Pero él vio su mirada maltrecha.
«¿Pasa algo, Floreana?»
«Sí, estoy destruida…», es lo que responde; pero por dentro grita: ¡mi hermana se está muriendo! «Y necesito tu consuelo.»
«Estamos en una reunión… No puedo hacer nada ahora, te llamo mañana.»
Mudado el cuerpo -en un breve instante ha experimentado mil transformaciones-, Floreana se retira de la oficina preguntándose cuál será el hilo que la conecta todavía con la realidad.
El teléfono tardó tres días en sonar. La cita es en un café, el mismo donde se encontraron aquella primera vez antes de inaugurar el hotel. Ella espera.
Él no llegó.
Y con el corazón mojado, Floreana murmura: es aterradora la forma en que ha envejecido el siglo.
5
Saturada de recuerdos, furiosa, abandona la capilla. Ya al aire libre, mira esperanzada el color del cielo. Ninguna lluvia se avecina. Dispone al menos de una hora antes de comparecer, en el comedor, a la sesión de terapia colectiva de hoy.
Su deseo de caminar es vehemente, aunque la oscuridad se está apoderando de la tarde. No importa, ya conozco todos los caminos, no me voy a perder sin la luz. Y toma por un atajo del cementerio hacia un cerro que ha avistado en varias ocasiones pero nunca ha visitado. Respirar, respirar, que los pulmones dejen ir su malestar en el aire y éste lo disuelva en el mar.
No le cuesta un gran esfuerzo subir por el cerro, la hora matinal de ejercicios muestra su eficacia: si no fuese por el maldito cigarrillo, se sentiría la más sana de las sanas. Pero es el único vicio que mantiene. De pronto su corazón empieza a palpitar más rápido: no es por el camino empinado, es que ha divisado a un jinete en un caballo negro, y sabe quién es el dueño de ese caballo.
– ¡Flavián! -grita muy fuerte.
Un tirón de las riendas, un cambio de dirección… Sí, ha oído. Irresistible, había dicho Angelita.
– ¿Qué haces aquí a estas horas, chiquilla loca? Está oscureciendo.
– Necesitaba cambiar de onda y nunca había venido por estos lados.
La mira desde arriba del caballo.
– No tienes buen semblante hoy. Ven, sube, te llevo a pasear.
Libera el estribo derecho, ella encaja allí su pie y con la ayuda de esas manos grandes se encuentra montada en el anca. Parten, sincronizando ella en sus piernas el celoso paso, corto y firme, la disciplina de esta bella bestia negra.
– ¿Adonde quieres ir?
– A la caleta, cerca de la casa de doña Fresia, la que conocí contigo ese día… Es el lugar más lindo de los alrededores.
– Está bien. Demos la vuelta por detrás para no pasar por el pueblo… Pueden creer que me he raptado a una de las solitarias…
Apoya su cabeza en las espaldas de Flavián, siente en su mejilla la aspereza de la manta de castilla, y se refriega en ella para volver a sentirla, inhalando el olor a humedad que despide. Al percibir Flavián ese gesto, le pregunta:
– ¿Qué te pasa, Floreana de las Galápagos? ¡No me digas que estás triste!
– Sí… -apenas audible-. Estoy triste.
– Mi pobre niña -musita él, estirando un brazo hacia atrás para tomar su cabeza, legitimando así la postura de ella-. Cuando lleguemos a la caleta, me lo contarás todo. Por ahora, descansa.
Glorioso ese trecho entre el cerro y el mar. Reclinarse, guarecerse, temperarse. Su firme manejo del caballo la hace sentirse a salvo: nada malo puede sucederme mientras permanezca aquí. Señor, déjame aquí para siempre, que no se detenga nunca, que cruce el continente entero. Y con esa certidumbre su cuerpo reposa, enmendado.
No recordó, hasta llegar a su destino, la falacia de su memoria: la última despedida, la lapidaria declaración que él le hiciera en la puerta de la cabaña, fue la que, después de todo, desató sus aflicciones. La responsable de su ida a la capilla. La culpable de repetir la saña con que otro hombre le transmitió hace un tiempo su estúpida avaricia.
A esa hora la caleta está vacía. Los pescadores ya han partido hacia la mar, o a sus casas en busca del calor. Él se desprende de su enorme manta y la coloca en la arena para sentarse.
– ¿No te dará frío?
– No, mira cómo ando de abrigado -toca su suéter, una polera de algodón que apenas se ve y una bufanda de lana chilota colgada de su cuello.
Con toda naturalidad, él abarca la espalda de Floreana con su brazo y así, tibios, dirigen infaliblemente la mirada al mar.
– ¿Quieres hablar?
– Tú eres mi amigo, ¿cierto? -pregunta Floreana tímidamente.
– ¿Amigo? Mira, mujer, con nadie he hablado en el último tiempo más cosas que contigo. Para mis cánones, aunque los reconozco un poco magros, ya somos amigos íntimos.
– Me siento dañada, Flavián. Estuve en la capilla y no sé, me surgieron tantos recuerdos que he reprimido, sentí tanta rabia…
– A ver… díme una cosa, Floreana: tu venida al Albergue, ¿tuvo que ver con la muerte de tu hermana o con algún amor desgraciado?
– ¿Cómo sabes lo de Dulce? Yo no hablo de ella.
– Elena me lo contó. Y sería bueno que empezaras a soltarte con ese tema. Lo otro es un error. Tienes que llorarla, Floreana.
– Me hiciste una pregunta y te respondo: fue la suma de ambas cosas. La verdadera razón es Dulce, pero surgió al mismo tiempo ese amor desgraciado y me quedé sin fuerzas. Habría sido tolerable en otro momento, pero no en éste. Además, Flavián, hacía mucho tiempo, mucho, que no me abría a vivir una relación con un hombre. Creí que me había hecho fuerte. Y cuando lo conocí en Ciudad del Cabo, tuve tal certeza de que él era distinto… Mientras estuvimos allá fue todo tan hermoso, pensé que jamás me ofendería. Y una vez más me equivoqué.
En un gesto inesperado para Floreana, la mano que le sujetaba la espalda la tumba sin suavidad hasta la manta en el suelo. Queda tendida. Él se apoya firme en su propio brazo, a un costado de ella. En rigor, ningún miembro del cuerpo de uno está tocando al otro, pero sus caras están tan cerca que cuando él le habla, ella casi prueba su aliento.
– ¿No te quiso?
– No quiso quererme.
– ¡Qué miserable!
Su boca está ahí, ahí, a su alcance. Floreana se pone a temblar, se le entra el habla. La brutalidad de Flavián la provoca, ahora sí que su voluntad no tiene armas: el deseo la impregna de la cabeza a los pies.
– Olvídate de él. Pon tu afán en recordar a tu hermana y en todo lo que ella te regaló durante los muchos años en que la tuviste… Yo te voy a ayudar.
¡Su voz es tan sincera! Y le habla bajito, como si la estuviese cuidando.
Una vez más no depende de ella, su voluntad no ha tenido que jugar ningún papel. Es tal su desconcierto cuando él vuelve a sentarse, dejándola tumbada en la arena, que lo imita y sigue el diálogo como si nada pasara.
– Estaba casado.
– ¿Será una razón suficiente?
– Mira, te voy a responder como lo han hecho muchas del Albergue: creo que no se la podía conmigo. Y lo odio por eso.
– Entonces, en buena hora te dejó. ¿Qué habrías hecho después con él?
– ¡Qué práctico eres! ¿Se te olvida lo irracional que es todo este lío del amor?
Él rompe a reír.
– Sí, parece que lo he olvidado. Como tú, me alejé de esas lides hace un buen tiempo. Pero, a la inversa tuya, me he preocupado meticulosamente de no recaer. Y lo he cumplido al pie de la letra.
– ¡Bonito dúo hacemos nosotros dos! -Floreana imita su ánimo-. ¿Y cómo lo haces? Quiero decir… eres joven, saludable, atractivo. No me dirás que vives en abstinencia…
Vuelve a reír:
– No creo que te incumba. Pero si ya estamos en las confidencias… no, tan estoico no soy. Tengo mis encuentros sexuales, si eso es lo que te preocupa. Pero con los límites tan establecidos que no entrañan peligro.
Casi las mismas palabras de Elena. Por un momento Floreana habría jurado que sus sospechas eran fundadas.
– ¿Mujeres de la zona? -pregunta, disimulando su agitación.
– El archipiélago es grande, también está el continente, está Puerto Montt… Pero no seas intrusa, ¿qué te importa a ti con quién me acuesto si a mí no me importa?
– Tienes razón.
Un poco abochornada, Floreana se concentra en el mar. Sus oídos se resisten a semejante nivel de frialdad, ¡como si el sexo fuese una necesidad anónima! Él respeta su silencio. Al cabo de un rato, ella vuelve la cabeza hacia Flavián; aunque ya no la toca, están muy cerca.
– Díme una cosa… a veces una cree que sus dolores, o lo que a una le han hecho, son lo peor. Es fácil equivocarse sin parámetros para comparar. Ya que tú y yo somos un par de animales heridos, ¿serías capaz de mostrarme una imagen donde sientas que ahí, justo ahí, perdura una llaga?
– Sí, varias.
– ¿Puedes contarme o te da pudor?
Flavián duda.
– Me dijiste que éramos amigos, Flavián.
– Es cierto. Pero no es fácil ser sincero.
Su mirada está acorralada, ficticiamente glacial, temeroso él de producir en ella alguna fisura.
– Te voy a hablar de una herida verdadera.
Pero tengo que contarte antes otra cosa, algo muy difícil de hablar.
Floreana le devuelve la mirada con tal empatía que nadie en su sano juicio se habría resistido.
– Debes saber, Floreana, que yo maté a un hombre.
– ¿Cómo? -no puede reprimir el sobresalto.
– Fue un paciente. Sucedió durante la peor época de mi matrimonio, creo que yo estaba medio loco, o de eso me trato de convencer cuando busco alguna cobarde justificación. Igual no me sirve de nada, pero hago el ejercicio. Cada noche.
– ¿Cómo sucedió?
– No voy a entrar en detalles, me resulta muy difícil. El resumen es que hice un diagnóstico equivocado y por mi culpa el paciente murió. Si yo hubiese estado más sano, más atento, jamás habría ocurrido.