– Les propongo que no hablemos más de hombres, ni de sexo, ni de amor… Como que me angustié.
– Es que es nuestro talón de Aquiles. Es por ahí que nos cagan, porque no depende de nosotras. Nadie que nos oyera creería cuánto nos importan otras cosas: los hijos, el trabajo, las ganas de cambiar el mundo.
– Oye, no seamos duras con nosotras mismas. Si hablamos leseras y nos reímos es porque nos alegra la vida. Total, estamos todas aquí por las mismas razones. Es la cercanía entre nosotras veinte lo que nos lleva a hablar así. No me cabe duda de que cada una en su cabaña, a solas, está en otra.
– Lo único que tengo claro es que los hombres nos tienen convencidas de que ellos son un bien muy escaso.
– Lo que yo no tengo tan claro es que sean un bien…
– ¡Pobres hombres! Seamos comprensivas. No saben cómo readecuar su realidad a este fenómeno de las mujeres, porque, si lo piensan bien, es lo más profundo que ha pasado como revolución cultural en este siglo de mierda. Porque nosotras no somos como la economía social de mercado o los estados totalitarios; a nosotras no nos pueden cambiar, ni reemplazar, ni derribar. Nuestro proceso es irreversible, por eso somos la verdadera revolución.
Cuando iban saliendo del salón grande, Toña se acercó a caminar junto a Floreana hacia la cabaña. Tenía el ceño fruncido, el rostro ofuscado.
– ¿Sabes? He estado reflexionando… aquí todas hablan de «los hombres». Pero si nos remontamos a lo más primario de lo que significa la atracción, nos encontramos cara a cara con la necesidad. A tal yo lo necesito, por lo tanto me atrae; de ahí viene todo. Pero tal como están las cosas hoy día, yo no necesito a un hombre. Mis capacidades son las mismas que las suyas, lo que me lleva a no sentirme atraída por él. No me sirve. La atracción, entonces, se libera, tiene un valor en sí misma y ahora lo que te atrae es una persona, no importando su sexo.
– ¡Qué inteligente estás, Toña! En teoría tienes toda la razón. Lástima que yo siga necesitándolos.
Mareada por tantas voces, Floreana se retira a su habitación. Hoy sí que han trasnochado, todo porque Elena se fue a Puerto Montt y no vuelve hasta mañana. La conversación le ha devuelto muchas imágenes que el Albergue había ido lentamente alejando; por lo tanto, vuelve a sentirse el blanco donde los dardos calan, justo al centro.
La primera vez que hicieron el amor, el Académico y ella, fue muy breve. Cuando ella sueña con volar juntos, él ya se ha ido. La esperada ternura en el post-amor no aparece. Él está en su mundo, satisfecho, y la suspensión sexual de Floreana no lo altera… si es que nota que ha quedado suspendida. Pero ella decide no darse por vencida: un placer desdeñado por tan largos años no debe dejarse ir como un volantín por el aire. Deja pasar un tiempo prudente y sutilmente inicia nuevos acercamientos amorosos hacia ese cuerpo tendido, de ojos cerrados. Tienta a disolver su distancia conquistando con su boca ese pedazo donde se concentra su sangre, poco a poco, hasta que percibe el cambio de respiración, la fisura en el hermético silencio y, al fin, la hondura electrizada. Logró que todo el acto de amor recomenzara. Más tarde, ya desahogados, avanza su mano con suavidad hacia el miembro en reposo y le dice: él y yo vamos a ser amigos, al margen de ti; tenemos que bautizarlo y establecer de inmediato esta distinción. Él se ríe, complacido; no por nada el falo ha comandado la historia, no por nada. «Corazón de León» le pondremos, dice ella, como el rey. Convienen en que es un nombre adecuado. Pero Corazón de León no hará nada que incomode o altere a su dueño, especifica el Académico. Floreana amolda su mejilla sobre su pecho y, dócil, responde: entonces yo aspiro a que las ganas de su dueño coincidan con las de él. A partir de ese día, Corazón de León pasó a ser un personaje central en el amor y Floreana nunca le escatimó mimos ni cuidados.
Cuando él la hubo abandonado, entre las mil recapitulaciones que atormentaron la imaginación de Floreana, la vagina volvió a ser un hito y una pregunta: ¿por qué fue siempre invisible? No se la nombró nunca, fue tocada sólo de paso (casi instrumentalmente), no tuvo ningún protagonismo. Ni una identidad propia, como Corazón de León.
Su boca también fue avara.
9
– ¡No me digan! ¿Están cayendo lacónicamente en el sentimiento?
– ¡No seas profano! La entrega de pan es siempre sentimiento -contesta Flavián justificando su gesto, caricia leve, tan leve, una mano ligera sobre la cabeza de Floreana al recibirla; pero aun en su levedad ese gesto no pasó desapercibido a los ojos de su sobrino, habituado a su parquedad.
Es domingo en el pueblo y en el país entero. Los domingos se amasa la tortilla al rescoldo en los braseros del Albergue y Pedro ha invitado a Floreana a tomar el té. Ella contribuye con la tortilla, y es a Flavián, como dueño de casa, que se la entrega, todavía con restos de ceniza en las manos.
Mientras Pedro va a la cocina a preparar el té, Floreana se desembaraza de sus muchas lanas: gorro, chaquetón, bufanda, guantes. No pretende engañar a nadie, llega a esta casa vestida de sí misma y de inmediato se acomoda en el sillón de las franjas rojas y mostaza. Le pregunta a Flavián cómo está. La última conversación que sostuvieron en la caleta no la ha dejado en paz. Ha ensayado restarle importancia, pero, ¿cómo bajarles el perfil a las palabras si ellas no han hecho sino enterrar poco a poco la visión de Ciudad del Cabo, primando Flavián sobre aquella imagen en cada oportunidad en que las palabras se presentan?
– Cuando veas al Payaso no lo vas a reconocer. Tuve que raparlo, dejarlo sin un pelo; los piojos le habían hecho surcos en la cabeza. El problema es que sigue con las fiebres.
– ¿Todavía?
– Sí. Creo que lo voy a hospitalizar en Puerto Montt. El director del hospital es mi amigo y siempre les da espacio a mis pacientes.
La intención de Flavián es mantenerme a distancia, se dice Floreana, alerta; está arrepentido de nuestro último encuentro, sé que otra vez va a retroceder.
– Tú quieres al Payaso más que a cualquiera de nosotros, ¿verdad? -el reproche es evidente como la luz de un mediodía estival. Una de sus voces internas la condena: ¡qué descontrol! No te preocupes, responde la otra voz, Flavián es un vigilante, nada se le escapa y él sabe cómo manejarse.
– Gran tipo, el Payaso. Sospecho que es analfabeto. A mí me dice que no puede leer si hay alguien a su lado porque se pone nervioso, pero que sí lee cuando está solo. Cursó hasta el cuarto grado en la escuela y la abandonó porque el profesor les pegaba a los niños. Parece que se ensañaba especialmente con él.
– ¿Con qué derecho…?
– Eran otros tiempos. Pero el Payaso se vengó. Cuando ya era un hombre grande, se topó con este profesor en una fiesta del pueblo. Lo agarró de las solapas y le dio un buen puñete. A cambio de lo que me hiciste de niño, le dijo. Y el profesor tuvo que pedir traslado.
– El amor por tus pacientes te llena la vida, ¿verdad?
¿Otra vez, Floreana? ¿Qué te pasa?
– No, sabes bien que soy un hombre bastante solo.
– Por tu propia voluntad…
– Quizás es por mi profesión. Padezco el síndrome del brujo de la tribu. ¿Sabes a lo que me refiero?
– Explícamelo.
– Ser médico es como ser el brujo de la tribu. El médico maneja los secretos del alma de mucha gente, se compenetra de tal cantidad de humanidad… Y no debe revelar ni sus pócimas ni sus saberes. Su arma debe ser siempre silenciosa, pero al mismo tiempo expuesta. Por eso está condenado a la soledad, porque no puede compartir. Y siempre llega a un lugar donde nadie puede ayudarlo.
A pesar de sí misma, Floreana lo mira intensamente.
– ¿Nadie? ¿Estás seguro?
– Es que esa soledad interior es la única condición posible para ser el brujo: la condena del hechicero.
Floreana piensa que él se adentra en esa soledad aterrado de no poder volver atrás, mientras, a pesar de sí mismo, la busca con desesperación; incluso ha elegido una geografía de soledad porque su gran fantasía es llegar allí enteramente.
Él reacciona ante su expresión reconcentrada:
– Esto no es exclusivo de un médico de pueblo -dice con un aire algo forzado-. Sucede en varios oficios. Hasta un escritor vive esa misma soledad, también él es un brujo de la tribu.
– ¡A la mesa! -los interrumpe Pedro-. El té está listo.
Repitiendo el rito de aquella noche del cordero, Floreana se sitúa a la cabecera, sentándose los hombres uno a su derecha, el otro a su izquierda. Ella toma la tetera y, separando el té del café, comienza a llenar las tazas.
– ¿Qué les pasa a las mujeres allá arriba? -pregunta Pedro sin preámbulos-. ¿Es idea mía o se asemeja a un pabellón de leprosos que viven en el extraño círculo vicioso del contagio?
Mientras habla, deja su café con leche para atacar directamente con la cuchara la mermelada de arándanos que reposa en un frasco, al lado del pan humeante.
– Están tristes -responde Floreana, decidiendo obviar la ofensiva metáfora de Pedro.
– Tristes… -el pequeño David Hemmings parece reflexionar-. Para algunos la tristeza no es más que una forma de cansancio.
– Entonces, estamos muy cansadas.
El viento afuera parece jugar a las escondidas con la poca luz que resta, ésa que no se ha tragado aún la tarde invernal. Floreana ve por la ventana cómo el viento arrasa la desprotegida intemperie. Siente que las maderas de la casa del doctor y el calor de la habitación son verdaderos diques; aquí está a salvo del pavoroso poder que el viento se ha asignado a sí mismo. Aquí está a salvo, a salvo.