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– ¿Siete años? ¿Qué te sucedió a los siete años?

– Estaba en el colegio y formaba parte del grupo de teatro: escribía el libreto, dirigía y actuaba. ¡Lo hacía todo! Me asigné a mí mismo el papel de diva, la súper protagonista. Y elegí al niño que más me gustaba para el papel de mi amante. Teníamos que abrazarnos. ¿Es necesario?, me preguntaba él. Lo dice el libreto, respondía yo, otorgándole a la letra impresa una objetividad separada de mí. Me vestía de mujer, me ponía unos pañuelos de cabeza de mi mamá como turbantes. En alguna ocasión usé una toalla y se me sujetaba de lo más bien con las vueltas que le di. Me colgaba encima lo que tuviera a mano, además de joyas y bisutería. Estaba apasionado en mi papel. Hasta que me llamó el cura encargado de la actuación y me previno: que tuviera cuidado con los papeles de mujer, me podían llevar a ciertas desviaciones. Luego me pidió que mejor me retirara del teatro. Mi obra se presentó sin mí. No fue el teatro mi pena: fue la brutalidad de esa impertinencia, de mi intimidad revelada.

Floreana busca una de sus manos con delicadeza y la guarda en la suya.

– Ése fue el primer dolor de mi vida -concluye Pedro.

Ella absorbe la complicidad y presiona aquella mano. Está tendida de costado sobre la manta, afirmada en su codo, lo que le permite mirarlo desde arriba. El yace entero horizontaclass="underline" sus piernas, extendidas sobre la manta, se ven más largas de lo habitual y la estrechez del pantalón dibuja con detalle cada músculo. Bajo la tela, su bulto aparece insinuante, impúdico. Su pelo está revuelto como nunca, las claras ondulaciones le ocultan la frente; sus labios relajados -llenos, ampuloso el inferior- no ostentan en las comisuras gesto alguno que llame a la desconfianza. En otra situación su impulso la habría volcado sobre ese cuerpo tendido, pero el instinto, siempre sabio, le recuerda la inutilidad. Cuando se quiebra una promesa, el dolor y la culpa estragan pero las defensas se aflojan: quebrarla de nuevo ya no resulta difícil. Lo piensa con Ciudad del Cabo bailando en su mente. Liberando su mano, Floreana se limita a acercarla a esa cabeza en abandono. Sumerge sus dedos en el cabello ensortijado, empieza a jugar con él. Al cabo de un rato se descubre a sí misma acariciándolo.

Floreana no es estúpida; sabe perfectamente qué escena está tratando de repetir, yendo hoy más lejos; inconsciente, desafía a sus fantasmas por si en el revuelo lograra espantarlos.

Imposible que esto pase desapercibido para el hombre que se tiende a su lado. Su reacción es estirar sus brazos, envolverla con ellos y atraerla a su pecho, obligándola a reposar en un abrazo angosto y constreñido, donde cada miembro reconoce a su contrario. Allí sumergido, el cuerpo de Floreana tiembla, reavivándose dentro de él marcas inevitables, ancestrales. Cuando abre los ojos, divisa el lucero de la tarde, el que anuncia la oscuridad de cada día.

– Me he prendado seriamente de ti, Floreana -su voz surge de la nada, sorpresiva al romper un silencio que no se suponía fuera a ser roto-. No te vuelvas a Santiago. Quedémonos aquí un tiempo, trabajemos, pensemos, creemos juntos.

– No hagas invitaciones irresponsables -se lo dice levantando la cabeza, dulcemente-; además, la del pueblo no es tu casa.

Pedro se incorpora, ha vuelto a ser él mismo. Responde, gesticulando:

– Pero si ya se lo propuse a Flavián y no le ha parecido mala idea. Nadie niega que él sea de baja graduación afectiva, pero sufre también el temor de todos los de nuestra raza: anquilosarse.

– No me hables de ese hombre… Estoy furiosa con él.

– No le des importancia. Lo que ocurre es que Flavián siente que las expectativas que sobre él tienen las mujeres son abusivas. Más vale reírse o relativizar ciertas profundidades. Pero no te me escurras, estábamos en otra cosa.

– Mi vida real está en Santiago.

– Floreana: ¡ésa es una declaración convencional! Espero más de ti, ¿sabes? ¿Cambia en algo la suerte de tus yaganas si tú estás en el kilómetro número uno de la carretera Panamericana o en el número mil?

– Está José…

– Me contaste que se iba a quedar todo el año en casa de su padre. Puede venir a visitarnos, ¿por qué no?

Atónita al comprobar la relación que se ha generado entre ellos, sorprendida del interés que despierta en él su persona (¿cómo ocurrió?, ¿por qué?) y desconcertada al extremo (aunque el desconcierto es tibio y reforzante, por esa ambigüedad en la que se han deslizado esta tarde), vuelve a tocarlo. Como si no pudiese dejar de tocarlo. Invadida como está, no encuentra respuestas inteligentes a mano.

– ¿Estás idealizando tu vida en la capital, Floreana, Florinela, Florina? No olvides que la memoria es una obstinada falsificadora -a Pedro le gusta su contacto y le acaricia la cadera en respuesta.

– ¡Eres un loco, Pedro! -se levanta de un salto, estira el cuerpo y lo invita a hacer lo mismo-. ¡Vamos! Ya oscureció, tengo que volver al Albergue.

Y ver a Elena, estar con ella, vencer este incipiente veneno. Ella no tiene la culpa de nada.

– ¡Deja ese apuro! Respóndeme una sola pregunta: ¿qué es para ti la historia?

– ¿La historia? -Floreana se muerde el labio inferior-. Es para asirme de algo… en realidad, es un consuelo personal.

– Entonces, si tu ambición es edificar cultura, como es la mía, cultura es todo lo que un hombre puede construir entre el polvo y las estrellas. ¿Te das cuenta del espacio enorme del que disponemos? -Pedro dirige sus ojos al firmamento.

– No sé si alguien lo dijo o lo inventé yo, pero es así.

Es que había caído una helada durante la noche anterior en el pueblo. Había amanecido todo congelado, hasta los pensamientos, y Floreana los llevó escritos en su cara todo ese día. Pedro ha visto esas marcas, piensa ella, por eso me invitó, por eso me abrazó. Por eso todo. Nada sucede porque sí, nada es del todo casual o inocente.

Durante esa mañana recibió la primera carta de Constanza, y con ella la confirmación irrefutable de que el Albergue -para Floreana- tiene los días contados.

A la vuelta de la playa, con la carta desdoblada todavía, relee el último párrafo y se le escapa una sonrisa.

«…todos mis desmayos y presiones son glamorosos, pero no dejan de ser desmayos. (¿No radicará el problema, Floreana, en que estamos todas disculpándonos por existir, por estar envejeciendo y seguir vigentes pero culpables porque tenemos una nueva arruga?)

»A falta del Albergue, y de ti, me fui hace unos días a Olmué para estar radicalmente sola, para evitar todo estímulo, para sentir que nadie en el mundo me requería. Me senté frente al sol en una silla de lona, por fin ociosa y sin persona alguna a mi alrededor, todos los cerros arrojados a mi cara marcando mi imperturbable retiro. De repente siento la voz de un hombre a mis espaldas que llama: ¡Carmen! No hay respuesta. ¡Carmen!

»No, no soy yo. No me llamo así, no soy Carmen. Oh, qué maravilla, ¡no me llamo Carmen! Agradezco a los buenos oficios mi nombre. Esta vez soy yo: Constanza. Esta vez no debo responder, por una vez en la vida no debo responder; esta vez no me llamo Carmen.»

Floreana dobla la carta diciéndose que Constanza ama de verdad; por lo tanto, todo acto que ella hace es legítimo.

Tendida sobre la colcha blanca tejida a crochet, ha contemplado largamente el techo mientras piensa, por vez primera, en lo que significará volver a lo suyo. Santiago, la ciudad desvivida. Piensa en su cotidianidad, en los perros que le ladran sistemáticamente en las veredas -lo han hecho con ella desde que nació-, en los taxistas del paradero de la esquina con los que habla de fútbol y de política, en las eternas y calladas horas frente a su escritorio mientras los pájaros trinan en la ventana, en el vicepresidente del partido que impedirá sus conversaciones nocturnas por teléfono con Fernandina, en Isabella corriendo entre la chacra, la mina, su marido, la crianza de sus hijos y de sus sobrinos casi huérfanos. Piensa en lo que no quiere pensar: la ciudad sin Dulce. Y aunque es temporal, contraria a la acerada permanencia de todo lo demás, en su propia casa sin José.

La sacude un sobresalto potente como esas ráfagas de viento a las que se ha acostumbrado en la isla.

Mira los papeles acumulados en el cajón de su cómoda: la vida y la muerte del pueblo yagan la esperan. Observa el espesor de las fichas y da vuelta su cabeza. No hay energías. La mayor parte del peso de su maleta era esto. Trajo muy poca ropa, porque casi no tiene. No le fue concedido ese don de la mínima mundanidad. El peso de su maleta es el de su trabajo. ¿Cómo pensar en tres meses de su vida -a estas alturas- dedicados nada más que a sus emociones? El trabajo la desembarazaría de la culpa que siente ante el dinero familiar invertido en ella, aunque ese dinero le pertenezca. No, nadie la apremia; los plazos de la Fundación son amplios, no le han puesto fecha límite. Sin embargo, se siente comprometida a apurarse. Es un problema nada más que entre su súper yo y ella.

Los papeles no han sido tocados sino una vez -para leer una ficha- desde que pisara la colina del Albergue.

Se levanta de la cama, va al baño a tomar un vaso de agua. La cabaña está vacía. Sólo la pequeña ventana del baño le regala un ángulo de la luna, como a Heidi en la casa de su abuelo en la montaña, cuando dormía en ese altillo de paja con la luna encima de ella. De esa luna parcelada cuelga algo de su infancia.

Floreana se imagina llegando a la ciudad; al abrir la puerta de su departamento, entra a la primera casa que fue suya, la de sus padres. Vuelve a correr, adulta, por ese pasillo lleno de sorpresas. Son las luces de esas muchas ventanas que dialogan entre sí, que existen unas gracias a las otras, que se refractan y complementan. Se atraviesan los olores, ¿qué olor específico era? No puede definirlo, pudo ser el pasto fresco recién cortado, la leña, las comidas. Algo de albahaca y de cebolla. Algo de ají. Algo de pulpa, jugosas las carnes en la parrilla caliente, jugosos los melones y las sandías en el verano. Es su casa de toda la vida la que está ahí, la que no le pesa por haberla acarreado siempre en el inconsciente. Cocina y pasillos, luces y olores, ésa es su casa paterna. Floreana anhela volver a oler con esa misma propiedad, pues sólo entonces podría conectarse otra vez con lo atávico, porque nunca más tuvo algo tan de ella. (El país natal eres tú, le había dicho Pedro.) Y porque ahora, más que antes, las casas han llegado a tomar un lugar tan central, una importancia distinta -verdaderas cuevas, refugios- por lo retirado que cada uno vive del otro, de los otros. ¿Es que sus casas de adulta nunca reprodujeron el olor de un horno atildado, el sabor de las hierbas? ¿Y la textura en la luz que le regalaban los vitrales a la casa paterna? No, ¡no me lo digan, por favor, si fue la única que tuve! Si he sido incapaz de impregnar ningún otro espacio, prefiero no saberlo.