Esto último, por mucho que choque a sabios oídos occidentales, nada tiene de imposible, en efecto. Acaso la tradición de la misma necromancia del medioevo pudo dar lugar a tamaña leyenda, porque es un hecho probado en Ocultismo que muchos magos negros orientales, en especial los tántricas bengaleses recitadores de tantras o conjuros para atraer a los espíritus maléficos, usan, para sus perversas obras, de los propios órganos internos de los cadáveres. Ahora, por otra parte, que nos son mejor conocidos los poderes peligrosos del magnetismo, mesmerismo e hipnotismo, manejados técnicamente por los propios médicos, podría suponerse, con menos peligro que antes de ser escarnecido, que los efectos mágicos que Paganini producía con su violín, no eran debidos solamente a su genio musical, antes bien, aquellos fenómenos de pasmo, patología y sugestión experimentados por sus auditorios (pasmos que tenían algo de sobrenatural y de diabólico, según muchos de sus biógrafos), se debían a más misterioso origen que el de la impecable ejecución y técnica del maestro. De aquí también el que pudiese hasta cambiar de nombre al instrumento, haciendo, con sus melodías en la cuerda G sola, que no pareciese sino flauta el violín.
Rumores tales podían tomar cuerpo mucho mejor antaño que ahora en que las gentes son mucho más escépticas, y llegarse a murmurar así en su ciudad natal y aun en toda Italia, que Paganini había asesinado a su esposa y más tarde a una querida, y a la que, no obstante su pasión, no tuvo inconveniente en sacrificar con sus propias manos para el logro de sus diabólicas ambiciones. Con el conocimiento previo que tenía, en efecto, respecto de diferentes artes necromantes, había conseguido luego aprisionar en el alma de su violín de Cremona las almas amantes de sus dos víctimas.
Los íntimos de Ernesto T. W. Hoffmann, el admirable autor de El maestro Martín, el tonelero de Nuremberg; El elixir diabólico y otras narraciones místicas y espeluznantes, aseguran que el consejero Crespel de El violín de Cremona, estaba basado en el legendario caso de Paganini, pues, según todos saben, el fantástico cuento narra cómo Crespel el violinista había encerrado en su violín el alma de una diva famosa, a quien había amado con delirio y aun había incorporado a su instrumento la pura alma de Antonia, su propia hija.
Una nación, en fin, como Italia, que había tenido entre sus antepasados alas famosas familias necrománticas de los criminales Borgias y Médicis, bien podía fomentar leyendas como aquélla, máxime cuando cierto periodo de la juventud de Paganini resulta, en efecto, envuelto en un misterio impenetrable, lo que junto con aquella extraordinaria facilidad con la que sacaba los más extraterrestres sones de su instrumento, incluso el de la voz humana, bien pudieron dar pábulo a tamaña leyenda terrorífica.
III
Hasta aquellos días de nuestro cuento, Franz Stenio no había oído hablar de Paganini. En tales tiempos, precursores del vapor y de la electricidad, la Prensa casi no existía, y era más corto el vuelo de la fama.
El muchacho, devorado por la envidia, juró competir con el mago genovés, y hasta superarle si podía. ¡Sí, o alcanzaría a ser el atrevido joven el más famoso de todos los violinistas de su época, o haría añicos su indócil instrumento! El viejo Klaus aplaudió con toda su alma tan heroica determinación.
Frotándose las manos con muestras del más loco contento, Samuel Klaus saltaba alegre sobre su pata coja como un estropeado sátiro, adulando y halagando a su discípulo predilecto, como si cumpliese el deber sagrado de consagrar a un héroe.
Franz era capaz de sufrirlo todo, menos el fracaso. Era indiscutible que tocaba ya como un maestro; pero los críticos severos le habían afirmado que necesitaba unos cuantos años más de labor esforzada antes de que pudiese aspirar al don de arrebatar a su auditorio. Esto ocurrió hacía tres años, a la llegada a París del discípulo y el maestro. Por último, tras de un estudio desesperado durante más de dos años, en los que puede decirse que Franz no hizo otra cosa, el artista Sleyer le tenía ya preparada su primera audición en el Teatro de la ópera, ante el público más exigente del mundo. Mas ¡golpe fatal asestado a las floridas ilusiones del artista!, la presentación de Paganini entonces, se encargó de dar al traste con tan dorados ensueños. ¡Había que esperar, y no poco, ante la refulgente aparición de aquel astro único!…
Al principio, el Envidioso Franz, se contentó con sonreír ante el ciego entusiasmo, los himnos de elogio cantados en loor del italiano y el asombro casi supersticioso con que doquiera oía pronunciar el odioso nombre, pero bien pronto éste llegó a ser para los corazones de entrambos un hierro candente que se los abrasaba. últimamente el sólo nombre de su rival cuyos éxitos eran cada día más estupendos, les producía casi accesos de locura.
Concluyó la primera serie de conciertos sin que ni el viejo ni el joven hubiesen podido oír a Paganini y juzgar por sí mismos. Eran tan exorbitantes los precios hasta de los puestos más ínfimos y tan pequeña la esperanza de que aquel grandísimo avaro se mostrase generoso con un humilde y desconocido hermano en el Arte, que hubieron de resignarse a esperar a que la suerte los deparase el medio como a tantos otros les había acaecido. Pero llegó un día en que les fue imposible aguantar más, y, empeñando sus dos relojes, compraron dos modestos asientos para el concierto.
¿Cómo describir las emociones de aquella noche feliz y fatal al mismo tiempo? El auditorio estaba más enloquecido que nunca: los hombres rugían o lloraban; las damas chillaban histéricas, desmayándose, mientras que Klaus y Stenio, más pálidos que espectros, se mordían los labios en silencio. Al brotar la primera nota del arco mágico de Paganini ambos sintieron un escalofrío sobrenatural, como si la helada mano de la muerte les hubiese tocado en el corazón. Su tortura era violenta, sobrehumana, al par que indescriptible su emoción artística… Acabada la función a media noche, y mientras que delegados escogidos de las Sociedades filarmónicas y del Conservatorio desenganchaban los caballos del coche del coloso y lo arrastraban en triunfo hasta su casa, los dos cuitados alemanes, tambaleándose como dos ebrios y sin decirse palabra, tristes y desesperados, retornaban a su tugurio, ocupando sus acostumbrados asientos junto al fuego, hasta que Franz, pálido como la misma muerte, rompió el triste silencio, y dijo:
– ¡Samuel, Samuel, no nos queda ya más salvación que el morir!… ¿Me oís? Nada somos, nada valernos; éramos dos infelices ilusos al creer que nadie pudiese llegar a rivalizar con él, con…
El nombre odioso, e impronunciable del mago se le atravesaba en la garganta. Lleno de rabia, impotente, se revolcó por los suelos, desesperado.