Era aquel el séptimo día de enfermedad. La crisis de la mañana fue la más terrible de cuantas habían asaltado hasta entonces al joven, quien llevaba ya veinticuatro horas sin cesar de disparatar ni de cerrar los ojos, y describiendo con macabra minuciosidad sus detalles más nimios. Espectros espantosos; sombras siniestras de crimen flotaban en sarta inacabable en los ámbitos aquellos, sarta cuyos personajes eran puntualmente nombrados y designados por el enfermo como si se tratase de antiguos conocidos. Se creía un nuevo Sísifo, atado al peñasco del Caúcaso con los cuatro fragmentos de intestino transformados en otras tantas cuerdas de violín… Un río Stix, no de negras aguas, sino de roja sangre, corría a sus pies de condenado eterno, y añadía enloquecido:
– ¿Deseas, ¡oh infeliz anciano!, saber cómo se llama esta roca de mi Cáucaso? ¡Pues se llama Samuel Klaus, aquel pobre viejo que me enseñó a tocar el violín!
– ¡Oh, sí, yo soy, yo solo, la causa de tu desgracia, hijo mío! -le contestaba éste llorando y cogiéndole las manos con desesperación -¡Yo mismo, al tratar de consolarte, te he matado imprudentemente, pues que te he herido de muerte a tu imaginación al informarte acerca de las negras artes de Paganini!
– ¡Ja, ja, ja! -replicaba el enfermo con horrísona carcajada satánica -Pobre viejo chocho, ¿qué es lo que me dices? ¡Tu carne es deleznable¡ ¡Yo la cortaría así!… ¡Tú no vales nada y sólo parecerías bien extendido tu intestino sobre un buen violín de Cremona y metida en su alma el alma tuya!
Klaus sintió un escalofrío mortal, pero guardó silencio, e inclinándose sobre la frente del joven abrasada por la fiebre, depositó en ella un beso largo y amantísimo…, saliendo unos instantes fuera de la estancia porque sentía que le ahogaba la desesperación. Al retornar de allí a poco, el delirio había tomado otro curso. Franz cantaba, tratando de imitar las notas de su violín, con la misma satisfacción salvaje que si ya tuviese tendidos en éste, a guisa de cuerdas, los intestinos del maestro.
Por la tarde el delirio revistió una forma imposible de describir. Ígneos espíritus metían en la hoguera a su queridísimo instrumento. Manos esqueléticas, manos que eran las del joven, brotando chispas y llamas por todos sus dedos, hacían señas al viejo para que se acercase, y abrirle en canal con absoluta rapidez, ¡para disecarle ferozmente a él, a Samuel Klaus el maestro, “el único hombre que, al amarle tan tierna y desinteresadamente, era el único también cuyos intestinos podían serie de alguna utilidad al mundo.”
Al otro día, y como por encanto, la fiebre cesó, y dos días después Stenio pudo dejar el lecho sin conservar recuerdos de su enfermedad y sin sospechar que en sus delirios había dejado a Klaus leer en el fondo de sus más secretos pensamientos… El único resultado fatal de la enfermedad fue aquella que, firme el joven en su promesa al arrancar a su violín sus antiguas cuerdas, y careciendo su indomable pasión artística de semejante válvula, se sumid en el estudio de la Alquimia, la Quiromancia y demás artes ocultas con tanta y mayor pasión que la que antes sintiera por la música.
Pasaron semanas y aun meses, y ni el maestro ni el discípulo mentaron siquiera a Paganini. El violín, sin cuerdas y cubierto de polvo y telarañas, oscilaba colgado en su sitio, olvidado y mudo, y en medio de la profunda melancolía que se había apoderado de entrambos apenas si cruzaban la palabra. Se diría que el violín no era sino un cadáver que la fatalidad había interpuesto entre los dos. Sarcástico y sombrío, el joven evitaba cuidadosamente toda conversación sobre la música.
Para sondear un tanto en el alma del joven y saber lo que pasaba en ella, cierto día el anciano sacó de su caja su olvidado violín y se puso a tocar no sé qué tarantela. A las primeras notas Franz experimentó una sacudida nerviosa semejante a un latigazo, pero nada dijo. Los ojos se le salían de las órbitas y escapó al fin como un loco, vagando al azar por las calles de París durante muchas horas, mientras que el buen Klaus arrojó su instrumento y se encerró en su alcoba hasta el otro día.
Como se ve, aquello no podía continuar así.
Una noche, en la que el joven Stenio estaba más sombrío e imponente quizá que nunca, el viejo maestro se levantó repentinamente de su silla, y dirigiéndose con resolución hacia su discípulo amado, imprimió un largo beso en la frente de éste, diciéndole amoroso:
– Franz querido: esto no puede continuar así. ¿No crees que es llegado el tiempo de poner fin a nuestra violenta situación?
Franz despertó sobresaltado de su letargo habitual, respondiendo como en sueños:
– Cierto: ya es tiempo más que sobrado de ponerlo fin.
Ambos se fueron a acostar sin decir más palabra.
Al otro día no vio Franz al anciano en su sitio de costumbre. Se vistió y pasó al comedor que separaba las dos alcobas. Ni el fuego había sido encendido aquel día, como era el hábito de Samuel, ni se veía otra huella alguna de las ordinarias ocupaciones del maestro. Franz, extrañado de todo aquello, se sentó en su sitio de siempre al lado de la apagada chimenea, cayendo en su eterna obsesión, obsesión de la que salió extrañamente al extender las manos hacia atrás para cruzarlas tras su cabeza; chocaron ellas con algo que estaba en el estante de detrás y que cayó al suelo con estrépito… ¡Era la caja del violín del pobre Klaus, que caía rodando a los pies de su discípulo y vaciaba su contenido, su violín mismo, cuyas cuerdas, al dar de plano contra la chimenea, produjeron algo así como un gemido lastimero. El efecto que aquello produjo en el joven fue mágico.
– ¡Samuel, Samuel! -gritó sin hallar respuesta -¿Qué es lo que pasa? -añadió, dirigiéndose ansiosamente hacia la alcoba de éste.
Mas en aquel punto retrocedió espantado ante el eco de su propia voz, que no lograba contestación alguna… La habitación estaba a obscuras, y al abrirla vio que Samuel Klaus yacía sobre su lecho, rígido y frío… ¡Estaba muerto!
El choque fue terrible. La loca ambición del artista fanático no dejó ni lugar casi al primer impulso de afecto hacia aquel amado muerto a quien tanto debía… Iba, pues, a obrar en el acto, como era de temerse, cuando su vista perturbada se fijó en un escrito dirigido a él y que decía:
“Franz, hijo querido. Cuando leas ésta, tu viejo maestro, tu amigo, habrá hecho ya el mayor sacrificio que por el logro de tu ideal de fama y riqueza podía. El que te amó tanto, hele ya aquí frío e inerte. Ya sabes lo que te corresponde hacer… ¡Fuera necias preocupaciones! Yo, libre y espontáneamente, te he ofrendado mi cuerpo, en holocausto a tu fama futura, y realizarías la más negra de las ingratitudes si, por timidez o cobardía, hicieses inútil este sacrificio mío. Cuando tu amado violín se vea con sus nuevas cuerdas y estas cuerdas sean una parte de mi propio ser, aquél se verá ya investido del mismo secreto mágico del célebre Paganini. En ellas, en mis cuerdas, encontrarás, siempre que quieras, los ecos de mi voz, Mis gemidos, mis cantos de amor y de bienvenida, los acentos todos más patéticos, en fin, de mi inmenso amor hacia ti. Así, pues, mi Franz idolatrado, ¡nada temas; nada vaciles! Coge triunfalmente tu instrumento y lánzate al mundo siguiendo los pasos de aquel que sembró la desesperación y la desgracia en la senda de nuestras ilusiones… Preséntate altanero en cuantos lugares él se presente a los públicos; búrlate de él y rétale al más gallardo de los desafíos. Entonces alcanzarás a comprender y a oír, oh, Franz querido, cuán potentes son siempre las notas de todo amor desinteresado, y en la última caricia de aquellas cuerdas te acordarás de que son el cuerpo y el alma de tu abnegado maestro que, por última vez, te abraza y te bendice,