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– Prefiero no hacerlo. Les escribiré desde Santiago. Me da mucha pena, ¿sabes? O quizás les deje una nota contigo.

Elena la ayuda a encontrar su ropa en el lavadero, escarban entre las rumas tratando de distinguir qué es de quién, colocan en la secadora las prendas que Floreana ha lavado por su cuenta.

– ¿Te vas en ese horrible bus del alba?

– No hay otro para llegar a Puerto Montt…

– ¿Y es necesario que lo hagas todo con tanta prisa?

– Es la única forma, creo. O parto mañana, o me quedo aquí para siempre -Floreana le sonríe, una sonrisa que titubea entre la vergüenza y la disculpa.

– ¿Estás segura de lo que estás haciendo?

– Totalmente. Y quiero que sepas cuánto aprecio tu comprensión, sé que estoy quebrando las reglas.

– Las has quebrado desde el primer día, Floreana.

Se ruboriza. Elena está en lo cierto. Desde que fue a comprar azúcar al almacén de doña Carmen y se enteró de que los cigarrillos Kent no habían sido distribuidos, no ha vivido en el Albergue como lo han hecho las demás.

– Por eso te he permitido partir antes de lo que te corresponde. Pero no te preocupes, ya informé en el diario mural y nadie, aparte de Olguita, conoce ese detalle. Hoy te despediremos a la hora de comida y podrás ahorrarte explicaciones.

Elena plancha con la palma de su mano la ropa que Floreana va separando, la dobla amorosamente.

– Anda a hacer tu maleta y deja todo listo. Así tendremos tiempo de verte tranquila esta tarde.

Deshacer su pequeño dormitorio resultó más difícil de lo que había pensado. Cada rincón significa una evocación diferente, y se aferraba a todas, incapaz de avanzar. ¡Con razón ahora se exige una eficiencia donde las emociones sobran! Se pregunta con ternura quién será la próxima ocupante, cuáles sus tristezas.

Los ojos de porcelana de la muñeca que le regaló Cherrie la miran fijamente, como los de la Virgen de la absurda gruta que cuida el policlínico. Cherrie, con sus blusas de vuelos y sus caderas rellenas, también ha partido, y al entregarle su regalo le ha dicho: «Para que no me olvides.»

– Imposible, Cherrie -dice Floreana en voz alta, sus manos presionando la rubia cabellera de la muñeca-. Ni a ti, ni a Olguita, ni a Maritza, ni a Aurora, menos aun a Toña y Angelita, ni a Constanza, creo que a ella menos que a nadie.

Envuelve la muñeca dentro de un suéter de lana gruesa para que resista bien el viaje por los caminos del archipiélago.

Guarda con cuidado la fotografía familiar y la de su hijo José, pero deja el retrato de Dulce sobre el velador; mañana, al partir, lo meterá en la maleta. Amarra las cartas y las ordena junto a sus fichas de trabajo. Ha guardado toda su ropa: voy a usar para el viaje la que llevo puesta, decide, y envidia a Constanza y a Angelita, que contaban con el dinero para hacer el viaje en avión.

Toma su maleta. ¿Por qué pesará más que al llegar? Se distrae calculando los kilos cuando de pronto golpean a su puerta. Es Elena.

– ¡Cambio de planes, Floreana! Tu despedida va a ser antes de la comida, a la hora de la «terapia», como la llamaba Toña.

– ¿Por qué?

– Ya te dije, tú quiebras las reglas…

– ¿Qué quieres decir?

– No vas a comer aquí -le sonríe con picardía.

– ¡Elena! ¿Qué pasó?

– Nada, no te pongas pálida. Es que me encontré con Pedro en el almacén, me vio haciendo las compras y preguntó a quién despedíamos hoy.

– ¿Me delataste?

– No creerás que te voy a hacer el juego mintiendo. Una cosa es omitir, otra es faltar a la verdad.

Floreana se sienta en la cama, exánime, incapaz de emitir palabra.

– Pedro se sintió un poco traicionado. Pero luego pareció recapacitar. ¿Pasó algo ayer?

– No, nada.

– ¿No fueron juntos a misa?

– Sí.

– No estás muy comunicativa. Pero creo que, después de todo, debieras haberle avisado. Yo tuve que consolarlo, ¿no te parece absurdo? Por eso le prometí adelantar la despedida para la tarde, así él podría invitarte a comer. Partió corriendo donde la directora de la escuela a ver si le mataba un pato para la noche. Quiere festejarte.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de Floreana. Se la enjugó con la mano y la lamió. Sus lágrimas aún eran saladas. Hacía tanto que no las vertía, temió que la sal ya las hubiera abandonado.

19

– I vas betrayed by Flora, the lily of the west.

Una vez que se ha ido el Curco tras dejarla sana y salva en la casa del doctor, Pedro cierra la puerta y la estrecha con fuerza entre sus brazos.

– Lo que a mí me debilita es lo que a él lo fortifica. La vida no es justa, Floreana -le dice, y ella cree que es la primera vez que toda ironía está ausente de sus palabras-. Las grietas son fisuras, los huecos son vacíos. Tendré que desentrañar qué es lo que me dejas -lo murmura en su oído.

Una vez más, Floreana mete sus dedos por las ondulaciones claras y juega con ese pelo ensortijado. Permanecen así, en una inmovilidad mágica, como si un hada los hubiese encantado. El momento dura lo que Pedro es capaz de durar en la tristeza.

– Sólo voy a poder resistir tu partida con grandes ingestas de alcohol. Vamos, preparémonos un trago.

Mientras saca el hielo, le avisa que Flavián anda en la casa del presidente de la Junta de Vecinos y llegará pronto. Luego comprueban la temperatura del horno.

– ¡Ni un pato le quedaba a la directora de la escuela! Anda muy mal el stock de la señora Tomasa. ¿Te has fijado en que aquí cada casa es un pequeño comercio en potencia? Le pedí el jeep a Flavián y recorrí todas las alternativas posibles. ¡Nada! Terminé donde el viejo que tiene el negocio de golosinas allá arriba, el que arregla los neumáticos. Él me vendió este pato.

– No debieras haberte tomado toda esa molestia… No siento merecerla.

– ¿Por qué insistes en mirarte en menos? Yo creía que si de algo había servido nuestra relación, era para demostrarte lo poderosa que eres.

– ¿Poderosa yo? ¡Estás loco, Pedro!

– Precisamente ese sentimiento tuyo es lo que desarticula todo lo que tocas. ¡Y por eso mismo no habría soportado ofrecerte una comida cualquiera en tu despedida! Si me hubieses dado tiempo, niña apresurada, habría ido al supermercado de Castro y ahora estaríamos cocinando un tremendo banquete.

– Y este salmón ahumado, ¿te parece poco? ¡Qué buena cara tiene! -comenta ella probando una puntita de la cola.

– Éste es el primer plato: la entrada. Se lo trajeron de regalo a Flavián, doña Fresia vino hoy a dejarlo -introduce el dedo en el azafate donde se dora el pato, se lo chupa y busca un aliño entre los frascos ordenados uno al lado del otro, en el estante.

– Gracias, Pedro -agradecida, conmovida, Floreana le dedica una sonrisa luminosa como un traje de fiesta. El le acaricia la mejilla.

– Golondrina viajera, yo te habré de esperar.

– ¿Serás leal?

– ¡Siempre!

Pedro toma otro frasco de aliños y lo huele.

– Execrable tu partida, ¡execrable! -dice entre dientes.

– Tienes que avisarme apenas llegues a Santiago. No vas a dejar de hacerlo, ¿verdad?

– Admite que allá nos faltará poesía. ¡Admítelo! Nos van a faltar las flores del sur, la amabilidad de la gente. ¿Cómo lidiaremos con la escasez de corazón en medio de esa sociedad de la abundancia? No, Floreana… ¡no quiero la ciudad!

– ¿Cuánto tiempo más te vas a quedar?

– No sé, con tu partida voy a tener que replanteármelo todo. Pensaba empezar mi próxima novela aquí, contigo. Pero ya no sé…

– Mejor que me vaya, entonces. Yo podría resultarte poco erótica.

– ¡No juegues con fuego, historiadora de mis pasiones! Pero tengo razones ciertas para desear escribir aquí. ¿Conoces al poeta chino Li Fiu?

– Mi cultura literaria es más bien reducida.

– Es del setecientos, de la Dinastía Tang. Él buscaba la simplicidad en la poesía. Iba a la ribera donde las lavanderas lavaban la ropa. Les leía sus poemas, y sólo si las lavanderas los entendían, él los validaba. Únicamente si pasaban por la comprensión de aquellas lavanderas. ¿Entiendes por qué quiero quedarme?

– Sí, comprendo. ¿Sabes, Pedro? Tengo la convicción de que cuando empieces a tomarte en serio y dejes el erotismo de lado, o lo entiendas solamente como un factor más a narrar, llegarás a ser un gran escritor.

– Flavián piensa lo mismo. Quizás ése sea mi destino.

– Y él, ¿qué dice de tus planes?

– No quiere que me vaya. No sé si te contó: está comprando unas tierras en la isla, su idea es cultivarlas y vivir de ellas y de su profesión.

– No lo sabía. ¿Tiene la idea de hacerse rico? ¿O de emular a sus antepasados?

Pedro ríe con ganas.

– ¿Rico? No esperes nunca proyectos ambiciosos en Flavián, no corre por sus venas esa energía. Tales proyectos, diría él, son para los emergentes. Flavián no conoce la ambición, a lo más un par de sueños… Quizás uno de ellos sea volver a sus orígenes. Pero recuerda, él se autodefine como un decadente y le da pereza pelear por las cosas terrenales. Quiere que yo trabaje el campo con él -su voz se enternece-. Es bueno sentirse indispensable para alguien.

– Cosa que parece que yo no soy. Cuando llamé a José para avisarle que llegaba, temió que no cumpliera la promesa de dejarlo pasar un año con su padre. Sé que se va a poner contento de verme, pero no le soy indispensable.

– Da gracias por eso, nada peor que los hijos hombres apollerados. Me gusta tu José, me gusta que tome decisiones y que necesite vivir con su padre. Lo va a pasar mejor cuando grande. Además, tú no pareces tener el corte de la madre castradora. A lo más, un poco distraída… y eso es pecado venial.