No más miedo, en esas soledades desérticas. ¡Qué color diverso tiene el abandono cuando es seco! La tierra se resquebraja, está a punto de partirse en dos, ¿qué capa de tristeza sostendrá estas sequedades?
No más miedo, susurraron sus ojos desde la Laguna Amarga con los flamencos -ellos color damasco, verde, verde la laguna-, viendo cómo se erguían majestuosas por detrás las dos torres, secas, de color café, cuidándolos a todos. El Almirante Nieto, nevado y real. Todos protegidos menos ella, sola en medio del paisaje bíblico porque un hombre tuvo miedo.
(Era después del amor, dentro de la cama en el Hotel Valdivia; ella le cuenta de Magallanes, no disimula la fascinación que le produce un lugar que contiene varios países dentro de él. Magallanes es la Patagonia, le dice, es otro país; luego le habla de Puerto Williams, ciudad final de Chile, la más austral, donde se ha entrevistado con una anciana, la última sobreviviente yagana: una sola de toda su raza. Le habla también de la sequía, cómo la naturaleza ha golpeado la zona, cómo los pastos se han secado antes de tiempo, y se detiene en la nieve, la peste blanca. El terremoto blanco, la llaman los fueguinos. El Académico hace un paralelo entre el Estrecho de Magallanes y Ciudad del Cabo, ambos envueltos en esperanza, Cape Point por el Cabo de la Buena Esperanza y aquí, en nuestra tierra, Magallanes por la Provincia de la Última Esperanza. También allá se juntan los océanos, the south of the south. Por eso, le dice ella, si estuviste allá conmigo debes también acompañarme aquí, he oído que en las Torres del Paine la esperanza es sagrada; yo tengo que volver allá dentro de poco, insiste, ¡ven conmigo! Él se lo prometió. Y no cumplió su promesa porque tuvo miedo.)
Ese miedo la obligó a navegar desacompañada por el lago Grey; los hielos que sobrepasaron a las cumbres, en el azul celeste de los ventisqueros, le dijeron que la montaña era sabia: deja ir aquello que no puede mantener. Allí los glaciares, los del lago, tenían formas de cristal tallado, y el corazón de Floreana constató que la naturaleza dotaba a cada uno de los suyos de esas líneas que a él le eran negadas: una página en blanco su corazón. Página abandonada con la misma irresponsabilidad de un escritor que habría debido imprimir en ella la emoción.
Creo que los ojos se copan, pensó Floreana concluyendo su vuelo, cerrando las alas para abandonar las Torres del Paine, adonde su cobarde insuficiencia nunca quiso ir sola. A partir de un cierto número de imágenes, los ojos ya no ven. No pueden seguir viendo.
Se anula la Patagonia, por excesiva, pero no se anula el irremediable miedo.
7
Un corazón quiso saltar un pozo
confiado en la proeza de su sangre,
y hoy se le escucha delirar de hambre
en el oscuro fondo de su gozo.
Las caderas del doble de David Hemmings se cimbran con la música.
El corazón se ahogaba de ternura,
de ganas de vivir multiplicadas,
y hoy es un corazón tan mutilado
que ha conseguido morir de cordura.
Interrumpe la canción:
– ¡Morir de cordura, Floreana! ¡Qué muerte!
¿Estará pensando en mí?
– Los dos conocemos un corazón que podría morir así, ¿verdad?
¿Es Flavián o es ella? Quisiera darles un giro creativo a las ideas.
– Ya que hablamos de eso, Pedro: ¿por qué escribes sobre el erotismo?
– Uno siempre escribe sobre lo que no ha resuelto, o desde sus carencias; no conozco a un solo escritor que escriba de sus certezas. Igual he malgastado mucho tiempo haciendo la distinción entre lo erótico y lo pornográfico. Nunca faltan las mentes estrechas que los confunden. ¿No crees que vivimos en este país un momento de mucho pan y poco circo? Tenemos que hacerle empeño a sacudir el marasmo. Ése es mi intento… como verás, del todo extraliterario.
– Dentro de la falta de circo, la libido se ha vuelto escurridiza, ¿verdad?
– Escurridiza y demodée. Este sistema está excluyendo el amor y el placer. Hay que horadar el sistema, Floreana, como los antiguos revolucionarios -Pedro sonríe y ella no sabe cuándo habla en serio, cuándo en broma-. En el peor de los casos, nos pegarán una patada en el culo, pero la tentación de transgredir es enorme…
– Se ha desordenado el amor -medita Floreana en voz alta.
– Sí… -parece conceder él-. Bueno, la tarea es enriquecer las apariencias para tomarles confianza fantasiosamente. En eso estoy yo.
Pasado un rato, Pedro le clava, muy serio, la mirada.
– Quizás sea más corto aclararte algo desde el principio. Soy un habitante forzoso de un mundo que yo mismo elegí.
– En otras palabras…
– Soy homosexual.
Floreana se sorprende. No se le había pasado por la mente.
– ¿Tienes algún problema al respecto? -pregunta él.
– Ninguno. Sólo que es una lástima para el género femenino. ¡Qué pérdida! -lo dice con toda espontaneidad.
A Pedro esto le hace gracia.
– Sin embargo, he hecho una opción justa porque, dejémonos de cosas, las mujeres están enamoradas del concepto del amor, no de los hombres.
– Y los hombres, ¿de quién están enamorados los hombres?
– Cada vez más de otros hombres.
Su sonrisa es vigorosa. Aliviado tras haber entregado una información que creía imprescindible, continúa:
– Estoy acostumbrado a la reserva que los demás tienen hacia mí; nunca me han dado el aplauso abierto, ese aplauso limpio y total. Siempre queda un espacio de vacilación, nunca hago las cosas enteramente bien. Lo raro es que ya ni sueño con ese aplauso, ahora parto de la base de que no me será concedido.
– En eso, créeme, soy tu hermana.
– Pero en otra cosa no lo eres: yo estoy en contacto con mis propios bajos instintos. Y basta mirarte para saber que tú no lo estás.
Desfila frente a Floreana un sinnúmero de recuerdos que ella debe ahogar. Impedir que esas semillas se transformen en fruto. Que el arado, a costa de pasar cien veces, las destruya… Pedro es capaz de crear una atmósfera tan persuasiva que llegue a diluir toda su solvencia interior. ¿Qué quedará de ella, entonces?
– Quizás yo también debiera haber sido escritora -dice, pensativa-. Habría logrado desentrañar lo que ignoro.
– Bueno, la literatura, como dijo un crítico, es la larga paciencia. Y tú pareces tenerla.
– Pero no estoy segura de que eso sea bueno.
Un siquiatra decía que se deprimen los virtuosos, no los sicóticos o los irresponsables. ¡Tú estás a salvo! -se ríe Floreana-. ¡Y yo en franco peligro!
– Déjame pervertirte, entonces.
– ¿A mí? ¡Jamás!
Una hora más tarde, Floreana corre colina arriba -ya puede correr-, liviana, fresca y puntual. A las siete en punto entra al salón de la casa grande como si viniese de su cabaña. Elena le entrega una carta: es de Emilia y decide guardarla para más tarde, cuando pueda saborearla a solas.
Cuando salió al porche, la luz de la luna le dio inmediatamente un aspecto metálico, transformándola en una Floreana que no era. Lleva la carta de Emilia en su mano: el abandono de Dulce se ha consumado una vez más.
«…y me ha dado pudor contarte que llevo encerrada todo este tiempo, preparando mi primera exposición. Estoy terminando las últimas piezas y debo reconocerte que mi material de trabajo han sido ustedes. Lo que no sabía lo he inventado, y espero haberlo inventado bien. Soy la futura artista de la familia y ésta ha sido mi primera experiencia narrando con los pinceles. Nunca lo habría hecho de no mediar esas largas tardes que pasé entre ustedes mientras Dulce moría. En su honor, y en el de ese equívoco gesto tuyo de querer tomar su lugar, he titulado mi muestra La Cuarta de Brahms.
»No creas, Floreana, que no he reflexionado sobre ustedes. Nosotros, los jóvenes, somos radicalmente distintos y doy gracias por ello. Pero no quisiera omitir algo que nunca antes te he dicho: tu generación me produce una rara nostalgia, tal vez debiera llamarla admiración. Al fin, ustedes han sido una generación peleadora, ruidosa, que no se irá en silencio. Y a pesar de haber hecho tantas malas opciones, nos han abierto las puertas… de muchas maneras. Creo haber aprendido un par de cosas; una de ellas es sobre el amor y esto de entregarse a él sin condiciones, como Dulce lo hizo con su propia vida.
«Supongo que mientras las observaba nunca supe que estaba pintando mi primera muestra.»
¿Qué lenguaje vas a usar, Emilia, si estamos al borde de quedarnos sin ese privilegiado instrumento? ¿Serás capaz, con la pintura, de eludir la obviedad?
Yo no sé ver ni mirar el lado oculto y nocturno de las cosas. Quizás Emilia, graciosamente, pueda hacerle el quite a lo evidente. ¿Quién sabe? Quizás ya esté en condiciones de ver lo que esconde la luz. Entonces habrá atravesado un puente tan largo como el que uniría esta isla con la tierra grande.
Dulce se filtra en sus pensamientos:
«¿Te acuerdas de cuando éramos chicas y tú me llamabas mi niña?» Dulce extiende su mano delgada, tan delgada, y toma la de su hermana sobre la cama metálica del hospital. «Era tan absurdo, me hablabas como si fueras mi mamá y eras solamente una hermana mayor. ¡Pero a mí me gustaba tanto!»
El recuerdo a veces miente. Floreana no confía en él ni en su arbitrario tiempo, tan lleno de vacíos.