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Flavián los mira, primero a uno, luego al otro, toma un largo trago de whisky y adopta una actitud paternal.

– Escúchenme los dos: nunca hay que casarse mientras se vive la pasión, porque han de saber ustedes que ésta es algo distinto del amor; la pasión es el vértigo del descubrimiento, el afán constante de la posesión, un empecinarse en conocer las formas y lo íntimo de ese otro hacia el cual se está inexorablemente impulsado. El amor, en cambio, requiere tiempo, conversaciones tranquilas que construyen la amistad. Es como un sedimento que se acumula solamente una vez que se superan ciertos límites de la intimidad, y cuando se conocen ya con precisión los defectos y las limitaciones del otro. En suma: cuando en la balanza de los dos platillos, los factores positivos sobrepasan inequívocamente a los negativos.

– Flavián, ¡te advierto que ya tuvimos un sermón en la misa de esta mañana!

– Ya termino, déjame entregarte la conclusión: en semejante contexto, casarse en el entusiasmo de la pasión que todavía impide la profundidad del conocimiento me parecería la antesala segura del desastre. Nunca hay que casarse antes de que se evapore el placer inicial.

– ¡Dios mío! ¡Qué escepticismo! -exclama Floreana-. ¿O será realismo?

– Por eso, que Pedro te proponga matrimonio no más -Flavián mira su reloj y deja el vaso sobre la mesa; se levanta sonriendo-: Yo no podría hacerlo.

El corazón de Floreana se dispara, cómo sujetarlo para que no se arranque lejos. La sonrisa de Flavián al pronunciar esas palabras no es la irónica, tan típica en esa boca, el fácil rictus suyo. No, es por fin el reconocimiento del Tango para Evora.

– Espérate, Flavián, ¡no te vayas! Yo tengo la solución -irrumpe Pedro con el vaso en alto-. Uno de los más brillantes cerebros que Francia ha producido, Víctor Hugo en persona, dijo: «El matrimonio es una cadena tan pesada que para poderla llevar con dignidad no son suficientes dos personas. Son necesarias tres.»

Abre los brazos teatralmente.

– ¡Henos aquí!

– No es una mala idea. Por ahora, los dejo -anuncia Flavián entre las risas de Pedro y Floreana-. Me voy a mi almuerzo mientras ustedes meditan sobre el futuro. De que somos un estupendo trío, no tengo dudas.

Flavián toma su abrigo. Pedro le pide que lo espere unos minutos, quiere buscar un libro que ha prometido mandarle al cura, y se dirige a su dormitorio. Flavián y Floreana, sus nombres con sonido de agua, se quedan aterradoramente solos. Ella hace un amago, apenas un impulso de su cuerpo, casi imperceptible, que no se concreta porque él reconoce el movimiento y en vez de estirar sus brazos, de ofrecérselos, se retrae. El endurecimiento de cada uno de sus músculos no necesita comprobarse, la vista ya lo palpa. La mira como si pudiese traspasarles a los ojos de ella una ajena voluntad, la suya. Pero no lo consigue. En los de Floreana el suplicio no sabe de escondrijos.

Él respira y se agita; ella lo mira, lo sigue mirando, no puede dejar de mirarlo. Hasta que Flavián se acerca, extiende esas manos grandes y toma delicadamente su cabeza, la lleva hasta el espacio oscuro que ella ha vislumbrado y la esconde ahí, estrecha esa cabeza, la tapa con sus manos, la cubre. Ese tipo de hombre con el que todas alguna vez soñamos. Y mientras ella huele su piel, mientras la olfatea como una cría para no besarla, escucha cómo su voz emerge, más ronca de lo que nunca ha llegado a sus oídos:

– Ese tango se ha quedado adherido a mi cuerpo, Floreana, como posiblemente al tuyo. Pero tienes que ayudarme, niña mía. No debemos volver a bailarlo, o vamos a hacernos mucho daño los dos.

18

Camina despacio colina arriba, de vuelta al Albergue; toda intención previa que la llevó hacia Pedro fue borrada por el ruego de Flavián, tan contradictorio.

A pesar de su abrazo, es la contención.

El lenguaje cercenado.

La expresión de los sentimientos, cercenada.

No te pierdas en los laberintos de tu oficio, Floreana. El problema llega más allá de las palabras, es la impronta que debes manejar cada día para testimoniar los hechos, las memorias colectivas. La vida es más que la historia. Quizás son los sentimientos los vedados, no sólo la simple expresión de ellos.

Cabizbaja, Floreana cavila que en el Albergue sucede lo mismo que en un santuario: todo se ve doble. O para ser más exactos, se ve dos veces: una con los ojos despejados, y la otra, a causa de la quietud, con el alma, aquel órgano a través del cual nunca miramos en la ciudad porque allí no tiene cabida ni tiempo.

Y porque ahora habita el fin del mundo, porque está en el sur, porque no sabe nada de nada. Porque a veces intuye que, detrás de su fachada hosca, el hombre del tango le teme; pero tampoco está segura. Y si así fuera, Floreana no sabe qué hacer con ese miedo. Porque sospecha que el escepticismo rigidiza, haciendo que el ritmo natural se paralice. Palpa cómo ceden sus músculos y toda ella empieza a bajar la guardia: desmesura, desmesura, quédate conmigo de una vez, ¿por qué insistes en darme la espalda?

La cabaña ostenta el vacío de una tumba, como si fuese a estar vacía para siempre. Angelita le ha dejado de regalo una caja del color de una ciruela mansa; su madera se llama nazarena. La acaricia, vuelve a tocar su suave lisura y piensa que ya han partido casi todas las mujeres que la recibieron cuando ella llegó. En los últimos días se ha producido la estampida; los plazos se han cumplido y no distingue aún las nuevas caras. El silencio del domingo, único día en que la pereza es permitida y en que desaparecen los ritos y las obligaciones, impulsa a Floreana: abre su maleta, que ha permanecido cerca de tres meses dentro del closet, saca el retrato con el ligero marco de madera y lo coloca en su pequeño escritorio: los ojos de Dulce la miran y ya no la ven. Ahí están esas pupilas que intentan todavía capturar la vida que se agitó a través de su mirada. Ahí, a la vista, ese instante petrificado que ya conoce aquel otro instante eternizado, el de la muerte.

Para aprehender algo, debo inmovilizarlo: todo lo fluido es inasible salvo fragmentadamente, se dice Floreana. Para convertir mi vida en historia coherente, tengo que fragmentarla y mitificarla como se hace con la Historia, la grande. El retrato de Dulce: muerte sobre muerte, inmovilidad sobre inmovilidad, historia detenida. Floreana vuelve a mirarlo. Y para unir sus pedazos, vuelve también los ojos al marco de plata, a Daniel Fabres, a su madre, a sus hermanos y hermanas, a todos sus sobrinos. Entonces, se calma.

¿Cuánto tiempo real ha pasado? Se pregunta si el tiempo real tiene alguna relación, alguna, con el otro, y comprende que el tiempo se va de las manos sólo cuando se lo pierde, cuando se vuelve imperceptible, y sumergida entonces en el orgulloso tiempo perceptible abre la ventana de su dormitorio para escuchar la quietud. Se deja mecer por el sonido del viento contra el mañío, apenas alcanza a fijarse en el color de las vigas del techo y en cómo la imanta esa madera, cuando ya se ve, de pronto, otra vez, en el corredor de la casa de sus padres: un remolino de imágenes, La Reina, el hospital, Ciudad del Cabo, Berlín, las Galápagos, Chiloé, las fichas sobre el pueblo yagan, el sexo del Académico, las manos de Flavián. Sumergida en lo atemporal, lo no espacial, sus entrañas esbozan una vez más la pregunta que siempre esquiva, porque sabe que lleva demasiados años buscando la respuesta: ¿cuál es el lugar de la patria? Si no es físico ni geográfico, ¿dónde está ese lugar?

Sí, ya puede partir.

Ha visto el atardecer. Ha divisado desde la colina cómo, primero una y luego otra, cada ventana nace a la noche. Se ha quedado quieta en su modorra, tratando de recomponer el cuerpo y el espíritu, entre un sueño ido, un cielo que se arranca, un calor que amenaza con pasar al frío, una certeza de fertilidad, una ganancia a la muerte; no ha querido hacer ni un solo movimiento, cualquiera habría resultado incompleto. Antes, en su intransigencia, detestó todo gesto práctico que le recordara la cotidianidad. Hoy le da la bienvenida.

También el agua ha limpiado el cielo. ¿Ves esa cantidad de estrellas, Floreana? Es que la tierra en esta isla está colmada. Alguna vez Colón creyó que América era un paraíso y que sólo se podía entrar a él con el permiso de Dios. Y cada poro se le abre, se ensancha entera, absorbe el aire, no debe malgastar el momento: ya es capaz de nombrar la ausencia.

Entonces toma la decisión, cruda y apremiante. Elena debe estar despierta. Se levanta y encamina sus pasos a la casa grande.

Cuando al día siguiente vuelve de la Telefónica tras preparar su partida -reservar el pasaje del bus a Puerto Montt, avisar a José y a Fernandina-, vuelve a tomar la caja de madera nazarena y en su caricia subyace la certeza de que la reveladora tarde de ayer, de un triste día domingo, ha sido real. Pero no debe engañarse, en su decisión también juegan factores externos. Como bien dijo Flavián, dos semanas aquí en la isla pueden ser eternas y a ella no le alcanzan las fuerzas. No se ve a sí misma necesariamente débil, sino debilitada por una relación que no la reconoce.

Su deseo es desenfrenado, inconfesable, arrollador. Tal derroche vuelve imposible todo consentimiento. No basta para desentumecer a ese otro cuerpo irreductible y cansado que pega patadas, que mueve las piernas como un recién nacido, descoordinado, arbitrario, ciego. ¿Qué quiere avisar? ¿Cuáles son sus berridos? Flavián.

Ese cuerpo de hombre sólo puede manifestar que sus heridas lo han enmudecido.

Nada ha sido catastrófico ni sublime, nada ha sido tanto, nada ha sido tan poco, se dice Floreana: es sólo que, al final, lo más importante que me ha pasado, no pasó.

– ¿No te vas a despedir de Pedro y Flavián?