todo el año con el papá?»
– Pero… ¿por qué, José? Si me voy apenas por tres meses…
– Es que a mi edad uno necesita más un papá que una mamá. No es ninguna mala onda contigo.
De golpe acudieron a la memoria de Floreana todos los cuentos que le había contado en la infancia, toda esa imaginación que desplegó en la oscuridad, tendida en la cama de su hijo. Relatos del todo olvidados por ella.)
Comienzan a ascender por la colina. Floreana participa a Elena su amor por el cementerio y le habla de sus visitas para mirar el mar desde ahí.
– Vamos allá -propone Elena-, falta todavía para el almuerzo.
Al llegar, se sientan sobre las piedras que a Floreana más le gustan.
– Vi que faltaba uno de mis libros en la biblioteca -dice mordiéndose el labio inferior con timidez-. ¿Quién se habrá interesado en él?
– Ah, sí -Elena contesta en tono casual-. Me lo pidió Flavián.
Controlar la sorpresa, ¡controlarla! Ésa es la orden.
– ¿Sí? No sabía que se interesara en la historia, mucho menos en el siglo xvii.
– ¿Por qué no? Es un hombre muy culto.
Silencio. Elena se concentra en las olas; al cabo de un rato agrega:
– Él es un buen hombre, Floreana. Sólo que anda por la vida un poco… -entorna los ojos buscando la palabra exacta-, es sólo que está en el desconcierto.
Floreana desea oír más, pero su lengua parece no obedecerle. Siente a Elena invulnerable. La única ventaja que tiene frente a ella es su relativa juventud, dato más bien azaroso. ¿De verdad diez o quince años menos aún significan alguna oculta y sustancial oportunidad? Trata de borrar imágenes fantasiosas de Flavián cerca de aquel cuerpo, abrigado por ese dormitorio en la casa grande, lleno de tapices floreados, linos, alfombras afganas, cama doble con sofá al frente, como de condesa francesa. Sólo tuvo acceso a ese departamento a raíz de la partida de Constanza; fue la única ocasión en que Elena las invitó, y ambas se deslumbraron con el acogedor espacio que ha creado para sí, al margen del mundo. Excluyendo al mundo, riéndose de él. Aunque forme parte del Albergue, ese espacio fue diseñado para quedar aislado del resto. Elena podría dar un banquete allí, llenarlo de ruidosos comensales, y nadie se enteraría.
La línea de su pensamiento traiciona a Floreana.
– ¿Cómo se le ocurrió a tu padre crear ese departamento donde vives tú? ¿Qué fines tendría en mente para hacerlo tan perfecto?
Elena la mira, maliciosa.
– Adivina.
– ¿Una mujer? -pregunta Floreana como si no lo creyera.
– Efectivamente. Una mujer que nunca llegó a usarlo. Pobre papá… Todos creyeron que esta construcción era una especie de demencia suya. Entre todos sus hijos yo soy la única que conoce la verdad; él me la contó.
Elena duda sobre la conveniencia de hablar. Luego sus ojos de aguamarina se entregan con una chispa risueña, cariñosa.
– Mi padre respetaba a mi madre y le tenía un gran aprecio, pero ella, tan comme il faut, no podía llenar sus fantasías. Que Dios me perdone, pero mi mamá hizo todo lo posible para que su marido se enamorara de otra. Y así sucedió. Él empezó a viajar a Chiloé por algunas inversiones, compraba bosques y luego los vendía, participó en el negocio de las ostras cuando casi nadie lo hacía, antes de que llegaran los japoneses a devorárselo todo. Conoció a Ofelia en Castro, que más que una ciudad era todavía un pueblo. Esta mujer era viuda. Tú sabes que muchas veces las mujeres se llenan de energía al enviudar, y Ofelia convirtió su casa, muy grande, en un hotel. Recibía nada más que a mujeres modestas, las que por una razón u otra habían perdido su hogar o nunca lo habían tenido. Cobraba precios ridículos, lo que me confirma que el dinero nunca fue un incentivo para su acción ni para enamorarse de mi papá. Luego comenzó a alojar a las putas de una calle cercana, para que no pasaran frío cuando se quedaban sin clientes. Este conocimiento que trabó con ellas y sus ganas de salvarlas fueron simultáneos. Actuaba en connivencia con el cura del pueblo: juntos iban a buscarlas, las recogían, las convencían de cambiar de vida y, con los contactos del cura en Santiago, las metían después a la Escuela Normal para que estudiaran y recomenzaran sus vidas. Algunas lo hicieron, otras se arrancaban apenas llegaban a la ciudad y se perdían. Pero hay constancia de varias que se armaron una nueva existencia a partir de ahí. Una de ellas se hizo cargo de Ofelia hasta el día de su muerte, cuando mi papá estaba terminándole esta construcción. Él mismo mantuvo contacto con algunas de esas mujeres hasta su fin. No todas llegaron a ser profesoras, pero se fueron armando la vida según sus capacidades. Al final, el hotel era una mezcla de huérfanas, profesoras y putas… Debe haber sido divertido vivir ahí.
– ¿Tú conociste a Ofelia?
– No, no alcancé. Pero me dejó una gran herencia: Maruja.
– ¿Maruja?
– Sí. Es una de las prostitutas salvadas por Ofelia.
Floreana recuerda a Maruja diciéndole hace pocos días: «La pobreza no es sólo la pobreza, es una enfermedad.» Y por un momento se sintió feliz: esta enfermedad atávica ya no la tocaría a ella.
– ¿Y Ofelia pisó alguna vez el Albergue?
– Sí, participó en los tijerales. Estaba llena de sueños, me contaba mi padre, cada dormitorio era un alma que ella iba a salvar. Cuando murió repentinamente de un ataque al corazón, mi padre se volvió loco de angustia. Por perderla, claro, pero más que nada por la pena de que Ofelia no hubiese alcanzado a ser la dueña de este lugar.
Elena estira sus largas piernas, ya de pie.
– Como mi madre está viva, no suelo contar esta historia -gira la cabeza y mira a Floreana con auténtica calidez-. Algo debes tener tú que me remueve…
Las emociones turban a Floreana, nunca ha sabido cómo responder a ellas. Al fin suspira.
– Así es que Ofelia… ¡ése es el origen del Albergue…!
– Sí -responde Elena-. Y aún hoy, a veces, me llega su voz.
Esta casa nació para la misericordia, piensa Floreana. Primero acogió a las de mala vida, hoy a las tristes; siempre mujeres en busca de reparación. A Ofelia le habría gustado.
2
Las olas del mar de Chiloé se convierten, al amanecer, en la espuma de todas las olas, en las olas de todos los mares. Y Floreana nunca lo habría sabido -como dice la canción- si a la noche no se le hubiera pasado la mano. Sube la colina ataviada de una intensidad que no logra atenuar: es Flavián quien cautela sus pasos.
– Los grillos cantan de noche, por eso distingo que aún no amanece -había advertido él.
Hasta que enmudecieron los grillos. Ninguno de los dos oyó ese silencio, y salieron del pueblo creyendo que el amanecer no era.
– Escribo sencillamente porque no puedo soportar la realidad. Y tú historias los siglos pasados por la misma razón, no me cabe duda -fue la bienvenida que le dio «el Impertinente», como llama Flavián a su sobrino mayor recién llegado al pueblo.
– ¿Toda tu escritura se reduce a un problema afectivo? -le preguntaría más tarde Floreana.
– No lo había pensado… pero, puesto de ese modo, pareciera que sí.
– ¿Por qué no escribes una novela de amor?
– Por los lugares comunes. El amor y los lugares comunes, tú sabes, corren peligro de convertirse en sinónimos.
– ¡Una historia de amor es siempre una historia de lugares comunes! ¡Relájate, aquí no se salva nadie!
– Lo admito, lo admito. Pero hay una segunda razón.