– ¿Avaricia? No, nadie priva a otro de lo que no tiene. Debes distinguir entre un pobre y un avaro: uno retiene porque no quiere dar, el otro porque no tiene qué dar.
Como si Flavián hubiese olvidado por completo el alfabeto del amor.
Mierda, piensa Floreana, ¡mierda!
– Pero no te engañes con él -continúa Elena-. Una vez atravesado su resentimiento, te encuentras con un hombre querible en extremo. Ese tipo de hombre con que todas alguna vez soñamos: complejo, sensitivo y justo, capaz de adentrarse en los vericuetos más oscuros del otro y de acogerlos con una infinita ternura.
– ¿Por qué lo invitaste al pueblo, después de esa historia?
– Yo ya había clausurado hacía mucho mis sentimientos por él. Además, en algún espacio íntimo me sentía responsable de su descalabro. De no mediar nuestra relación, las cosas habrían ido por otro camino, estoy segura. Podría haberse evitado tanta indignidad. Yo fui, después de todo, lo que desequilibró más a su esposa: me transformé para ella en una verdadera obsesión.
– ¡Qué celos debe haber sentido! -Floreana lo afirma con vehemencia, como si supiera muy bien lo que dice.
– Pero lo importante es que nos convertimos en grandes amigos. No es raro, yo soy muy amiga de los hombres que he amado, me resulta fácil relacionarme con ellos en el plano de la amistad cuando el romance ha terminado. Y debo reconocer que me hace muy bien su presencia en estas latitudes, es un vínculo con ese antiguo yo que a veces olvido y, como no quiero borrarlo, él me ayuda.
– ¿No le tienes rabia?
– Ninguna. Ambos le creamos deudas al corazón, y las hemos pagado.
Odio ser tan irreductiblemente yo, medita Floreana al comprobar lo benéfica que resulta la serenidad de Elena.
– No volvamos a mencionar lo de anoche -dice súbitamente, y se levanta de la mesa como si todo lo que ha escuchado cambiase radicalmente sus puntos de referencia-. Ya pasó, te ruego que lo olvides, tal como lo haré yo -suena tajante, lo decide sin haberlo previsto-. Me queda muy poco tiempo aquí, Elena, y no quiero desaprovecharlo.
Soy la pecadora del Albergue, se dice, ¡no vine acá para esto!
Con el plato en una mano y el cenicero en la otra, busca el enorme recipiente de la basura y bota los restos del cigarrillo; luego se acerca al lavaplatos y abriendo la llave enjuaga su plato, dando así por terminada la conversación. Un brillo distinto, que Floreana no sabe interpretar, asoma en los ojos de Elena:
– De acuerdo. Entonces no olvides tú lo siguiente: existen seres, tanto hombres como mujeres, que los otros no pueden dejar de tocar, sea con el roce de una mano, un cariño en el pelo o el apretón de un músculo, en fin, algún gesto que desahogue, porque no tocarlos es una locura.
Floreana hace un esfuerzo por absorber la ambigüedad de esas palabras. ¿Cuántas lecturas le sugieren? ¿La está consolando Elena, le está informando o le está advirtiendo?
Su gran duda -la actual relación entre Elena y Flavián-, ésa que la ha desasosegado antes y después, permanece aún encubierta.
Al caminar hacia su cabaña, busca a través de la lluvia la línea del horizonte. Pero en la medida en que ignora dónde se encuentra ella misma, esa línea le parece falsa e inútil.
Nada de arrepentimientos, ¿verdad?
15
– Aunque estemos trasnochadas y todavía un poco borrachas, tomémonos el último trago las cuatro juntas, si es que podemos llamarle trago a este licor de damasco -pide Angelita esa noche, la del sábado siguiente al viernes de la fiesta.
– ¿A qué hora parten?
– Mañana al alba, para tomar el avión en Puerto Montt.
Floreana, entristecida, arregla la mesa de centro, pone cuatro pequeñas copas y sale a la intemperie -el refrigerador de la cabaña- para recoger el hielo. Corta en trozos el queso que ha robado de la cocina y coloca en un platillo las únicas aceitunas que consiguieron en la cabaña de las bellas durmientes. Nadie bajó ese día al pueblo, como si la lluvia y los sentimientos se lo hubiesen impedido a cada ocupante del Albergue.
Las maletas están listas, agrupadas al lado de la puerta.
– Cuéntenme sus planes -pide Olivia, siempre un poco al margen de lo que sucede a su alrededor.
– Nos vamos a vivir juntas, a mi casa -responde Angelita, y su mirada se vuelve brillante-. El tercer piso es una enorme mansarda, con baño propio. Les diremos a los niños que Toña arrienda esa pieza porque la casa, y eso es cierto, nos queda un poco grande a nosotros. Será la versión oficial, para mi mamá y para toda la familia, especialmente para mi ex marido. Como Toña es una actriz famosa, a todos les va a encantar tenerla entre ellos. La idea es que yo sea su agente: Toña no sabe manejarse con los contratos y le cuesta tomar decisiones. Yo lo haré con ella, en la idea de que vuelva al teatro y no a la televisión, por ahora. Y la cuidaré: ni una droga, ¡ninguna!
– ¿Y cómo te vas a mantener por mientras, Toña? -pregunta Olivia, para quien el dinero es esencial en todo paso que se dé.
Antes de que Toña alcance a responder, lo hace Angelita:
– Por ahora, yo mantengo el sistema. A mí lo único que me sobra es plata y no le tengo mayor apego, tú lo sabes -dice mirando a Toña.
– No será un préstamo en saco roto -la dignidad de Toña habla por ella-. Nos resarciremos las dos, con creces. No me cabe duda de que me va a ir muy bien, ya tengo a alguien que me cuide, lo que me ha faltado desde siempre. Sé que con un poco de apoyo puedo ser la mejor actriz de este país. También, a veces, me han faltado los hijos. ¡Qué alivio que Angelita ya los tenga, así no tendré que parirlos yo!
Floreana se ríe.
– Estos meses en el Albergue me han limpiado tanto por dentro -continúa- que hasta podré adoptarlos afectivamente, cosa insospechada para mí hace tres meses.
– Y mi tarea en la vida dejará de ser la dulzura, ¡por fin! ¡Van a ver cómo tomo las riendas, chiquillas!
Se las ve radiantes; Olivia las mira entre irónica y dubitativa:
– ¿Les irá a salir tan fácil?
– No seas aguafiestas -dice Floreana.
– Pero si de alivios hablamos -continúa Angelita-, el mayor es éste: no preguntarme más por los hombres, esos extraños seres a los que nunca entendí y que tampoco me entendieron a mí.
– ¡Adhiero! -exclama Toña triunfal, pero luego aparece en ella su expresión más reflexiva-: Elena cree que el día en que los hombres dejen aflorar su lado femenino, que indudablemente tienen, como nosotras el masculino, las cosas cambiarán. Pero yo pienso que eso es casi imposible… ¿Cómo van a dejar aflorar lo que en su infancia tuvieron que matar?
– ¿Qué quieres decir?
– Es lógico: nace el niño del vientre de una mujer y se encuentra con que la persona que le da la fuerza, la que lo nutre en todo sentido, no es de su mismo sexo. Mira hacia el padre y la mirada se le devuelve: no es él quien me ha dado la seguridad, él carece de los elementos de mi madre… sin embargo, yo debo aspirar a ser como él. Entierra en lo más recóndito cualquier identificación con la mujer y suplanta estas carencias con el poder. Allí él empieza a armarse. ¿A ese hombre le van a pedir veinte o treinta años después que deje fluir su lado femenino?
– ¡Uy, qué densa que te has puesto, che! -se burla Olivia.
– Pero tiene toda la razón -opina Floreana.
– A ver, contéstenme la siguiente pregunta -dice Toña-: si ya está claro que los hombres no quieren hacer el amor con nosotras, ¿con quiénes lo hacen, entonces?
– Lo harán con otros hombres -aventura Floreana, como si el tema le fuera ajeno.
– No generalices -la reta Olivia-. Sexo entre hombres y mujeres habrá hasta el fin de los días. No olviden, chicas, un elemento importante y muy en boga: el sexo pagado, el sexo seguro. La existencia de las prostitutas como remedo del amor. No compromete ni amenaza. Imagínense a un ejecutivo en viaje: ¿cuál es la forma más segura de sentirse querido sin arriesgar nada?
– Pagando y dejando establecidos los límites de la relación desde un principio -responde Toña-. Eso al menos aplaca el temor al sexo… por un tiempo.
– En Argentina es pan de todos los días – agrega Olivia dando un sorbo a su copa-. Tengo recortes que aparecen en los diarios más serios de Buenos Aires… ¡Vieran los ofrecimientos que hacen las mujeres, y el lenguaje que usan! Por ejemplo: Morochas infartantes y chiquitas: realizamos todas tus fantasías.
– Trata de acordarte de otro… -le pide Toña riéndose.
Floreana se pregunta cómo, con este frío, han entrado moscas a la cabaña. Angelita es experta en moscas, las olfatea, con un instinto especial escucha su aleteo y las descubre en los rincones. Las persigue y siempre logra aniquilarlas.
– ¿Quién dejará la cabaña libre de moscas mañana? -le pregunta Floreana, anticipando su nostalgia.
Angelita le toma una mano y se la estrecha con cariño.
– No van a ser más de dos semanas, Floreana, y dos semanas no es nada. Allá nos juntaremos con Constanza, las cuatro, en la mansarda de mi casa, y les mataré mosca por mosca. Además, les voy a tener los tragos listos a cada una; prometo algo más que puro queso y aceitunas. Vodka para ti, whisky para Constanza. ¡Cómo vamos a tomar después de tanta abstinencia!
Un golpe en la puerta las interrumpe. Es el Curco, con un sobre para Floreana. Las otras tres se abalanzan sobre ella cuando trata de abrirlo, lo que le cuesta hacer porque la lluvia lo ha mojado.
– ¡Apuesto a que es del doctor! -vaticina Angelita.
– No -dice Floreana-, yo sé quién es el único que no me deja sola aunque llueva.
– ¿Tu admirador? ¿El sobrino?
Floreana lee: es una nota corta, escrita con pluma y la tinta es verde.