Olguita viste de riguroso negro y su cabello, delgado y grisáceo, luce tirante por un moño recogido sobre su nuca. Ella es la que teje las colchas a crochet, como la que Floreana acarició con tanta devoción al tenderse por primera vez en su cama.
– Yo soy de la zona -le dijo Olguita-, de Puerto Montt. Y tengo el orgullo de haber inaugurado el Albergue con Elenita, hace ya más de seis años… y tengo setenta.
Fue la primera en llegar. La envió su yerno, el chofer del intendente, por recomendación de éste, y ella accedió contenta. Una flexibilidad poco común a su edad, reflexiona Floreana.
– Mire, mijita, yo ya estoy vieja, a mis hijos y nietos les sobro. Vine aquí cuando enviudé, segura de que ya nadie más me iba a querer en lo que me quedaba de vida. Pasé los tres meses reglamentarios y volví a la ciudad. Pero allá me sentí tan, tan sola que al poco tiempo me pillé sacando cuentas: mantenerme un mes en Puerto Montt me costaba lo mismo que un mes aquí. Encontré una tontera gastarme la pensión y mantener una casa grande y vacía para la pura soledad. Entonces le escribí a Elenita y le propuse venirme a vivir en el Albergue, con la condición eso sí de volverme a la ciudad cada vez que ella necesitara un espacio urgente para otra mujer. Y así lo hemos hecho.
A la hora de los postres, saboreando el dulce de mora que cubre el flan de leche, le dijo:
– Aquí yo no sobro, mijita, aquí me quieren. Dios me dio la virtud de tejer y poco a poco he ido haciendo estas colchas que usted ha visto. Me demoro meses en cada una. Ahora me faltan dos no más para las camas de la cabaña del fondo, y listo, quedan todas las piezas completas. Elenita me compra los hilos para el crochet. Y cuando termine las colchas, voy a hacer manteles, cortinas y mantillas… ¡si hasta los podemos vender! Elenita cobra lo justo y necesario, y no le vendría nada de mal una platita extra. Es que ella dice que si cobrara más, esto se repletaría de viejas ricas y ociosas, y quedarían fuera las mujeres que de verdad lo necesitan.
Las arrugas en el semblante de Olguita hablan de alguien que ha debido surcar con esfuerzo cada día de sus largos setenta años.
Cherrie, que comparte cabaña con Olguita, es de otro estilo. Es una mujer joven y al reír muestra unos dientecillos inocentes, como si fuesen de leche. Se enorgullece de su oficio: es artesana y hace muñecas. Nació en Osorno, sus abuelos eran alemanes empobrecidos y ella cuenta que tuvo una infancia muy estrecha. Floreana observa los coquetos vuelos de su blusa bajo el grueso chaleco, mientras ella afirma, tocándose las caderas, que ser «rellenita» no es un mal. A la hora de la «quietud», como llaman al atardecer, cuando se convive escuchando música, leyendo o trabajando en cualquier cosa, ella confecciona sus muñecas. Con manos de oro va formando los cuerpos de trozos de madera -desprecia el plástico-, y luego pinta las cabezas de loza que ha traído consigo. Después les fabrica el pelo con los materiales más diversos y las viste, cosiéndoles amorosamente la ropa, los calcetines, los zapatos. Le habla a Floreana sin darle respiro: su formación consistió en aprender técnicas usadas en la confección de muñecas exclusivas para las niñas ricas de principios de siglo. No sé nada de peluches, le dice, eso no entra en mi rubro, pero algún día te contaré de las muñecas con música y también de las que tienen piezas desmembrables. Su cabaña está llena de estas maravillas que regalará al resto de las mujeres cuando deba partir.
(Son unos mamarrachos, le diría después Toña, parecen del siglo pasado. Pero Angelita la había contradicho: ésa es la gracia que tienen, no le hagas caso, Floreana, te van a encantar. Y Floreana pensó que el pelo rubio de Cherrie era igual al de las muñecas.)
Durante la comida observó, repartidas en distintos asientos, a sus compañeras de cabaña. Toña es el alma de la fiesta, la pongan donde la pongan. Imposible que esté calmada o pase inadvertida, y cuenta con que las demás sean sus espectadoras. Angelita, que la sobrepasa al menos por quince años, es su compañera inseparable. Comen también juntas. Constanza, en cambio, está lejos y, aunque se la ve rodeada por tantas, parece comer sola; proyecta una rara distancia intraspasable. Elena la observa a menudo. ¿Será una de sus favoritas? No es que Floreana ponga en duda la ecuanimidad de la anfitriona, sino que la siente -por este detalle- humana, vulnerable. Constanza no se sabe centro de mirada alguna y efectúa cada acción con parsimonia, desde la frase que le dirige a su compañera de asiento hasta el rutinario acto de untar el pan con mantequilla.
Floreana se arropa todavía más. Hace un buen tiempo que no duerme tranquila, y entrega sus esperanzas a la noche. Se siente segura; el cielo de las solitarias hará callada vigilia sobre el Albergue y los cerros.
3
– Es que las mujeres, Floreana -dice Elena mientras caminan hacia el pueblo-, ya no quieren ser madres de sus hombres… y tampoco quieren ser sus hijas.
– ¿Y qué quieren ser?
– Pares. Aspiran a construir relaciones de igualdad que sean compatibles con el afecto.
– No me parece una aspiración descabellada…
– Tampoco a mí. Pero existe una mitad de la humanidad que lo pone en duda.
– ¡Y una mitad más bien poderosa!
– Es raro esto que nos pasa… Hemos crecido, hemos logrado salir hacia el mundo, pero estamos más solas que nunca.
– ¿Por qué?
– Porque se nos ha alejado el amor.
– ¿Lo sientes así, tan rotundo?
– No es que lo sienta; lo sé. Lo veo todos los días. Creo que la desconfianza y la incomprensión entre hombres y mujeres va agigantándose. Los viejos códigos del amor ya no sirven, y los hombres no han dado, o nosotras mismas no hemos dado, con los nuevos…
Elena se vuelve hacia el mar, verifica el persistente tronar de las olas.
– El sueño -continúa- era que, en la medida en que abarcáramos más espacio y tuviéramos más reconocimiento, seríamos más felices. Pero no me da la impresión de que esté siendo así.
Mierda, piensa Floreana. Reconoce la verdad en el diagnóstico de Elena, pero no tiene ganas de que se lo comprueben. Un dolor aún no anestesiado la impulsa a pronunciar palabras que creía secretas.
– ¿Sabes, Elena? Es tan cierto lo que dices, que después de muchas idas y venidas he optado por lo más sano: la castidad.
– No me parece una buena idea, eres muy joven todavía.
– De acuerdo… Se podría juzgar como una renuncia seca, muerta. Pero, en serio, no quiero tener nunca más una pareja.
Mi instinto me acerca a los hombres, se dice atribulada, y mucho, pero sólo la absoluta prescindencia me permite ganar la pelea y tener paz. Siente una vez más su cuerpo como un estuche cerrado que no debe abrirse, para que no se desparramen las joyas guardadas allí. Lo pensó aquel día en que resolvió vivir en castidad.
– No puedes torcer la naturaleza -agrega Elena-. Creo que esencialmente es buena, aunque a veces los destinos están mal trazados. Deja la castidad para el día en que no tengas pasión alguna que esconder o confesar. Entonces, créeme, vas a ser libre.
– ¿Eso también lo sabes?
– En carne propia. El día en que la libido me abandonó, en que prácticamente desapareció, comprendí que había alcanzado la libertad.
– ¿Cuándo te ocurrió?
– Cerca de los cincuenta años. Todo cambió: nunca más un dolor… de ésos, al menos.
– Y tampoco un hombre…
– No tengo una posición, digamos, militante. De vez en cuando puede haber un encuentro… pero suave, relajado, sin las connotaciones de antes. Voy por otro riel, definitivamente.
– ¿Pero es cierto eso? ¿Se acaba la libido algún día?
– Sí. Bueno, no sé si a todas les pasa, pero ésa es al menos mi experiencia.
Elena es un cuento aparte, piensa Floreana, en el amor como en tantas otras cosas.
Evoca a sus hermanas hablando de Elena con indisimulada envidia por los estragos que producía en el sexo opuesto y los muchos enamorados que la rodeaban constantemente. Recuerda los escándalos que le atribuían los que no soportaron la forma en que Elena les dio la espalda a sus orígenes. ¿Y a esta mujer -¡a ella!- la abandonó la libido? Se desconcierta observando esos ojos de aguamarina sin asomo de maquillaje. Sus arrugas están tostadas por el sol y luce el pelo blanco como un desafío, parece orgullosa de mostrar que por ella el tiempo no ha pasado en vano. Aunque parezca contradictorio, piensa Floreana, ese rostro y sus huellas resultan joviales y dignos al no intentar disimulo alguno. Su porte perfecto no amaina con el tiempo, su cuerpo sigue siendo templo, baluarte y gloriosa fortaleza. ¿Cómo iré a ser yo a esa edad? Así, como ella, aunque pusiera todo mi empeño, ciertamente no.
Llegan al almacén. Pegada a la vitrina, una hoja de cuaderno escrita con lápiz a pasta azul dice: Se vende vaca. Entran donde la anciana señora Carmen, probable protagonista de la vida del pueblo desde antes que éste naciera. Su brazo derecho no existe y la manga de su delantal cuelga vacía.
Luego de los saludos, Elena le pide azúcar.
– ¿Un kilo o cinco?
– Déme dos no más, señora Carmen, que luego voy a la ciudad.
– ¡María! -pega un grito la vieja-. ¡Tráete dos kilos de azúcar!
Floreana supone que María estará en la bodega oscura que se insinúa detrás del mostrador.
– Por mientras, déme un paquete de mantequilla.
Los movimientos de la señora Carmen son lentos como los de un ave herida. Estira su única mano hasta el estante, saca la mantequilla y la envuelve en papel. La operación toma exactamente ocho minutos. Nadie llega con el azúcar.