Pereira rara vez me abría su corazón de esa forma. Por si acaso, preferí hacer como que no había oído:
– A sus órdenes, mi comandante.
Cogimos un coche camuflado y emprendimos una vez más el camino de la Alcarria, que ya comenzaba a sernos familiar. El día estaba lluvioso y aquélla era por tanto una de las clásicas mañanas deprimentes de Madrid; una de ésas en las que sobre el asfalto resbaladizo progresan a duras penas cientos de miles de personas amargadas, reprimiendo a duras penas el impulso de partir de un puñetazo el frontal extraíble de la radio. Tardamos mucho en salir de la ciudad, y cuando ante nosotros se extendió el espacio libre de la autovía, Chamorro dejó que su pie coqueteara con el acelerador más de lo que en ella era corriente. No pude evitar una sonrisa maliciosa. Incluso ella era vulnerable a los efectos desquiciantes del atasco.
La casa de Trinidad Soler era un chalé soberbio en todos los sentidos, a pesar de los remates que le faltaban. Se hallaba sobre una colina con una impresionante vista sobre el valle. En lontananza se distinguía la silueta omnipresente de la central, vomitando como siempre al aire sus dos grandes penachos de vapor. En el jardín había una zanja enorme; posiblemente, deduje, el hueco destinado a convertirse en una piscina. La casa estaba algo retirada del casco de la población. Me pregunté cómo habría conseguido Trinidad la licencia para levantarla en tan privilegiado emplazamiento.
Cuando nos acercamos a la valla, acudieron al punto dos rottweilers. Venían sigilosos, sin gruñir siquiera, y se nos quedaron mirando fijamente.
– Un par de consumados asesinos -apreció Chamorro, intimidada-. Entrenados para sorprender a la víctima.
Tocamos el timbre y los perros empezaron a ladrar. Al cabo de medio minuto apareció una mujer en la puerta de la casa. Hizo seña de que esperásemos y vino hacia la valla con un paraguas y dos cadenas en la mano. Se inclinó sobre los perros y los enganchó a ambos en un abrir y cerrar de ojos.
– Lo siento. Un día de éstos tengo que llevarlos al veterinario, para que les ponga una inyección -dijo, con gesto ausente, mientras los apartaba.
Arrastró a los perros hasta una caseta a unos treinta metros y los dejó allí amarrados. Luego regresó a la cancela y nos abrió.
– Buenos días -saludó-. Blanca Díez.
Y me tendió la mano. Yo perdí un segundo en contemplar sus dedos, blancos como su nombre, y después, mientras los estrechaba, alcé lentamente la vista hacia su rostro. Chamorro había ganado su primera apuesta: no medía uno ochenta. Por educación, no quise comprobar si había algún signo que permitiese confirmar o desmentir su otra suposición malvada, la relativa al deterioro gravitatorio acentuado por los embarazos. Lo que no se cumplía en absoluto era que Blanca Díez estuviera gorda. Tampoco era lo que suele entenderse por una mujer espectacular. En realidad, era bastante más que eso. Lo comprendí al ver sus ojos oscuros, su cabello color carbón, el exquisito óvalo pálido de su cara. Durante una época, en mi adolescencia, me interesé mucho por Juana de Arco. Le suponía una belleza mística y fanática, que trataba de reconocer sin éxito en los retratos que de ella caían en mi poder. Incluso después la seguí buscando en el rostro de alguna que otra mujer real. No podía imaginar que iba a encontrarla en la Alcarria, dos décadas más tarde, encarnada en aquella viuda de cuarenta años.
– Soy el sargento Bevilacqua -dije, un poco aturdido-. Ésta es mi compañera, la guardia Chamorro.
– Mejor será que entren en seguida. Van a empaparse.
Recorrimos a buen paso el sendero, todavía a medio terminar. Una vez en la casa, Blanca Díez nos indicó que pasáramos a una especie de salón. Chamorro y yo avanzamos con prudencia y nos quedamos a la entrada. Era una habitación gigantesca, con grandes ventanales que aquella mañana daban al valle velado por la lluvia. La viuda de Trinidad Soler se nos unió al poco y nos pidió sin mucha ceremonia que tomáramos asiento. Después se sentó frente a nosotros, en una especie de mecedora. Vestía un suéter negro de cuello alto, sobre el que se dibujaba su escueta barbilla. Durante Díez o quince segundos estuvo quieta, mirándonos con sus ojos profundos.
– Y bien. ¿Han encontrado ya a esa mujer? -preguntó al fin, en tono neutro, como si quisiera afectar indiferencia.
– No -confesé, con humildad-. Y creo que nos costará bastante hacerlo, salvo que usted pueda darnos alguna pista.
Blanca Díez dejó escapar una risa fatigada. -No sé cómo podría. Todavía no consigo hacerme a la idea. Creí que ustedes vendrían y me explicarían algo. Que me contarían, por ejemplo, si es verdad todo lo que dicen los periódicos.
Era un trago, pero me pertenecía. Sin arredrarme, lo afronté:
– Todo, no. Siempre inventan algo. Lo que nosotros podemos decirle, y es prácticamente cuanto sabemos, es que su marido apareció desnudo y maniatado, en la habitación del motel. También puedo informarle de que los análisis han revelado una alta concentración de alcohol y drogas en su organismo. Y por lo que se refiere a otros detalles, al parecer llegó a la habitación acompañado de una mujer muy atractiva con acento extranjero, Por cierto utensilio hallado en el cadáver, da la impresión de que hubieran practicado con él, en fin, ciertos juegos no demasiado corrientes.
– Un eufemismo lamentable, sargento -desaprobó mis esfuerzos la viuda-. Aunque en el fondo se lo agradezco.
Me dolió percibir aquella condescendencia en las facciones de Juana de Arco, pero la vida a veces tiene esa perversa habilidad para herirnos. De modo que me saqué la daga de las costillas y decidí empezar a atacar:
– Señora Díez, ¿acostumbraba su marido a pasar la noche fuera de casa?
Blanca Díez se tomó un segundo, antes de responder. -Lo había hecho alguna vez. Pero no acostumbraba. -¿Por qué lo había hecho antes? ¿Había algún problema entre ustedes?
– Había muchos -dijo, con una sonrisa-. Dos hijos, esta casa, la otra, su trabajo, el mío, y las cicatrices de doce años de convivencia. Montones de problemas, como en cualquier matrimonio. Si me pregunta si yo le quería, no tenga duda. Si quiere saber si él me quería, puede ir al cementerio y llamar a la tumba. Yo sólo puedo decirle que no me parecía que no.
No titubeaba en ninguna frase, en ninguna palabra. Era como si se estuviera sometiendo a una prueba. Y como si la estuviera superando. De todo su discurso seleccioné un punto que podía ayudarme a ficharla.
– ¿Puedo preguntarle en qué trabaja usted, señora Díez?
– Puede. Soy traductora.
Me extrañó. No pude evitar decirlo en voz alta:
– ¿Y no la perjudica para su trabajo vivir aquí?
– En absoluto. Tengo ordenador y teléfono. Me envían los textos y yo los devuelvo traducidos por Internet. Es lo más cómodo para mí y también para quienes me encargan los trabajos. Tienen prisa, casi siempre.
– ¿De qué lengua traduce? -me dejé llevar por la curiosidad.
– Del inglés y del alemán, sobre todo. Del italiano y del francés, rara vez. Inventan menos, o lo venden peor.
Aunque me lo contaba todo, amablemente, advertí en su mirada que si seguía interrogándola sobre sus cosas acabaría encontrándome con alguna pulla que lamentaría escuchar. Así que volví al hilo:
– Quisiera hacerle una pregunta delicada, señora Díez. ¿Sabe si su marido tomaba alcohol o drogas habitualmente?
– Que yo sepa, vino en las comidas. Y más bien poco.
– ¿Nada más?
– Nada. Si acaso puede añadirle unas pastillas que le habían recetado.
– ¿Qué clase de pastillas?
– No soy experta en eso. Desde hacía algunos meses tenía problemas de insomnio, palpitaciones, incluso le dio alguna convulsión. Fue al médico y le dijo que eran crisis de angustia, o algo parecido. Por estrés, o porque sí. A veces, por lo visto, la causa es puramente química. Le mandaron una medicina para controlarlo. Y la verdad es que había mejorado bastante.
– No tendrá por ahí algún frasco de esa medicina.
– Creo que sí.
Volvió al cabo de un minuto con el medicamento. Miré la composición: bromazepam. Saqué el prospecto y anoté mentalmente los efectos derivados de una dosis excesiva, y de su combinación con otras sustancias. Por lo demás, eran unas pastillitas diminutas, que casi parecían de juguete.