– ¿Sabes lo que me recuerdan ustedes? -dice Pedro-. Blackpool, un balneario inglés en las costas de Lancashire, frente al mar de Irlanda. Allí llegan todos los fines de semana grupos de mujeres. Se apoderan de un pequeño hotel y se dedican a emborracharse. Son en general proletarias y, como me contó una de ellas, se apoyan entre sí contra maridos aun más borrachos que las maltratan. Casi no hablan, incluso siendo amigas. Lo único que hacen es emborracharse. Es raro verlas… Dice la policía que dan más problemas que los hombres.
– El Albergue no es Blackpool -se defiende Floreana-. Aquí el motivo es la reparación, no la evasión. Pero, claro, si yo fuera una mujer de la clase trabajadora inglesa y mi marido abusara de mí, seguramente optaría por el alcohol.
– De acuerdo. Son los hombres quienes tienen el patrimonio de la fuerza física, y personalmente la aborrezco -interviene Flavián desde su puesto en la mesa, tan atractivo a los ojos de Floreana con su suéter azul de cuello subido-. ¡Pero con qué arte y sagacidad manejan las mujeres la violencia sicológica!
– ¡Ahí sí que son irreductibles! -aprueba su sobrino dándole un golpe a la mesa-. Tanto como en sus verbalizaciones.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– ¡Las palabras! -responde Pedro con visible buen humor-. Las mujeres sienten y viven a través de lo que se dice, nunca a través de lo tácito o misterioso. Para tus congéneres, lo que no se dice no existe.
– Estoy de acuerdo -replica Floreana-. Las mujeres siempre queremos palabras, son las que dan forma al sentimiento, las que lo hacen real. Para ustedes, en cambio, resultan innecesarias y por eso son tan mezquinos con ellas.
– No sólo innecesarias, Floreana, es más que eso: las palabras deforman el sentimiento -responde Flavián con una sonrisa irónica; se sirve una nueva taza de café puro y agrega-: No hay nada más contradictorio que la verbalización de una mujer y su actuar. Por ejemplo: repite tres veces «no consentiré» y a la tercera negación ya está entregada.
– Pero eso es divertido -dice Pedro-. ¡Nada tan delicioso como la entrega en medio de la duda! Entregarse, estrellándose contra los pudores.
– ¿Pudores? El pudor femenino ya no existe… y lo echamos de menos.
– ¡No te creas! -Floreana es enfática al enfrentar a Flavián; siente que, aunque sutil, la castiga de todos modos-. ¡Existe! Pero está mezclado con tantos otros ingredientes que una termina disimulándolo porque lo siente anacrónico. ¡Créeme que aún existe!
– Digamos… matices más o matices menos, yo diría que desapareció. Es una lástima… Después de todo, el temor en la mujer era parte esencial de la calentura. Había que palpar algo de ese miedo y de esa pasividad para funcionar eróticamente. Ahora ustedes son dueñas de su cuerpo, dicen lo que quieren, ¿cierto?, hacen lo que quieren, se expresan. Se han masculinizado en la cama y eso nos deja sin repertorio. Antes esto pasaba solamente en la pornografía, y ahora pasa en la realidad. La conquista ya no es necesaria y, te lo aseguro, eso mata nuestras fantasías.
– Déjate de huevadas, Flavián, no estás en una corte del siglo xix. ¿Por qué les vas a negar a las mujeres el derecho de conquistar ellas, o incluso de asediar? ¡Qué monótono que sea una tarea siempre masculina! -las comisuras de Pedro se tuercen.
– La verdad es que está todo muy confuso -el tono de Flavián es defensivo-. Tanto hemos leído los hombres y tanto nos han dicho que hoy todo ha cambiado y que llegó el momento en que las mujeres ya no buscan sexo sino ternura… Pero resulta que si uno no se las tira, o no demuestra ganas de tirárselas, se ofenden. ¿Quién las entiende?
Floreana sonríe al percibir la vulnerabilidad disfrazada de duda.
– Las dos cosas, Flavián, las dos cosas.
– No me mires con esa cara de benevolencia, ¡como si tú estuvieras más allá del bien y del mal!
Los hombros de Floreana se tensan como los de un animal salvaje preparándose para una pelea, pero Pedro le quita la palabra.
– Tiras con cualquier mujer y es lo mismo: una gimnasia brutal, un esfuerzo agotador por sacarles un quejido, una búsqueda patética de aprobación. Ante la confusión reinante, parece acertado inclinarse por el propio sexo. Eso concluyo cada vez que discuto estos temas.
– Tú no te aproveches para sacar dividendos de esto -lo corta Flavián; luego se dirige a Floreana y pronostica, solemne-: ¡Es el caos! ¡Se ha producido la estampida! Las mujeres están interesadas en las aventuras, se sienten con derecho a vivir el amor con la misma seguridad con que históricamente lo han vivido los hombres. Empieza el juego: ellas llegan liberadas, uno las trata con displicencia, pero es todo una trampa. Nosotros les decimos: tú eres tan segura, tienes todo tan resuelto, yo no te destruiré la vida, me tomarás como una aventura, ninguno se va a enamorar… ¡No! Ya al decirlo, yo sé que lo digo para escudarme. Empieza la trampa porque, en el fondo, tengo miedo, y cuando ella llega a las sábanas empieza el miedo de ella. Se metamorfosean las soledades. Y si algo no funciona en la cama, ya no es solamente culpa mía, como antes; ahora ella, que se presume dueña de su sexualidad, pregunta: ¿qué habré hecho mal? Antes las mujeres pasivas no eran culpables si las cosas no resultaban; ahora sí, se responsabilizan porque en el sexo son activas y la consecuencia es que se culpan. Nadie cuida a nadie, ni yo a ella ni ella a mí. En la lucha de poderes, caemos en la trampa de nuestras propias palabras. Y el resultado es que ya no nos queremos.
– Mi tío es siempre muy lúcido, pero últimamente se ha puesto un poco denso. No tenemos derecho a invitar a Floreana a tomar té para echarle encima todas las neurosis que nos produce su género. Mírale la cara, ¡pobrecita, se ve agobiada!
Flavián vuelve sus ojos hacia ella, indiferente, como si en estos últimos minutos, a pesar de haberla mirado, no la hubiese visto.
– No creo que Floreana se agobie -responde, despachando las aprensiones de su sobrino-. Cuando converso estas cosas con Elena, ella las transforma en encendidas discusiones, tiene la capacidad de azuzarme y ponerme frenos simultáneamente… mientras que a Floreana nada la inmuta.
– ¡Qué injusta comparación! -es casi un gemido lo que sale de la garganta de Floreana, la rabia y la pena entrechocándose-. Lo que pasa es que Elena te enfrenta con una seguridad que a mí nunca me has concedido. Elena es más inteligente que yo, tiene más mundo del que yo nunca tendré, y más encima se siente querida por ti. A mí me has tomado como el receptáculo de tus heridas y no me das nada a cambio. Si te resulto pasiva es porque contigo evito la guerra, justamente para no hacerte recordar lo que odias. Elena puede darse lujos contigo… ¡porque puede tocarte!
Se encuentra hablando como una sonámbula aunque había creído que iba a enmudecer sin remedio. Pero luego enmudece de verdad y su silencio amortigua la estridencia de tan desatinada afirmación. Se acaba de ver representando un papel que no se había propuesto, y se extraña de que la voluntad haya andado por su cuenta. El buen sentido nunca fue su gran cualidad y ahora viene de veras a hacerle falta.
Siente que Flavián busca la verdad. No lo percibe en sus palabras sino en el timbre de su voz.
– Lo siento, Floreana. Es que mis sentimientos han llegado a ser muy pobres. Como bien lo sabes, tuve la mala suerte de casarme con una mujer que asesinó poco a poco mi candor, dulcemente.
– ¿Y cuántas tendrán que pagar por ella?
Flavián encoge los hombros en una actitud que a Floreana le parece insoportable.
Pedro se interpone con rapidez, cambia el giro amenazante que parece llevar la discusión: se levanta y toma a Floreana, que ya lo imitaba, por la cintura.
– ¡Si yo hubiese nacido con la voz de Joan Baez! I killed a man for Flora, the lily of the west… -su entonación es armoniosa-. Vamos, el pesimismo puede enviudarnos la cara. Alégrate, yo mataría a un hombre por ti, Floreana, cuenta con eso.
Aunque Pedro y sus palabras la alivian, la sonrisa que Floreana le devuelve es forzada. No quiere mirar siquiera a Flavián, que en ese momento abandona la sala sin disculpa alguna. Es que la intensidad que ella proyecta sobre cada uno de sus actos no puede sino teñirlo y empaparlo todo, sea persona, reflexión o sentir. Un tinte, sólo un ligero tinte, se decía, se prometía, pero su otra voz reclamaba la mentira, descubriendo el probable cansancio del objeto de su intensidad.
Temiendo que su desgano pase a desesperanza, a los pocos minutos Floreana abandona la casa del doctor. Sale a protegerse en el disimulo de la noche.
10
– Se trata de tener una convicción, Floreana. ¡Una convicción tan cierta como irracional!
Negándose ella a volver a casa del médico, se encontraron al pie de la colina; han caminado por un sendero que bordea el pueblo por detrás hasta llegar a la caleta de pescadores, la que Floreana vio por primera vez desde el jeep de Flavián camino a casa de doña Fresia, hace tanto tiempo, una eternidad le parece. Los fuertes muslos de Pedro no flaquean como los suyos y su hermoso cuerpo cruza elástico por rocas y arboledas, como el buen felino que es. Al llegar a la playa enmudecen frente al restregarse incansable del oleaje al abordar la arena. Pedro se desprende de la manta que lo protege (todo gesto está destinado a repetirse, piensa ella) y, midiendo la distancia del agua, la tiende con esmero sobre la arena. Alisa las arrugas para que Floreana se acomode.
– ¿Quieres saber, amiga mía, cuándo conocí yo el dolor? -le dice quebrando ese silencio casi excluyente que impone el mar-. En mi anterior visita a esta isla me dediqué a escarbar y a interrogar a mi cerebro…
– Lo que no te cuesta mucho hacer…
– Retrocedí hasta los siete años. Cuando me prohibieron hacer teatro.