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Al acostarse, mira por la ventana las prendas colgadas a la intemperie que la lluvia moja y vuelve a mojar. Luego de su conversación con Elena en la cocina, se fue a la cabaña, tomó las ropas usadas anoche y, en vez de acudir a la enorme lavadora, las lavó con sus propias manos. Luego las tendió en el cordel del patio de atrás. No importaba que no se secaran, es que debían airearse. Sólo así podría volver a ponérselas, a mirarlas con ojos más limpios, más secos.

Se cubrió con la manta y caminó a un punto de la colina -uno que ella ha detectado- desde donde, bajando la vista por el cementerio hacia el pueblo, más allá del torreón de la iglesia, se divisa el policlínico, sólo porque el pedazo de tierra al que está anclado se adentra en el mar. Es fácil para los ojos distinguir el pequeño faro e inmediatamente después la construcción de colores café y amarillo. El manzano y los dos ordenados cipreses ocultan la casa del doctor, sólo se avista el humo que sube desde los cañones en volutas al cielo. Floreana imagina el fogón y la salamandra rodeados por troncos secos que vigilan la guarida contra la lluvia, a Flavián sentado en el sofá de los listones rojos y mostaza, estiradas las piernas para apoyarlas en la mesa de centro, con un libro en la mano y probablemente un concierto de Beethoven en el equipo, mientras Pedro -sentado a la mesa grande, aquélla donde comen- apuntará palabras en un cuaderno con su lapicera a tinta verde. Todo estará en calma, suave y rigurosa la calma, y entre ellos gozarán la compañía -discreta, callada- que los entibia sin obstruir.

Floreana se mete en la cama. Al taparse, su cuerpo se le antoja algo dividido pero a la vez unido y multiplicado; desencadenado, sin Dios ni ley. Pone las dos manos sobre sus pechos. El deseo: arder, robarle un momento a la muerte, resplandecer un instante para luego morir, siempre morir.

El sino -la esencia misma- del tango es la pérdida, piensa. Entonces… ¿cómo empezar con él?

La vida es prepotente, concluye; pasa por arriba de nosotros sin hacer la más mínima pregunta.

16

Con la certeza de que no doblan por ella, Floreana escucha las campanas de la iglesia desde su cabaña. Apresura un último detalle, se escobilla el pelo y toma desde el perchero su chaquetón forrado en lana de oveja. La lluvia es apenas un velo transparente. Corre colina abajo.

La gente del pueblo va acercándose por el camino principal -ni siquiera éste tiene pavimento- para asistir a la misa del domingo. Pedro la espera en la puerta de la iglesia, hermoso como siempre, despeinados sus rizos claros; los bluyines muy ajustados oprimen sus músculos sin miramientos, y sus botas de vaquero con gruesos tacones le dan más altura de la que ya posee.

Se abrazan como si hubiese pasado mucho tiempo.

– Rara tu invitación -Floreana lo dice escabulléndose de sus brazos: de nuevo la están mirando los del pueblo-. Yo entendía que no eras creyente.

– No lo sé. Si Dios existe o no, dudo que sea de mi incumbencia.

– ¿Y a qué vas a misa?

– A cantar, a mirar a la gente. Me gusta el rito, cualquiera sea. Y hoy te he invitado para que pidamos salvación después de tanto pecado -dice con tono burlón.

Floreana se ruboriza. No ha visto a Pedro ni ha hablado con él desde el viernes, en la fiesta.

La nave central está dividida en dos hileras de bancos: los hombres se sientan a la derecha, las mujeres a la izquierda. El techo, un óvalo construido con tablas antiguas que forman una perfecta cúpula, está pintado de cielo, azul el fondo y amarillas las estrellas que parecen titilar.

Pedro y Floreana se sientan en el segundo banco y con una inclinación de cabeza dirigen un discreto saludo al sacerdote y al sacristán, que hoy parece un obispo con su vestimenta morada de monaguillo. Pedro participa del ceremonial en perfecta consecuencia, y a la hora de los cánticos no sólo conoce de memoria las palabras sino que las entona a voz en cuello, con visible alegría.

Cuando el sacerdote ofrece la comunión, la fila se repleta de mujeres que esperan tomar el sacramento. Un solo hombre las acompaña, uno en toda la iglesia.

– Está claro en qué sexo se acumula el pecado -le susurra Pedro al oído.

– O está claro cuál es el sexo que necesita hacerse perdonar -responde Floreana, la voz muy baja.

Mientras el cura se afana en limpiar el cáliz y guardar las hostias sobrantes, sube el fiscal al pulpito y le habla al pueblo desde allí. El tema es el cementerio parroquial, el que linda con el Albergue.

– A partir de ahora, no habrá más moros -dice el fiscal-. Los no bautizados del pueblo podrán enterrarse junto a los cristianos, no van a quedar en las esquinas del cementerio, como antes.

Pedro clava su codo en las costillas de Floreana:

– ¡Moros y cristianos! Nunca creí que a fines de este siglo mis oídos llegaran a escuchar algo parecido.

A la salida de la misa, un esquivo rayo de sol tienta a los feligreses. Floreana cierra los ojos para recibirlo. La lluvia delgada se cruza con el sol y el arcoiris que atraviesa los cerros parece la cinta de un regalo de cumpleaños.

– Éste es el Chile arcaico -comenta Pedro-. ¿Cuánto más durarán estos reductos?

– No soy muy optimista, creo que tienen sus días contados.

– Aquí estamos salvados, Floreana, ¿lo sabías? Tantos viven hoy en la sobriedad y el aburrimiento de sus vidas diarias, sin vuelo alguno, porque los cerros no los rodean tentándolos, porque ven el mar como un obstáculo y no como un camino, porque no tienen cien imágenes de sí mismos que los interroguen: ¿cuál soy yo? Viven su mesura, elegida y calculada, la que yo nunca viviré. ¡Me sofocaría!

– Porque ellos no intoxican, como tú, hasta el más puro de los paisajes.

– De acuerdo. Si yo entro por un huerto de limones, soy capaz de transformar su inocente azahar en veneno.

– O sencillamente arremeter contra ellos.

– Es que le temo tanto a la velocidad. La he vivido hasta el tuétano, lo confieso, pero hoy quiero estar en el tiempo eterno: éste. Créeme, tengo que pelear para que no me mate la vorágine que me espera en cada esquina. Quiero que la inocencia me lleve a este otro tiempo, el del cementerio que divide a los muertos entre moros y cristianos. A propósito, no entendí la figura del señor que habló desde el pulpito. ¿Quién es?

– Es el fiscal. Los fiscales son una institución chilota, los encargados de las capillas cuando el cura no está. Es que aquí los jesuitas construyeron como cien iglesias, todas esas preciosuras que vemos en la isla, y el cura (había muy pocos) pasaba una vez al año por cada misión. Entonces el fiscal le juntaba a la gente para cada visita: los que debían casarse, bautizarse, etcétera, y tenía todo preparado para la fecha en que el cura llegaba.

– ¿Cuándo sucedió todo eso?

– En el siglo xvii.

– ¡Me enamoro de ti cuando te veo de historiadora! A veces lo disimulas tan bien.

Caminan un poco, sin dirección precisa.

– ¿Ves que tengo razón cuando te pido que nos quedemos en el pueblo? Esta misa te lo demuestra. Aquí podemos capear el temporal…

– ¿Cuál temporal? O mejor dicho, ¿cuál de todos?

– El del desorden actual que vive este país con su identidad, y todos los demás desórdenes de los que hemos hablado. Yo estoy por las formas, sólo las formas. Y aquí se mantienen, impertérritas.

Floreana lo mira, interrogante.

– El problema de Occidente, querida mía, es que pretendió unir forma y contenido. Los unió en el sentido y se armó la confusión, porque las formas deben mantenerse separadas del contenido. Su unión enreda los actos inocentes, que son los que aún importan. Ahora, si te interesa saberlo, para mí lo único que tiene sentido es la forma; los contenidos dan lo mismo. ¡Antes me importaban tanto! Ahora adoro todo lo aparente, cuando antes lo odiaba. Es una conclusión reciente a la que llegué al cumplir los veinticinco años.

Pedro la mira de reojo antes de concluir:

– Es por eso que me interesó la noche del viernes. Por las formas.

Ya, imposible hacerle el quite: como fuese, Pedro enfrentaría el tema y Floreana sabe que es inútil impedirlo.

– ¿Qué pasó el viernes con las formas? -pregunta con pretendida inocencia.

– ¡Desaparecieron! ¿No te parece fascinante como fenómeno? Fue la noche que se volvió loca. O, para ser precisos, Flavián y tú volvieron loca a la noche. ¿No te acuerdas de cómo los aplaudió la gente del pueblo? ¡Ustedes contagiaron cada palma, la yema de cada dedo! ¡Estuvo a punto de terminar en una bacanal! El cura, supongo que para mantener su virtud, se retiró. Tus amigas lesbianas empezaron a atracar sin tapujos, a los pescadores se les soltaron las trenzas y por poco lengüetean a unas cuarentonas con cara de intelectuales liberales que se dejaban hacer, felices. El carabinero punteaba a la auxiliar del policlínico y ella le pedía más y más, a don Cristino se le olvidó cuánto cuesta cada kilovatio y bailaba muy acaramelado con doña Fresia, el sacristán perdió la cabeza por esa esotérica con pinta de anoréxica, el ingeniero de la pesquera besuqueaba a la loca de la Telefónica, el alcalde perseguía a Elena por el gimnasio dando saltitos, excitadísimo don Raúl. ¡Todos perdieron la compostura! ¡Debieras haber visto el espectáculo!

– ¿Y Flavián?

– Se fue rápido. Bailó una vez con Prosperina y partió.

– ¿Y tú?

– Yo terminé adentro de un bote con uno de los pescadores, en la caleta chica al lado de la casa.

– Pero, Pedro… -algo ensombreció el semblante de Floreana.

– ¡No seas fresca, my lily of the west, my faithless Flora! Tú te pegaste el atraque de tu vida y pretendes estar celosa porque te seguí el ejemplo. En general yo salgo del pueblo cuando quiero hacer de las mías, tú sabes, por discreción con mi tío. Pero esa noche todo fue distinto. Gracias a la cantante irlandesa, o a ti, descubrí que no necesito salir. Aquí mismo hay mucho material y yo no lo había averiguado.