Cuánto pesa una pena, le susurró ella, callada, al abismo inaudible de la noche.
– Mira el Albergue, ¡volvió la luz! -exclama Floreana de pronto.
– Entonces, aquí te dejo -dice bruscamente Flavián-. ¿Ves la arboleda? Yo te miraré subir.
– Creí que me acompañarías hasta la cabaña.
– No hace falta. Puedes correr, cuando yo vea que apagas la luz del porche, me iré.
Una vez más, Floreana vuelve sus ojos, desconcertada. No distingue bien los de él. Flavián apaga la linterna, la guarda en el bolsillo de su chaqueta.
– Buenas noches -dice con un tono neutro.
Floreana no responde. Él espera.
– ¿Tantos son los límites, Flavián? ¿Así termina la historia?
– Porque hay límites, es así como termina. Tú lo has dicho.
Él no se mueve. Floreana abre los brazos.
– Ven, despídete de mí -lo ha dicho tan bajo que apenas se oyó.
Cómo se ha equivocado ella aceptando jugar con las reglas que él ha impuesto. ¡Si tan sólo le hubiese hecho, alguna vez, una petición explícita! Desde su impotencia, la formula hoy por vez primera y la reacción de él es inesperada. Como si la hubiese anhelado, en un instante se vuelca vertiginosamente hacia ella, entra en esos brazos que lo esperan, entra, extiende los suyos, entra. Y el abrazo repleta las praderas de la isla entera.
El deseo se desprendió violento e independiente de sus cuerpos, dejándolos desarmados. Flavián busca su boca, no demora en encontrarla, si ella lo ha esperado tanto… Tantea sus labios como si manos fueran, comienza a morderlos despacito, luego los lame, avanza hasta su lengua, besa su lengua, muerde su lengua hasta que ambas bocas se funden besando al deseo tenaz en esta nada en que la oscuridad ha transformado a la noche.
Y como si las costuras del alma hablasen por él, escondido en el cuello que seguía besando, desató lo que no era voz sino ruego.
– Sé indulgente con mi debilidad. Tengo miedo, Floreana.
Ambos abrazan su intimidad de extraños, reconociéndose. El Tango para Evora no fue en vano. Floreana siente que en ese instante se desprende de toda su anterior existencia.
Flavián toma su cara y, sujetándola como al bien más preciado, toca su boca, toca sus ojos y murmura:
– Quédate.
Floreana cree estar soñando, no sabe bien si oyó ese verbo o su imaginación lo ha inventado, tan suavemente fue dicho. Pero no alcanza a determinarlo, porque de inmediato aparece el Flavián de siempre.
– Anda, corre, yo te estaré mirando.
Floreana corrió hacia arriba, sin ninguna conciencia del esfuerzo de sus piernas. Nada, salvo la boca, la boca y sus contornos que ardían. El beso de Flavián dejó esa zona de su rostro señalada; empinar la ladera como si le hubiesen arrancado la boca; mordida, tragada, su boca ya no es su boca.
Con los poros ardiendo llega Floreana a su cabaña. Él la ha besado. La selección hecha por sus labios y su lengua distinguió esta boca que perdió su margen, esa línea que ella había creído exacta: su límite.
Boca de todas las bocas.
Floreana se tumba en la cama.
Tú, amor óptimo, dímelo: ¿en qué estaremos convertidos la última noche del siglo?
21
El cielo era una sábana.
Forrada de sí misma, ella amaneció a la mañana, y luego de guardar el retrato de Dulce partió con la maleta a cuestas. Con las reservas de vida que le restaban, respiró bocanadas de aire y enfrentó el nuevo sol. Sentía sus labios amoratados, vivos como las hortensias del jardín cuando las miró por última vez.
Cruza la arboleda, serpentea también por última vez su sombra, y el campo enorme se presenta virgen al amanecer, vasto y potente en su silencio. Lo mira embelesada, inhala el olor del viento como si inhalara además la totalidad del cielo. Y aunque el viento negro aún no se presenta, esta naturaleza le recuerda que la piedad está postergada. Sólo los cuervos limpiarán de pena estas praderas.
Tanteando sus pies la tierra como si fueran las manos de un hombre, baja por la colina, despacio. La maleta pesa. Por el costado del cementerio le hace una respetuosa venia al mar y, cuando la pequeña iglesia con su torre de alerce se aproxima, decide no mirar a su derecha: no se despedirá del faro ni de esa prolongación de tierra que alberga al policlínico.
Ya llegó al pueblo. Al lado de la Telefónica, en el familiar camino de tierra, divisa el bus con su cansancio polvoriento. Hacia él dirige sus pasos. Todos los pasajeros están ya sentados, pacientes y somnolientos, con la marca del alba en sus rostros. Floreana le ordena enderezarse a su cuerpo aún aterido. Y obedeciendo, aparentando ser muy dueña de sí, aborda el bus.
Ya en su asiento, al lado de la ventana, piensa en aquello del tiempo perceptible y se dice con horror: Dulce ya murió, yo moriré algún día, ¿qué le he arrancado yo a la muerte? ¿Sólo un baile y un beso?
El bus parte y Floreana mira el pueblo. No retira sus ojos hasta que cruzan bajo el lienzo que en otros tiempos le dio la bienvenida, y lee su reverso: Hasta pronto. Un «pronto» eterno.
Se distrae en el paisaje. Los mil verdes invernales la sobrecogen una vez más mientras van dejando atrás el mar. Los árboles parecen banderas con tantas manchas rojas en sus ramas. Se nubla la mañana, ¡poco duró el sol! Este día será otro de ésos plateados que ella conoce. Las nubes están bajas. ¡Qué lejos estoy!, se dice al verlas tan cerca. Atraviesan un pequeño bosque de arrayanes y la estridencia naranja de sus troncos le evocará siempre esta tierra del sur, perennemente húmeda.
Avanza el bus por el camino, por senderos interiores que se alejan y se alejan del mar. Los ojos de Floreana ya no ven el paisaje, o lo ven borroso porque están demasiado llenos de él. Mira al suelo, entre sus pies, donde ha guardado la mochila. Leer. Quizás historias ajenas puedan investirla de ese talante que no encuentra. Quizás le alivianen el peso de esos verdes que insisten, que la retienen, que hieren sus pupilas. Un libro, siempre una tabla de salvataje, le permitirá soñar que muchos lugares pueden ser el Lugar. Cuando se inclina para sacarlo del bolso, sus ojos encuentran una mancha blanquecina en el pantalón, a la altura del muslo. Es la esperma, es la vela de anoche, la derramada. ¿No debería limpiarla? Raspa con la uña el líquido solidificado sobre la tela, disponiéndose a arrancarlo, y de pronto se detiene. Se pregunta por el sentido de eliminarlo: esa esperma es su testimonio. La frota contra su pantalón, como si pudiese convertirla en un impreso sobre su pierna, un grabado o, para preservarla sin límite en el tiempo, un tatuaje. Y mientras repasa con la yema de sus dedos la esperma de la vela, un brillo acomete sus ojos: como una alucinada lleva su mano al bolsillo de su pantalón, busca un objeto, lo palpa, sí, la llave aún está ahí.
Sin más reflexión que el estallido de sus sentidos, en vez de sacar el libro recoge la mochila, se levanta de su asiento y camina hacia la puerta de adelante.
Al descender del bus, Floreana volvió a aferrar su maleta, como lo había hecho casi tres meses antes, cuando llegó al Albergue. Tomó una vez más su peso y se dispuso a caminar, a sobrellevarlo, porque el propio peso de su cuerpo se aligera cuando el desafío la llama. No se volverá a preguntar dónde está la patria: ya sabe que la patria es aquel lugar donde no se siente el frío.
Vamos, Floreana, ¡corre!
Haz un acto perfecto. Uno solo.
Mallarauco, mayo de 1997
Breve Biografía
Marcela Serrano nació en Santiago de Chile en 1951. Hija de la novelista Elisa Pérez Walker (Serrano en su apellido de seudónimo) y del ensayista Horacio Serrano, es la cuarta de cinco hermanas.
Regresó a Chile en 1977, entrando en contacto con grupos artísticos; a principios de los ochenta montó su primera exposición. Se licenció en grabado en la Universidad Católica entre 1976 y 1983, y trabajó en diversos ámbitos de las artes visuales, en especial en instalaciones y acciones de arte como el body art, ganando un premio del Museo de Bellas Artes por un trabajo acerca de las mujeres del sur de Chile, pero pronto abandona estas actividades por completo.
Aunque empezó a escribir a edad muy temprana, no publicó su primera novela, Nosotras que nos queremos tanto, hasta 1991. Fue una de las revelaciones de ese año. Esta obra fue además la ganadora del Premio Sor Juana Inés de la Cruz (1994), y también en 1994, del premio de la Feria del Libro de Guadalajara (México) a la mejor novela hispanoamericana escrita por una mujer. Dos años más tarde publica Para que no me olvides, que en 1994 obtiene el Premio Municipal de Literatura, en Santiago de Chile. Escribe su tercera novela, Antigua vida mía (1995), en Guatemala. Le sigue El albergue de la mujeres tristes (1997). Tras múltiples ediciones de las anteriores, publicó en 1999 la novela negra Nuestra señora de la soledad. Marcela Serrano es una de las figuras más destacadas de la nueva narrativa de su país y de América Latina.
Tiene dos hijas, Elisa y Margarita. Desde hace más de 10 años vive en México debido a que su marido, Luis Maira, es el embajador chileno en este país.