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Entonces el pueblo se nubló, porque la pelvis de Flavián comenzaba la búsqueda de la suya, ensayando flanquearla, cubrirla. Claro, las decenas de ojos no fueron más que pequeñas luces remotas que los acompañaban en una lejanía otra, ajena.

El alma desmayada arrojando este suspiro, ay,

y caída en los brazos del amor divino.

¿Qué bendita irlandesa ha cruzado el océano con su música para convertir su cuerpo en una brasa, en un puro deseo? Él la busca con aspereza, la instala en una emoción precisa. Los guía el puro instinto, y los lleva a escoger lo mejor. Esto es el comienzo del fin, siente el corazón contraído de Floreana. El ritmo ha penetrado sus venas, sus arterias, sus vasos comunicantes hasta no dejar un solo espacio libre. Floreana entregó sus escudos defensores y Flavián los horada como si fuese su adversario o, peor aun, su constructor. Porque cerrando ambos los ojos, el rapto arrasa con toda existencia posible: gimnasio, Albergue, pueblo, isla, todo lo que no fuese una mano que descendía por su cintura ciñéndola, ciñéndola, una pelvis que gira con urgencia tanteando a su opuesta, hasta ensamblarse, hasta atornillarse amalgamadas en un algo de fuego, lenguas del más allá que ya ninguno controla, que ninguno planificó ni previo. El mármol por fin derritiéndose, la seducción convirtiéndolo en materia flexible para miembros ayer agarrotados. Eran sólo dos cuerpos abrasados, dos cuerpos que se imploraban en el peor y más febril, el más delirante de los abrazos, buscándose voraces, absortos en esa necesidad eterna hasta encontrarse y sólo entonces se funden el uno en el otro y en el sonido amoroso del tango que no es tango sino quebranto que se adhiere a la vida de una mujer, y Evora los quemó como nada lo había hecho por siglos y siglos.

Se imploraban tanto.

Hasta que la música -¡nada es eterno, Floreana!- terminó y ella despertó de esa violenta dicha. Abrió los ojos y encontró una realidad nocturna frente al mar. Y el pueblo aplaudió, la gente del pueblo aplaudió su fiebre.

Sus mejillas están tan azoradas, su rostro tan desencajado y sus muslos tan húmedos que no puede sino mirar el suelo. Cada parte de su cuerpo se envuelve en tal temperatura que resulta imposible dar la cara a nadie. La reconforta ver a Flavián en igual estado, mirando hacia abajo, los brazos colgando como si le sobraran, vacíos, como si no supiera ya qué hacer con ellos, incapaz de enfrentar ni al público ni a ella. Entre ambos, el silencio estruendoso, absoluto. Un silencio feroz. La definitiva absorción de cada uno por el otro no puede sino anclarlos en el mutismo.

Este latido tuyo recorriéndome.

Ni siquiera Ciudad del Cabo -en su repetición- la rozó esta vez.

Floreana no pudo con su propio cuerpo. Solamente Flavián conocía la verdadera dimensión de ese abandono, sólo Flavián podría discurrir ahora sobre lo que han tocado. Él ha cubierto su fragante desmesura, un cuerpo desmadrado, como un potro arrancado de las manos del hombre que lo quiere domesticar. Desbocado por el tango, por unos brazos calientes, por un pubis duro y rastreador. Esa dureza, la que ya se ha acoplado -sin vuelta atrás- a su propia carne, podría hacerla sucumbir, rendirla para siempre, directamente matarla. Todo gracias a una irlandesa que juega a disfrazarse de tango y que los reúne en este rincón de un sur casi austral frente al Océano Pacífico, en un remoto país llamado Chile.

Entonces Floreana se va. Entre nieblas ve que se acerca Prosperina, una de las empleadas del Correo, bamboleando sus enormes pechos, cimbrando su cintura, abriendo los brazos para bailar con el doctor como si todo el gimnasio se hubiese arrebatado, como si la excitación de Floreana, extendiéndose, provocase el goce de cada criatura allí presente.

Flavián, con paso lento, vuelve donde el sacristán, retira su cinta, la guarda en el bolsillo trasero del pantalón y, ya con ritmos familiares, toma otro cuerpo de mujer sin que sus ojos busquen siquiera a Floreana.

La fiesta continúa.

La pista está libre. Quédense con su bendito doctor, se lo regalo a ustedes, cómanselo entre todas. Yo me voy.

Y la fiesta continúa.

Nadie le pone atajo. Floreana sube el cerro hasta el Albergue, sordas escalan sus piernas, no percibe la oscuridad. No es posible ignorar el invierno ni el mar, pero ella lo hace… No se detiene hasta llegar a la cabaña, entra en su dormitorio y se tumba sobre la cama. Porque efectivamente fueron convocados los dioses de la lascivia y lograron sobornar sus sentidos. Porque durante ese tango sintió lo incógnito.

¿A cuántos gestos les hemos dado el nombre de amor?

Ahogada, turbada, y sin embargo extrañamente engrandecida, ya no podrá ser, quiéralo o no, la misma. ¡Dios mío, el deseo! ¡Cuan avasallador e inoperante, cuan irreversible!

13

Tras un obstinado insomnio, Floreana amaneció nublada. Los sucesos de la noche habían sido tan intensos que la dejaron ciega para el próximo día. Ni pensar en abandonar su cama: el ruido familiar sobre el techo, reconfortante y monótono, indica que hay lluvia. La contempla por la ventana. ¡Se va a instalar para siempre aquí esta lluvia! Por primera vez durante su estadía en el Albergue -la que terminará más pronto de lo que ella quisiera- no se ha levantado, faltando a sus tareas matinales. Llamó al impulso, al único que podía interrogar, para preguntarle cómo sacarse del cuerpo esos anhelos ancestrales; pero el impulso no le respondió.

Las sábanas son Flavián: ropaje para su tibieza, cómplices para su desate. Son su cobijo. Se apega a ellas, se esconde en ellas, las sujeta, ¡que no se escurran! Pasan las horas matinales y ella espera, no sabe qué. Una pequeña voz comienza poco a poco a zumbarle dentro y le muestra una cierta cobardía… hasta obligarla a detener su devaneo y enfrentar el mundo más allá de su dormitorio. Vasto o diminuto el mundo allá afuera, pero mundo real al fin. No sabe si la realidad, sólo por serlo, resultará más consistente. O si la expresión de otros ojos será un espejo más eficaz de sí misma. Se levanta, cruza la pequeña sala vacía, las puertas de los otros dormitorios están cerradas. Se acerca a la de Angelita, no, no tocará, no dará los dos golpecitos de siempre, se asomará nada más por si también ella se ha quedado dormida; sí, Angelita duerme con la placidez de una niña. Angelita no está sola, Angelita duerme en el abrazo de Toña.

Floreana cierra la puerta muy despacio.

El hambre la empuja a salir de la cabaña. Se coloca un buzo con rapidez sobre el piyama, se echa la manta encima y corre a la cocina, no quiere ver a las demás, no aparecerá por el comedor. Llega empapada, toma el primer paño que encuentra a mano y busca a Maruja mientras se seca descuidadamente la cara y las manos. Maruja no está. La chiquilla del pueblo, una de las que van por el día al Albergue para ayudar en la cocina, le informa que Maruja está enferma. ¿Enferma?, ¿qué quiere decir eso, a estas alturas? ¿Pescó un resfrío o se volvió loca? No, algo le cayó mal anoche, muy mal, no puede levantarse, ha venido el doctor a verla.

– ¿Quién? -pregunta nerviosa, olvidándose del hambre.

– El doctor, pues. La señora Elena lo mandó llamar. Llegó en el jeep con el Curco.

– ¿Y está aquí? -helada, suelta el paño y lo deja caer al suelo.

La chiquilla no alcanza a responder, vuelve la cabeza hacia la puerta trasera de la cocina al oír voces. Floreana piensa esconderse, pero es tarde: Elena y Flavián están ahí y se dirigen hacia ella. Él lleva puesto su delantal blanco y de su mano cuelga un pequeño maletín. Es el doctor, ya no el hombre del tango; ha recuperado su aplomo y así lo demuestra al saludarla. Ella responde algo ininteligible, algo parecido a un saludo, y recoge el paño de secar, lo que le permite no mirarlo de frente.

– ¿No quieres tomarte un café? -lo invita Elena.

– Muchas gracias, no puedo. Tengo a varios pacientes esperando, les avisé que volvía pronto. Hago los arreglos para Maruja y te aviso -siempre de pie, mira de paso a Floreana y, como en un intento de incluirla, le informa-: Es la vesícula, le está jugando una mala pasada.

Floreana se consterna: ¡pobre Maruja!, ¡qué lesera!

Elena precede a Flavián hasta la puerta de salida. La cocina es larga. Cuando Elena atraviesa el umbral y desaparece, Flavián se vuelve y se acerca a Floreana. Le roza con un dedo la mejilla y le dice con un tono cariñoso, pero -para el gusto de ella- demasiado dueño de sí:

– Nada de arrepentimientos, ¿verdad?

Floreana se ruboriza. Balbucea un «no».

El vuelve a acariciarle apenas la mejilla y sonríe, como si algo lo divirtiera.

– Yo creí encontrarme con una recia exponente de los noventa, y me veo enfrentado a una damisela del siglo xviii.

Se va, dejando la cocina vacía. Más vacía de lo que nunca estuvo.

Floreana no se ha movido, sigue cerca de la puerta con el paño en la mano. Así la encuentra Elena. ¿Por qué ella nunca muestra huellas, ni de lluvia, ni de sueño, ni de cansancio? Esto resiente a Floreana, que sólo constata en Elena un justo grado de impaciencia.