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– ¿No hay una sola que tenga marido entre todas estas mujeres? -se percibe en Floreana cierta estupefacción.

– Marido como Dios manda, no. Si la hubiera, no estaría aquí -responde Toña; mira a Angelita y se largan ambas a reír.

Floreana no sabe si bromean. Es su tercer día en la isla, hoy ha pelado papas luego de su hora de ejercicio físico y del encuentro diario con la naturaleza -el conocimiento de la flora y fauna de Chiloé, le habría corregido Elena-. Después del almuerzo quiso dormir una breve siesta. Encontró a sus dos compañeras en la salita común: tomaban una taza de café y Toña, sentada en el suelo frente a la mesa de centro, manipulaba una gran caja de maquillaje. Contenía de todo. A Floreana le pareció mágica, y miró embelesada la destreza con que la actriz se aplicaba los diferentes ungüentos. Posterga la siesta para sumarse al café, atraída por la novedad de esta convivencia. Constanza, le informan, sale a caminar después de almuerzo. Son caminatas largas, nunca vuelve a la cabaña antes de las cinco.

– Supongo que no hablan en serio -exclama Floreana-. ¡No van a decirme que las únicas mujeres que están en problemas son las que no tienen marido!

– Nada es tan automático -contesta Toña, aún riendo.

El sueño ignora su llamado, pero Floreana cierra igualmente los ojos, como si borrara así la habitación, la cabaña, la arboleda… el Albergue entero. Siente que los recovecos del pasado se desanudan y todo se vuelve presente. Un día de campo. Isabella (su hermana mayor) y su marido están con ella bajo la higuera. Recogen higos blancos -el aperitivo de la eternidad, los llamaba Hugo- y Floreana se ha subido al árbol para alcanzar los más maduros. Al tratar de bajarse, tuvo miedo de caer. Hugo se acercó, recibió de ella los higos y le ofreció ayuda. Floreana titubeaba, temerosa de dar un paso en falso. Puso el pie tímidamente en el hombro de Hugo. Pisa firme, no más, estás apoyada sobre algo sólido, escuchó la voz de su cuñado, estás sobre mis hombros.

Isabella es la dueña de esa solidez.

Cada verano los padres de Floreana -cuando aún vivían en Chile- arrendaban una casa grande en la playa del litoral central, e invitaban a todos sus hijos, con sus cónyuges y su descendencia, a disfrutarla. Imagen enclavada: viernes seis de la tarde, Floreana y Fernandina tendidas sobre sus camas, saturadas ya del sol de toda la semana, mirando a Isabella y a Dulce arreglarse para esperar a sus maridos. Isabella comenzaba por lavarse el pelo, cepillándolo largamente, luego se encremaba el cuerpo entero, gozando mientras la crema daba diversos brillos al tostado de su piel, y elegía una solera rebajada para insinuar el escote doradísimo. Dulce buscaba su perfume en aquel desorden femenino, aprovechaba sus piernas largas para darles un toque con las sandalias nuevas y una minifalda casi escandalosa, y esperaba a que Isabella desocupara la crema para empezar ella la tarea, sensualmente, por los brazos, el vientre… Dulce todavía usaba bikini, Isabella no. Floreana miraba su propio color avellana y el de Fernandina, y se preguntaba para qué les servía si no tenían a quién ofrecerlo. El rito veraniego del viernes por la tarde sólo le recordaba lo inútil de sus cuerpos; la belleza que el sol les agregaba como un regalo, enteramente desechada.

Muchos ojos le devolvieron a Floreana la imagen de Isabella y Dulce como las mujeres logradas de la familia. Como si Fernandina y ella no se hubiesen empeñado en nada. Ni el Parlamento ni la Biblioteca Nacional equivalían a la dedicación de las otras dos a sus maridos. Y a pesar del enojo que esto les producía, Fernandina le dijo a su hermana antes de partir: «¿Sabes, Floreana? Lo bueno de estar casada es tener derecho sobre un cuerpo. Sea como sea ese cuerpo, es el único que a una le pertenece.»

Tener derecho: Fernandina.

Ser dueña de: Isabella.

Floreana acude al recuerdo del magallánico. Don Eugenio, se llamaba. Lo conoció en Puerto Williams mientras llevaba a cabo su investigación sobre las comunidades yaganas. Ella nunca perdía el asombro de encontrarse en la capital de la Provincia Antártica, en la ciudad más austral de las australes. Presentía que la vastedad de esas soledades tenía pocos equivalentes en esta tierra. La isla Navarino se rodea de muchas pequeñas islas, casi todas desiertas. Una de esas islas contaba con un habitante. Un hombre solo: la isla y él. Lo acompañaban su alma, su ganado y el frío. Visitaba Puerto Williams una vez al mes para vender sus ovejas y comprar provisiones: un odioso trámite obligatorio. Cuando Floreana lo conoció, se hizo muchas preguntas fantaseando sobre la vida de don Eugenio. Y cada atardecer, al mirar el poder de la montaña en los Dientes de Navarino, sentía una oleada de admiración por este hombre, hasta el día en que la montaña le devolvió esa admiración convertida en envidia. Porque Floreana había observado atentamente a los guanacos de la zona. Las manadas tienen un solo macho. Éste espanta a los más jóvenes, los expulsa de la manada y se queda solo con todas las hembras. De tanto en tanto, a través de la pampa, un guanaco solitario comiendo pasto, como un exiliado, espera su turno.

Don Eugenio no espera turno alguno; ha prescindido. La envidia de Floreana.

6

El pizarrón del hall se repleta con notas diarias: desde pedidos de ayuda para la cocina o la huerta hasta el aviso de partida de alguna huésped. Allí se inscriben las mujeres para una determinada tarea, se dejan recados, se ofrecen servicios.

Floreana se anota para hacer las compras en el pueblo. Con ello intenta sacudirse el aceleramiento metropolitano. Demostrar apuro es una forma de ganar status, de sentirse importante, le decía socarronamente Dulce a Fernandina cuando ésta empezó a correr entre Santiago y Valparaíso, tras asumir su escaño en el Congreso.

Floreana respira el aire seco y frío del sur. Tengo todo el tiempo del mundo, el que le es negado a Fernandina, el que ya no tendrá Dulce. Y reconociéndose afortunada, comienza el descenso de la ladera.

Aunque en la lista que Elena le entregó no aparece el pedido de azúcar, decide entrar al almacén de la señora Carmen y probar su propia paciencia.

La vaca no se ha vendido. Y ante el estupor de Floreana, la escena de días atrás se repite.

– María, tráete la azúcar. ¡Dos kilos no más!

Imagina la pieza oscura detrás del mostrador con un inmenso barril de azúcar donde la torpe María empaqueta cada kilo. Mirando su reloj, Floreana se sienta en un banco al fondo del almacén. Se oye el ruido de un vehículo pesado que se estaciona a la entrada, y distingue un jeep a través del brumoso vidrio de la única ventana. Aparece un hombre cuyo aspecto difiere de la gente del pueblo. Un turista despistado, si acaba de empezar el invierno, piensa ella al mirar su casaca de gamuza. Es alto, macizo, un poco tosco de cara y cromáticamente sugiere una mezcla entre el café tostado y la vainilla. Se sorprende al escucharlo.

– ¿Encargó mis cigarrillos, señora Carmen?

– Ay, doctorcito lindo, todavía no me los traen.

– ¡Pero usted está muy desatenta conmigo, señora Carmen!

– ¡Cómo quisiera yo tenerle sus cosas a tiempo! Pero es que no han venido… -revisa los estantes inútilmente-. ¡María! ¿No ha pasado la camioneta de los cigarrillos?

Nadie responde.

– Fúmese un Hilton, doctor, ¿qué más le da? ¿Qué tanta diferencia va a tener con esos Kent que le gustan a usted?

– Ninguna, señora Carmen, ninguna -responde él-. Déme un Hilton, si ya me tiene fumando esa porquería hace una semana…

Seis minutos se demora en buscar la cajetilla de Hilton. Empieza, con su único brazo, a empaquetarla.

– Démela así no más.

– ¡Ay, válgame Dios, la azúcar! -recuerda la vieja llevándose la mano a la cabeza, y vuelve a gritarle a María. Entonces el hombre mira a su alrededor y descubre a Floreana en la penumbra.

– Buenos días -le dice en un murmullo apenas audible, saludando como lo hacen todos en el pueblo.

Floreana le responde del mismo modo. Él la mira extrañado, ella también a él. Saca el dinero de su billetera y olvida a la figura arrinconada en el almacén. Cuando se va, un cierto aire felino queda impregnado sobre las viejas murallas.

Cuando María aparece con los dos kilos de azúcar, Floreana está perdida en conjeturas sobre el hombre que fuma Hilton a falta de Kent. Es el médico, evidente, el amigo de Elena. Vive en el pueblo; tuvo una crisis y abandonó la ciudad. Qué ganas de ver a un hombre de ese tamaño tumbado como cualquiera, dolido en medio de un quiebre. No debiera ser tan distinto a nosotras cuando nos vamos a la mierda… Pero al subir hacia el Albergue, entre árboles, viejas pircas de piedra y caballos que pastan tranquilos, una frase de Elena le viene de golpe: «No tengo posiciones militantes… de vez en cuando un encuentro, suave, relajado…»

– ¿Un encuentro real con un hombre? No, hace un buen tiempo que no lo tengo -responde Toña mientras prepara los jugos de manzana.

Han traído hielo de la cocina, en la hielera que encargó Constanza a la ciudad para ir completando un pequeño bar en la cabaña: como el alcohol no está permitido más que en raras ocasiones señaladas por Elena, sólo hay cocacolas, algunos jugos de fruta y un bajativo dulce de damascos que le gusta a Angelita. En rigor, éste no debería haber llegado hasta ahí, pero su baja graduación alcohólica las convence de su inocencia.

– Cualquier capricho o preferencia que tengas, debes aportarlo tú misma -le advierte Toña.

El vodka y la tónica es lo único que a Floreana le habría apetecido; vedados ellos, le da igual la naranjada o una manzanilla.

Poco a poco el espacio se tiñe de vida personal. Floreana mira la escena con cariño: aunque las estadías sean fugaces, ninguna se queda atrás en el intento de armar un remedo de hogar, cálido, ornamentado… Constanza ha trasladado sus libros desde el estante del dormitorio. Dan calor, dijo al instalarlos en la sala común, aunque sabe que nadie los leerá. La fotografía de Andy Warhol fue pinchada a la muralla por Toña, el toca-cassettes de Angelita se comparte, total, nunca estoy sola despierta en la pieza, y ella misma se encarga de recoger flores y helechos para vestir la única mesa. Y mantiene llena de chocolates la caja de madera que ha comprado en Angelmó.