Visitó así el joven Franz Stenio las principales ciudades europeas. Depositada su modesta fortuna en un Banco, recorrió a pie Alemania y Austria, pagando con notas de su violín los hospedajes en cuantas hosterías y casas de labor visitaba, pasando no pocos días de la buena. estación entre las verduras de los campos y el augusto silencio de los bosques umbrosos, cara a cara con la Naturaleza, soñando siempre con los ojos abiertos, y reduciéndolo todo a armonías a lo Hesiodo o a lo Anacreonte, ni más ni menos que el alquimista reduce todo a oro. Hasta en sus nocturnos conciertos en las hosterías y en los prados aldeanos los días de fiesta, los circunstantes eran para su artística imaginación pastores y pastoras de la feliz Arcadia que le coreaban corno al propio dios Pan en sus triunfos. El suelo de los salones, prados eran para él de las más sugestivas creaciones mitológicas; sacerdotes y sacerdotisas de Tersícore aquellos rudos labriegos y aquellas sanotas hijas de la Alemania rural, de mejillas como frescas manzanas, labios de cereza y ojos de cielo, bailando como una danza sagrada bajo las cadencias de un vals…
Su violín, en los momentos solitarios, pasados por su dueño en lo más espeso de la selva de pinos, parecía animar con fuerzas de sagrada magia a los mismos árboles, a las peñas, a los musgos, a todo cuanto, como nuevo Orfeo, le rodeaba embelesado, y se figuraba ver el joven, en el delirio de sus musicales ensueños, que hasta las aguas del arroyuelo detenían también su curso para seguir oyéndole, mientras la cigüeña, el águila o el hubo parecían preguntarle en su lenguaje ignorado: ¿Eres tú Franz Stenio, o el mismo Orfeo redivivo?
Aquel tiempo fue la época más feliz de su existencia de continua exaltación artística; de divinos deliquios; de ensueños inenarrables. En nada afectaran nunca al joven las últimas palabras de su madre agonizante, que murmuraran en su oído todos los horrores de una tan próxima como definitiva condenación. Aquello no podía compararse más que a su concepto músico del pagano dominio de Plutón, señor del tétrico reino de las sombras, quien, al oír su instrumento, le daba la bienvenida a sus estados como a un nuevo libertador de otra Eurídice cual la de Orfeo. Una vez más la rueda de Isi6n se había parado ante las mágicas cadencias, dando así un descanso al triste seductor de Juno y un mentís a cuantos creyesen eternos los suplicios de los condenados en aquella inabordable mansión pues que Franz mismo veía a Tántalo olvidarse de su inextinguible sed al beber en aquel torrente de armonías; a Sísifo quedar inmóvil sin sentir ya el peso de su aplastante roca, y sonrientes a las propias Furias infernales. Vemos, pues, que la mitología clásica era para Franz, como para tantos otros elegidos, el más seguro antídoto contra los terrores y amenazas teológicas, sobre la vieja y alta Mitología fortalecida y espiritualizada por la Música. Euterpe, por la mano de su fiel discípulo Franz, triunfaba, en fin, hasta del infierno mismo.
Pero todo acaba pronto, ¡oh dolor!, en este infame mundo, y los ensueños del joven Franz no pudieron sustraerse a tamaña ley. Llegó, al fin, cierto día a la ciudad en cuya universidad enseñaba Samuel Klaus, su viejo profesor de violín. Cuando este santo anciano vio pobre, huérfano y solo a su discípulo favorito, sintió centuplicársele el cariño que hacia el Muchacho sentía, y estrechándole contra su noble corazón le adoptó generoso como hijo.
El violinista Klaus parecía evocar con su grotesca y oronda persona las románicas tallas medievales, pero, desmintiendo aquellas sus apariencias de trasgo o duende fantástico, gozaba de uno de los más grandes corazones, de un alma de ternuras femeniles y de una abnegación no inferior a la de cualquiera de los mártires del Cristianismo. Al referirle su joven discípulo la historia de los últimos años de su ausencia, el viejo maestro le tomó por la mano y llevándole a su estudio le dijo tan sólo:
– Abandona la vida errabunda y quédate aquí conmigo. Podrás lograr gloria y dinero. Yo, anciano y sin familia, no seré más que un padre para ti. Vivamos, pues, juntos, olvidando todo lo de este mundo, salvo la gloria que en breve tiempo conquistaremos.
Maestro y discípulo acordaron ambos pasar a París, tocando en varias ciudades alemanas del camino. Con ello, el joven Franz olvidó en breve su vida vagabunda; desechó las nostalgias de su independencia artística, despertándose, en cambio, su antigua y dormida ambición de lauros y de oro. Contento desde la muerte de su madre con el aplauso de los dioses moradores de su volcánica fantasía, quería además el aplauso también de los hombres mortales. Bajo la severa enseñanza de Klaus, su talento musical nativo ganaba en vigor y en magia cada día, extendiéndose la fama de sus méritos rápidamente por ciudades y villas. Las más geniales mentalidades de varios centros le proclamaron pronto violinista sin rival, el violinista único, con lo cual no hay que añadir que perdieron la cabeza al fin, tanto el maestro como el discípulo.
Mas la capital de Francia no le concedió de buenas a primeras al joven tamaña reputación, porque es sabido que París acostumbra a hacerse por si mismo las reputaciones, sin aceptarlas bajo la fe de otros. Así que el violinista Franz llevaba ya allí tres años y remontaba aún por la áspera pendiente de su calvario como artista, cuando le acaeció un suceso que llegó a marchitar todos sus ensueños de gloria. El primer concierto de Paganini puso a la ciudad-luz en intensa conmoción. El maestro italiano apareció, y Lutecia entera cayó a sus pies.
II
Llegados a este punto de nuestro relato, conviene recordar una superstición medieval que ha subsistido hasta mediados del presente siglo, y es la de atribuir todas las grandezas del genio a que éste mantenía estrecho “pacto con el diablo”.
Todos los artistas, Paganini inclusive, fueron inculpados de semejante pacto.
Del gran violinista Tartini, asombro del siglo XVII, se llegó a decir que sus mágicos efectos sobre sus auditorios hechizados se debían no más que a sus tratos con los malignos. Así, su célebre Sonata del Diablo fue causa de las más terribles leyendas. Ella, conocida también por “El ensueño de Tartini”, se atribuyó a la directa inspiración del propio Satanás, quien la ejecutó ante Tartini mientras éste dormía, y el propio músico fue el primer culpable de semejante fama por sus frases imprudentes 10.
De tamañas acusaciones brujescas no se han escapado tampoco los más célebres cantantes, por los efectos maravillosos logrados con su voz sobre sus auditorios embelesados. La voz sublime de Pasta se atribuía a que su madre, en los tres últimos meses de su embarazo, había sido arrebatada al cielo, y en medio de su éxtasis, había tomado parte en un coro de excelsos serafines. La Malibrán debía su voz a Santa Cecilia, patrona de los músicos, según unos, y al mismísimo diablo, según otros, que ya la cantaba al oído junto a su cuna para que se durmiese. Por último, el Jubal de Dryden alcanzó el supremo arte de tocar a guisa de violín en una simple concha marina con cuerdas, arrastrando¡, sin embargo, a la enloquecida multitud y haciéndola decir que un ángel del cielo era, y no las cuerdas de la concha, el que producía aquellos sonidos.
El avaro violinista italiano de Paganini no podía menos de tener otra leyenda análoga, porque sin ella eran inexplicables sus prodigios. Eran tales, en efecto, las emociones que con su instrumento despertaba en sus auditorios, que se dice que el gran Rossini lloró como una muchacha sentimental alemana al escucharle por vez primera. La princesa Elisa de Lucca, hermana de Napoleón I, y a cuyo servicio estuvo algún tiempo como director de su orquesta privada Paganini, no podía oír las primeras notas del músico sin desmayarse al punto. La magia de su arco le permitía al gran artista determinar a voluntad los más aparatosos ataques histéricos en las mujeres y despertar entre los hombres fuertes el más loco frenesí, haciendo de cualquier cobarde un héroe, y del soldado más aguerrido, una nerviosa chicuela. De aquí el que las leyendas macabras acerca del artista hubiesen tomado tanto pábulo especialmente y esto no se decía por nadie sin terror y de oído a oído-, que todo aquello se debía no más a que las cuerdas de su violín no eran como las de los demás instrumentos, sino que estaban torcidas con verdaderos intestinos humanos, extraídos por su hechicería con arreglo a los cánones más horribles de la necromancia.