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Lorenzo Silva

El alquimista impaciente

Para Laura y Mª Ángeles,

que ponen cada día la luz

Et su natura dela piedra deste metal es, que quando la mezclan con arambre, tornase como natura de uidrio et quiebra, mas pero encorpora se con el. Et otrossi, si lo mezclan con estanno torna negro, et si con plata lo mezclan, recibe la blancura della, et assi faz con cada metal. Et por ende, los que se trabaian de alquimia, aque llaman la obra mayor, deuen parar mientes que non dannen el nombre del saber, ca alquimia tanto quiere dezir, como maestria para meiorar las cosas, ca non empeorar las. Ende los que toman los metales nobles et los bueluen con los uiles, non entendiendo el saber ni la maestria, fazen que se non meiora el uil, et danna se el noble.

Alfonso X, Lapidario

ADVERTENCIA PREVIA

Algunos de los lugares que aparecen en esta novela están inspirados, más o menos libremente, en lugares reales. Los personajes, así como los hechos narrados, son por completo ficticios.

Capítulo 1 UNA SONRISA BONDADOSA

La postura era cualquier cosa menos confortable. El cuerpo estaba boca abajo, con los brazos extendidos en toda su longitud y las muñecas amarradas a las patas de la cama. Tenía la cara vuelta hacia la izquierda y las piernas dobladas bajo el vientre. Las nalgas se sostenían un poco en alto sobre los talones y entre ellas se alzaba, merced a su imponente curvatura, un aparatoso mástil de caucho rojo rematado por un pompón rosa.

– No sabía que los fabricaran así -dijo Ruiz, perplejo.

– El personal tiene mucha imaginación para estas cosas -observó con estoicismo el sargento Marchena, su superior inmediato.

– Pues la combinación resulta de chiste.

– Según lo mires, cabo. El peluche quedará muy cómico, pero el artefacto debe de doler un huevo -calculó el sargento, con gesto aprensivo-. Y si se sujeta así de tieso es que tiene dentro un buen trozo.

– Bueno, le pondrían vaselina -aventuró Ruiz.

– ¿Para darle pasaporte luego? Mucho melindre me parece.

Una suave voz femenina interrumpió su coloquio:

– ¿No es un poco pronto para hablar de homicidio?

Hasta ese momento la guardia Chamorro, mi ayudante, había permanecido callada, lo que otorgaba un relieve singular a su interrogación. Quizá deba indicar que Chamorro y yo llevábamos en la habitación poco más de cinco minutos, de los que habríamos empleado tal vez tres en reconocer el cadáver. Marchena y Ruiz, que estaban destinados en el puesto a cargo de aquella demarcación, habían llegado primero y habían esperado durante un buen rato a que apareciéramos nosotros, los listos de la unidad central. La ironía de Chamorro era bastante suticlass="underline" sólo yo, por haberla sufrido reiteradamente en carne propia, podía captar todos sus matices. Pero a Marchena no le faltaba perspicacia, y al oírla debió de pensar que hasta entonces se había expresado con demasiada libertad delante de aquella jovencita. Por lo que mi trato con él me permitiría después averiguar, Marchena, pese a su engañoso gracejo sevillano, profesaba ideas algo rancias. A sus cuarenta y pocos años, tenía la edad suficiente para haber sido educado en la firme creencia de que a las mujeres hay que apartarlas de los peligros del mundo.

– Claro, prenda -dijo, desafiando a Chamorro con su mirada socarrona-. ¿Qué sería de nosotros si no vinierais los de Madrid para alumbrarnos?

– ¿Me toma el pelo, mi sargento? -inquirió Chamorro, sin arrugarse.

– No, mujer -replicó Marchena, con una dulzura sospechosa-. Ya lo veo. Primero debió de amarrarse. Después usó los pies para ensartarse con ese pedazo de poste. Y una vez conseguido, se murió de la impresión.

El exabrupto de Marchena me sorprendió doblado junto al cadáver, examinando las ligaduras que lo mantenían atado a la cama. Suspiré y me erguí despacio, tanto que casi sentí cómo se me ensamblaban las vértebras. Como le sucede posiblemente a casi todo el mundo, la mayor parte del tiempo prefiero creer que estoy de vuelta de muchas cosas. Mi biografía, hasta cierto punto, lo justifica. Nací en Uruguay hace treinta y seis años y apenas conocí a mi padre. Vine a España de chico, con mi madre, y después de sufrir los desaires normales de la adolescencia gasté cinco años de mi vida en obtener una licenciatura en Psicología. Su comprobada inutilidad, unida a la angustia del paro, me indujo a ingresar en la Guardia Civil. De la década larga que llevo en el Cuerpo guardo el recuerdo más o menos nítido de un buen número de homicidios. Algunos tuvieron la complicación justa para poder resolverlos, que es por lo que me pagan; otros fueron demasiado simples o estaban demasiado embrollados y no fui capaz de sacar nada coherente de mis pesquisas. De todos ellos perdura en mí, por encima de cualquier otro vestigio, una amarga conciencia de lo mucho que puede llegar a desear la gente avasallar a otra gente. Esa es, de tanto experimentarla, la única certidumbre sobre la existencia que está a salvo de mi escepticismo.

Sin embargo, hay situaciones a las que no termino de acostumbrarme. Aquella mañana, sin ir más lejos, asistía incómodo a la disputa que se había entablado entre Chamorro y aquel sargento, a los pies de un cadáver abandonado en una circunstancia tan vejatoria y cruel. A aquellas alturas ya sabía de sobra que la vida y la muerte son despiadadas y que las personas gustan de vejarse unas a otras. Pero a lo que no terminaba de habituarme era a ver a Chamorro, veinticinco años recién cumplidos y una visión idealista de la vida, discutiendo con alguien como Marchena acerca de los sórdidos pormenores de una muerte como aquélla. Yo no dudaba de la capacidad de Chamorro, que me había sido demostrada cumplidamente, ni creía qué necesitase protección, o más protección de la que yo mismo pudiera necesitar. Más bien me pasmaba la naturalidad con la que ella podía convivir con el horror. Para decirlo todo, me violentaba llevarla una y otra vez hasta él. Cuando mi atención se relajaba, tendía fatalmente a imaginar que eran otros, más halagüeños, los derroteros que ella y yo habríamos podido tomar.

Por un momento me costó abrirme paso entre la madeja de mis pensamientos. Pero mis galones de sargento y los muchos errores que emponzoñan mi memoria me obligaban a salir cuanto antes de aquella obnubilación. Así que me sobrepuse y le dije secamente a Marchena:

– No te metas con ella. Sabes que tiene razón. -Oye, que esto es un intercambio de pareceres entre colegas -se quejó Marchena-. Tampoco tienes que protegerla como si fueras su padre.

– No lo haría si ella pudiera contestar sin tapujos a tus paridas -aclaré, en el mismo tono amistoso-. Te desafío a que me encuentres una sola huella de violencia en el cuerpo. Ni en las muñecas hay marcas. No es tan improbable lo que sugiere Chamorro: que la muerte fuera natural, en mitad del acto.

Si no me hubiera asistido mi deficiente pero abnegado conocimiento de su carácter, habría pensado que mi ayudante me agradecía que hubiera acudido en su auxilio. En cambio, no me sorprendió advertir en la rápida mirada que cruzó conmigo un brillo de disgusto. Chamorro prefería bastarse sola. Había tenido que soportar la desconfianza y el retintín de tantos hombres, uniformados o no, que había hecho de la tarea de desacreditar las reticencias masculinas una especie de cruzada personal e intransferible.

– Vale, pudo darle un infarto -admitió Marchena, conciliador-. Pero alguien tuvo que hincarle el salchichón ese por el canuto.

Chamorro miró al techo. Por mi parte, me limité a opinar:

– Una hipótesis plausible. Empecemos por ahí. No era ni mucho menos frecuente que a Chamorro y a mí se nos concediera la oportunidad de llegar en caliente a la escena del crimen. Casi siempre teníamos que conformarnos con un puñado de fotografías mejor o peor disparadas y con lo que los guardias del lugar en cuestión acertaban a contarnos de lo que habían observado en su momento. Como leí una vez en una de esas bonitas novelas inglesas, la gran desventaja del investigador experto es que suele verse obligado a olfatear rastros fríos. Y aunque jamás he acertado a sentirme dotado del plus de clarividencia que la categoría requiere, mi destino en la unidad central de Madrid me obligaba a ser o al menos aparentar que era un investigador experto, cuando comparecía en un asesinato de provincias. El mismo retraso con que actuábamos se debía a nuestra condición de último recurso. Como pronto te llamaban al día siguiente de descubrir el pastel, y suponiendo que te llamasen en el momento, casi siempre había que recorrer unos cientos de kilómetros y era raro que el juez y los demás tuvieran la paciencia de esperarte a pie de difunto.