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La última e inútil operación.

Mi niña duerme en la placidez de la morfina. Mi niña duerme un sueño de justos. Mi niña tiene los ojos cerrados e ignora que su cuerpo ha sido abierto, herido y tajeado. Pasarán todavía muchas horas hasta que sepa del dolor. Por ahora, gocemos tu sueño. Más tarde conocerás el precio de la morfina: las náuseas, el asco, los vómitos. Pero duerme ahora, duerme creyendo que eludir el dolor no se paga.

Las palabras en Floreana eran como los volantines. A veces las amaba, pero ellas partían por el cielo y no lograba sujetarlas. Muchas veces sus palabras se soltaron de su mano y vagaron por el azul, inasibles. Se iban. Se iban.

En la seducción, las mujeres -sea en el lenguaje escrito o verbal- deben frenar constantemente las efusiones emocionales; la parquedad del reflejo que ven frente a sí las lleva a temer lo desaforado, las hace sentirse al borde del ridículo.

Pero en el dolor ya no hay palabras que frenar, porque en el dolor no hay lenguaje. Entonces, ¿qué está haciendo Emilia? ¿Puede eludir a Dulce?

Floreana evoca el momento exacto en que lo supo: Berlín, hace algunos años, cuando visitó Sachsenhausen, el campo de concentración nazi. Hasta el pelo que les raparon a los judíos y a los miembros de la resistencia está expuesto en las vitrinas. Tocó los hornos donde los cremaron, al lado de las cámaras de gas. Vio las celdas y el carretón en que apilaban los cadáveres. Vio las fotografías de los cuerpos mutilados para hacer experimentos con ellos. Vio los instrumentos que usaron para disectar estos cuerpos y las camillas de azulejos donde los tendían y las lámparas que hicieron con su piel y los cuadros o tapices resultantes de las pieles tatuadas. Vio muchas cosas. Ninguna imaginación humana parecería suficiente para concebir esos niveles de maldad.

Había olvidado esa imagen. Sin embargo, su olvido no ha producido ningún cambio: el olvido estaba ahí, y no por eso los campos de concentración han dejado de existir. No encontró lenguaje para ese reflejo. Ni siquiera el gesto (¿ojos engrandecidos, abiertos, muecas de horror?). Creyó que eran solamente las mujeres y los marginales los que quedaban en silencio, por carecer de un lenguaje capaz de traducirlos, de expresarlos; a partir de Berlín supo que debía agregar el horror.

Las mujeres, los marginales, el horror.

Para Floreana, la muerte de Dulce se ha convertido en una historia de dolor y en la imposibilidad de su lenguaje.

Las mujeres, los marginales, el horror y el dolor.

Floreana enmudece.

8

– Mi hijo menor decidió arrancar la maleza de los jardines vecinos para ganar un poco de dinero. Cuando le pagaron, corrió al almacén y compró un regalo para cada miembro de la familia: una hoja de afeitar para el papá, un caramelo para su hermana y un Rinso para mí. Me entregó el paquete y yo me largué a reír. ¿Qué tenía que ver el Rinso conmigo? Cuando caí en cuenta, casi me puse a llorar: mi hijo no esperaba que yo quisiera algo propio. Sólo el detergente.

– No hablemos de los hijos, que me viene la nostalgia. Ni menos de que ellos no nos concedan tener deseos propios, porque eso me da demasiada pena. ¿Por qué no nos reímos un rato de los hombres, mejor?

– ¡Buena idea!

– Ay, chiquillas, no sean frívolas…

– ¡Yo soy una experta! Analicemos a los amantes de los años noventa.

– ¡Ya! ¡Qué entretenido! ¿Se han fijado en que están cada vez más malos para la cama? Parece que se acojonaron con esto de que las mujeres ya no somos unas ignorantes…

– Es que saben que ya no pueden pitarnos. Antes se montaban arriba, se pegaban tres corcoveos y… ¡listo! Eso era un acto sexual. Los perlas quedaban regio, y nosotras… que nos llevara el Diablo.

– Mira, yo no hablaría tan en pasado. Hay muchos huevones que todavía tiran así. Y más encima con la luz apagada y en completa mudez. ¿Saben qué hago yo? Finjo el orgasmo para que todo el asunto se diluya de una vez, lo más rápido posible…

– ¡Por favor! Me parece atroz fingir…

– ¡Pero si todas hemos fingido en algún momento! Lo patético es que cada hombre está convencido de que eso no le sucede a él. La cantidad de imbéciles que creen que todas han acabado con ellos es infinita.

– ¿Se acuerdan de esa escena del orgasmo fingido en Cuando Harry conoció a Sally? ¡Magistral! Esa película debiera ser obligatoria para el género masculino.

– Una amiga mía ha logrado acabar tan pocas veces en los últimos años, que lo anota cada vez, como un trofeo.

– Otra amiga mía anotaba en su libreta no los orgasmos, sino cada polvo. Como tiraba con dos, hacía un signo distinto para cada uno: un círculo al primero y una equis al segundo. ¡Su agenda parecía un tablero para jugar al gato!

– Pero si hay cada loca… Una amiga mía, encantadora pero un poquito histérica, no acababa nunca con la penetración… en diez años de matrimonio. Se resignó a que su sexualidad era así no más, y ya no consultó a siquiatras ni le puso más empeño. Una noche estaba leyendo a la Doris Lessing en algún complicado análisis sobre los tipos de orgasmo de las mujeres, y quedó furiosa consigo misma por su incapacidad. Al día siguiente se acostó con su marido, hizo el amor como siempre y de repente, sin saber cómo, acabó con el pene adentro. ¡Después de diez años! Ella divide hoy su vida en dos: antes de la Doris Lessing y después de…

– Bien tonta tu amiga, andar preocupándose por eso… Si el porcentaje de mujeres que acaban con el clítoris es mil veces más alto que el de las que acaban por la vagina.

– Sí, las estadísticas son sorprendentes. Pero todavía hay mujeres que se torturan por no acabar con la penetración. Quizás no hay suficiente información…

– Todo por culpa del boludo de Freud, que calificó la sexualidad clitoridiana como «sexualidad infantil». ¡Qué huevón más grande! ¡Lo que a mí me da rabia es que nadie nos lo haya advertido, y que nos hayamos sentido anormales por tanto tiempo!

– ¡Sigan hablando de sexo, no más! Al final, somos todas incapaces de separarlo del amor. ¡Díganme que no…!

– Por favor, no vamos a discutir eso de nuevo. Es como el negro que se agota de explicarles el racismo a los racistas.

– Pero no nos pasemos películas, tampoco; las mujeres somos incapaces de relacionarnos sexualmente con un hombre sin enamorarnos.

– ¡Mentira! De todos los hombres que he conocido en los últimos años, creo que sólo a dos no me los tiré el primer día… y no me he enamorado de ninguno.

– ¿Y cómo lo haces?

– Me encierro con ellos en una orgía, tres largos días de bacanal, de amor que nos sale hasta por las orejas, la pasión más desenfrenada. Y terminados esos tres días, no los veo nunca más. Se los traga la tierra.

– No lo encuentro muy edificante como experiencia, qué quieres que te diga.

– ¿No estaremos enfocando mal el problema? Para mí no se trata de sexo sino de compromiso afectivo. Todo esto de la liberación femenina ha revuelto un poco las relaciones de poder, y la reacción de los hombres ha sido optar por el descompromiso, que es la mejor forma de herirnos. Pero no nos confundamos, a ellos les importa un rábano todo eso, y a nosotras sí. El asunto es: ¿quién sigue ostentando el poder?

– ¡Ellos, ellos, ellos! ¡A veces creo que me voy a volver loca de pura soledad! ¡Nadie me llama! ¿Qué puedo hacer? Me voy a desquiciar en este desierto. No le importo a ningún hombre sobre el planeta, créanme, a ninguno. Cuando he logrado meterme con alguien, este alguien está invariablemente a punto de separarse… pero, obvio, a los tres meses decide que mejor no hacerlo.

– Lo que es yo, llevo un año sola, desde que me separé, y en todo este tiempo no he recibido ni una invitación de parte de un hombre. Ni una sola. ¡Un año!

– No me extraña, no eres la única. Pero los hombres no están muy seguros tampoco de cómo seducirnos. Yo diría que están en aprietos también. Sin ir más lejos, mi hermano menor no sabía cómo abordar a las mujeres. Un día decidió ir al supermercado a la «hora femenina», como la llama él, y me pidió prestado a mi hijo para que lo acompañara. En síntesis, ha empezado a arrendármelo porque descubrió que todas las mujeres, al verlo solo con su chiquillo, lo suponen separado. Se les incentiva el instinto maternal, protector… Mi hermano siempre sale de ahí con una conquista.

– En provincias les resulta más fácil. ¡Putas que es fácil en provincias! Me acuerdo de mi hermano, un verdadero macho cabrío. En la empresa le regalaron un maletín de tevinil, él juraba que era cuero y se lucía dando vueltas por la plaza. Anduvo siempre con el maletín, hueveando sin parar de aquí para allá, con minas distintas. El día que le robaron su famoso maletín, ¡se casó!

– Claro… el Rambo y su compadre decían siempre: seamos humildes, compadre, dejemos que nos elijan ellas, las mujeres. ¡Y ahí estábamos las tontas que los elegíamos! En los pueblos la conquista es fácil.

– A mí nadie me elige. Sin embargo, he estado pensando… resulta que para tener cualquier posición social, yo debiera casarme de nuevo. Sin marido, una se vuelve sospechosa en mil sentidos. De partida, para portarse mal.

– ¿Tú sabías que las solteras casi no tiran? Nadie quiere tirar con ellas.

– Eso sí que es cierto. Mi caso es una muestra. Yo por eso me puse mala. Yo era buena, les juro que lo era. Pero de repente empezó en mí este maldito hábito de calcular. Mi marido era un perfecto huevón. Decidí quedarme con él porque me protegía el hecho de estar casada. Me quedé con él puro para meterme con otros. Porque si no tienes pareja, estás jodida, ni uno se te acerca. El único problema es que a la larga la maldad empieza a notarse…